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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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VIII
EL POBLADO

Costa del golfo de Guinea. Principios de junio del Año del Señor de 1550

D
esde el día siguiente, los tripulantes del
San Miguel
dedicaron todas sus energías a preparar la partida. Las mujeres participaban remendando redes, atando cabos o echando piezas de tela a las velas.

Establecieron, cerca del poblado, junto a la desembocadura del arroyo, un campamento. Allí, un grupo de hombres se quedó permanentemente. Se ocupaban de indagar dónde había árboles adecuados para reparar el patache y de buscar a diario agua y comida para abastecer a los del barco. Solían volver, a última hora de la tarde, con animales extraños y frutas desconocidas que los del barco devoraban con deleite.

Maese Pedro y Alonso vivían en el campamento, para desesperación del joven, que después de haberse acercado a Ana se veía separado de ella. Además de hacer la comida, dedicaban mucho tiempo a salar y ahumar carne que traían los cazadores, pues necesitaban hacer acopio de alimentos para la travesía.

Los alimentos frescos fortalecieron el cuerpo y el ánimo de las muchachas. Se hizo habitual verlas reír, cantar e incluso corretear por cubierta. Aunque su vanidad sufrió un rudo golpe cuando descubrieron que, pese al cuidado que ponían de no exponerse al sol, el aire del mar tostaba su tez. Ya no podrían asombrar a los caballeros de Asunción con la blancura de sus rostros ni diferenciarse de las indias (a las que, en secreto, consideraban rivales).

Ana parecía una joven campesina de mejillas sonrosadas. Si su madre la viera, se moriría del susto. ¡Con lo que se había esforzado para blanquearle la tez antes de emprender el viaje! Pero ella no se veía tan mal. Sus cabellos habían clareado y resaltaban sobre su piel tostada. Además, tenía demasiadas tareas en las que ocuparse y su cutis nunca le había preocupado demasiado.

Una mañana, maese Pedro y Alonso se acercaron al poblado a trocar «rescates» por recipientes de barro y cestas que necesitaban. Al llegar, vieron a unas mujeres cocinando tortas y se pararon a mirarlas. Una de las mujeres cogió un par de tortas recién hechas, echó sobre ellas un guiso y se las ofreció.

—¡Hum…! —exclamó Alonso—. Nunca pensé que sus comidas fueran tan sabrosas.

—¿Por qué no…?

—Son… salvajes.

Maese Pedro miró a Alonso.

—¿Más que los piratas?

—Claro.

—Unos nos roban y otros nos invitan a comer… Pero a ti te parecen menos bárbaros los piratas tan solo porque su piel es más parecida a la tuya. ¿No es una villanía?

Alonso enrojeció.

—Es que somos tan… distintos.

—Aman a sus hijos, a sus parientes, cantan, ríen, lloran… como nosotros.

—Nunca lo había visto así.

—Va siendo hora de que aprendas a juzgar las cosas por ti mismo. —El cocinero le dio una palmada en la espalda—. Quiero que seas un hombre cabal; no un hipócrita como todos esos —señaló al
San Miguel
, que se balanceaba suavemente en la bahía.

Una mujer gruesa, de pechos generosos, se arrodilló cerca de ellos y comenzó a moler unos granos para sacar harina. Maese Pedro sacó su cuchillo de la vaina y le preguntó, por señas, si se lo cambiaría por harina. Ella aceptó y regresaron a bordo del
San Miguel
con una enorme cesta de harina con la que maese Pedro preparó unas tortas —como había visto hacer a las mujeres del poblado—, que subieron al barco y gustaron mucho a la tripulación. En vista de ello, decidieron volver al día siguiente al poblado con un par de cacerolas, varias varas de tela de velas y unos cuchillos. A cambio, las mujeres les llenaron cinco barriles de harina.

—Mañana comenzaremos a hornear bizcochos para la travesía.

—¿No sería más sencillo hacer las tortas según las vayamos necesitando, maese Pedro? Calientes están mucho más ricas.

—La harina se pudre con la humedad, Alonso.

—¿Y los bizcochos no?

—Menos. Aunque, si la travesía es larga, acabarán por pudrirse también. Afortunadamente los piratas no se han llevado ni la sal ni el vinagre y podremos hacer conservas. ¡Solo tenemos que cazar!

—Sería más fácil salar pescado.

—A los hidalgos y a las damas les repugna. Les parece un alimento propio de marineros y rústicos.

—¿El pescado fresco también?

—También.

—Para mí es un deleite. Mi madre y yo pescábamos a diario.

—Pues tendremos de continuo una caña en la borda y lo comeremos siempre que piquen. Un barbero, gran amigo mío, asegura que es un alimento de mucho provecho y hasta medicinal. En tiempo de peste, dice, debe comerse con cosa acida como vinagre o limón o mejor aún con canela, si se dispone de ella. Y un viejo compadre marinero, del que me fío más, dice que si se come guisado con verduras del mar es mano de santo.

—¿Pescado con algas…? ¡Puaj, qué asco!

—Ríete, pero si llega la peste, hazme caso.

El capitán Salazar les hizo llegar el aviso de que había convocado una reunión a la que deberían asistir todos los que tuvieran algún cargo en el barco. Maese Pedro lo hizo en calidad de despensero y alguacil de agua.

Juan Bernal, el maestro carpintero, explicó las reparaciones que precisaba el
San Miguel
.

—Necesitaremos mucha madera para reparar las arboladuras y las partes dañadas del casco —dijo.

—Y para reemplazar los barriles que se llevaron los piratas —añadió maese Pedro.

Los mandos acordaron enviar al capitán Trejo a negociar con el jefe del poblado. A cambio de «rescates» le pedirían unos cuantos hombres, jóvenes y fuertes, que les ayudasen a talar árboles de la selva.

Todos los tripulantes del
San Miguel
habían bajado a tierra, a excepción de las mujeres, pues Salazar pensaba que era más seguro que permanecieran a bordo. Sin embargo, ellas estaban ansiosas por desembarcar; ente otras cosas, para lavar su ropa íntima con agua dulce.

María de Sanabria se acercó a Ana y le dijo en voz baja:

—El capitán Trejo se ha ofrecido a llevarme a tierra, acompañada de quien yo desee. ¿Quieres venir?

Ana se extrañó que no se lo hubiera propuesto a su hermana. Aunque, pensándolo bien, Menciíta era demasiado alocada como para guardar un secreto.

—¿Le ha dado permiso Salazar? —preguntó Ana.

—Hernando de Trejo también es capitán, no necesita su permiso —replicó María, airada—. ¿Vienes o no?

Ana dijo que sí. En Sevilla había visto, por primera vez en su vida, a hombres y mujeres de piel negra que servían como esclavos en casas principales y tenía curiosidad por ver cómo vivían en sus lugares de origen.

Las dos jóvenes montaron en el mismo bote de Trejo y sus hombres, una especie de criados o escuderos que ya en Sevilla lo acompañaban a todas partes. En cambio, Afeitarratas y Troceamierdas, que también bajaban a tierra, eran más afines a Salazar.

Durante el recorrido hasta la playa, María le lanzaba a Trejo miradas que él correspondía con una media sonrisa. Inmediatamente se ponía serio. Para Ana quedó claro que ella estaba enamorada de él, pero ¿y él de ella?

Al llegar a tierra, descubrieron que el capitán Trejo no tenía intención de llevarlas al poblado. Las dejó en el campamento, vigilado por ocho soldados.

Maese Bernal, el carpintero, dibujaba sentado en una mesa, a la sombra de un árbol. Cerca de la orilla, tres carpinteros curvaban tablas al fuego. Un poco más allá, unos marineros apilaban frutas y piezas de caza de poco tamaño. Ana buscó a Alonso con la mirada. Le hubiera gustado saludarlo, pues desde que la salvara de los piratas no había tenido ocasión de hablar con él. Pero no estaba. Ni tampoco maese Pedro. Supuso que habrían ido a buscar alimentos.

—Aquí estaréis seguras —les dijo Hernando de Trejo a las muchachas—. Podréis lavar la ropa tranquilamente mientras mis hombres y yo nos acercamos al poblado a negociar.

María y Ana fingieron recoger bayas en la orilla del río, pero en cuanto les fue posible siguieron al grupo de Trejo a hurtadillas. El poblado estaba cerca del campamento. Cuando llegaron a una distancia prudencial, se ocultaron entre el follaje para observar sin ser vistas.

—¡Van desnudos! —musitó Ana, boquiabierta, al ver que hombres y mujeres tan solo se cubrían la parte baja del vientre con faldillas de esparto que dejaban al descubierto sus pechos y sus largas y bien torneadas piernas.

—¡Bendito sea Dios! ¡No mires, que es pecado! —exclamó María tapándose los ojos.

Ana la imitó, pero enseguida separó los dedos para ver. Si no eran más que medio hombres, como decía fray Carrillo, solo sería medio pecado mirar. Supuso que María había llegado a la misma conclusión porque, al cabo de un rato, dijo en voz baja:

—Tienen talles hermosos.

—Sí.

—Solo sus facciones me resultan… abultadas, extrañas.

—Pero sus cuerpos son… bellos.

—Cierto, pocas veces he visto tanta gracilidad y gallardía. Mira.

El capitán Trejo, sus escuderos y Troceamierdas entraban en ese momento en la cabaña más grande del poblado.

Afeitarratas, que se había quedado fuera, comenzó a repartir los rescates que llevaba en un saco. Las adolescentes, al ver los collares y los espejuelos, se acercaban como las mariposas a la luz. Afeitarratas agarró del brazo a una mujer de pezones erguidos y le colocó un chal de tela transparente alrededor del busto. A continuación, le dio un espejo. La muchacha, fascinada por su imagen reflejada en el espejo, no prestaba atención a las manos del marinero, que se deslizaban desde su pecho hasta su vientre.

—¡Se aprovecha de su inocencia! —masculló Ana, escandalizada al ver como la hermosa joven se retorcía para zafarse de las caricias del marinero.

Un hombre canoso y barrigón, con aspecto autoritario, salió de la cabaña principal y, de un empujón, apartó a Afeitarratas de la muchacha. Cogió el chal y se lo colocó alrededor del pecho mientras se miraba al espejo. Luego, agarró la mano de Afeitarratas y lo obligó a acariciarle el vientre y el pecho. El marinero hizo un gesto de rechazo, pero dos jóvenes guerreros, que hacían guardia en la puerta de la cabaña, se acercaron amenazantes, con lanzas en la mano.

Ana tuvo que reprimir una carcajada cuando el hombre llevó la mano de Afeitarratas a sus partes, debajo de la faldilla.

—¡Quiere que lo masajee, como a la muchacha! Aunque no parece que a Afeitarratas le guste —comentó muerta de risa, al ver la mueca de asco del marinero.

—Al que mata, del castigo no escapa —replicó María, divertida.

Se callaron al oír un murmullo.

Eran dos ancianos, que venían del bosque con unos cestos llenos de ramas. Se sentaron a deshojarlas a la sombra de un árbol junto a tres madres jóvenes que amamantaban a sus hijos. A su alrededor varios pequeños jugaban a tirar unos palos con piedras como si de birlos se tratase. Un poco más allá, a la puerta de una cabaña, dos mujeres que tejían cestos iniciaron una canción.

—Me recuerda a la plaza de Medellín —musitó María.

—A mí también.

Un par de niños de ojos inmensos corrieron hacia sus madres, que abrieron los brazos para recibirlos.

—Son preciosos —dijo Ana.

—Sí, ¡lástima que no tengan alma!

—¿Por qué no iban a tenerla?

—Nosotras no podemos saberlo; somos mujeres.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—El padre Juan Fernández Carrillo me contó que aún se está discutiendo si las mujeres tenemos alma o no.

—¡Claro que la tenemos! —replicó Ana, exasperada.

—Quizá… Pero fray Carrillo dice que nosotras no debemos preocuparnos por esas menudencias. No es asunto nuestro.

—Vámonos antes de que el capitán Trejo se percate de que lo hemos seguido hasta el poblado.

—Sí, porque si se entera de que hemos visto a los negros… sin ropa…

Ana se mordió el labio inferior. En ocasiones, el remilgo de María de Sanabria la sacaba de quicio.

Siguieron el curso del arroyo para volver a la playa. De camino, oyeron risas y chapoteos y se ocultaron entre la vegetación para averiguar de qué se trataba. Un grupo de jóvenes de ambos sexos, más o menos de su edad y completamente desnudos, se salpicaban en el río, entre risas y juegos.

—¡Dios bendito! ¡Parece Sodoma y Gomorra! —María, espantada, tiró de ella para alejarla de allí.

Ana se quedó quieta. Siempre había tenido mucha curiosidad por saber cómo eran los órganos de un hombre. Recordaba haber mirado con disimulo los de los gatos y los de los cerdos para tratar de imaginárselos. Eran distintos, le gustaban más. Echó también un vistazo a las mujeres. Nunca se había atrevido a mirarse desnuda en el espejo, por miedo a que su madre o alguna de las criadas la sorprendiesen.

—¡Ana, por amor de Dios! ¿Por qué te paras? ¡Cuando confesemos esto no nos darán la absolución!

—Los hombres siempre miran —respondió sin hacer caso de la angustia de su amiga.

—¡No es el mismo pecado para ellos que para nosotras! Si alguno de los nuestros nos sorprende… ¡Vámonos de una vez!

Estaba tan acalorada que Ana la siguió. Antes echó una última mirada a aquellos jóvenes. Con el calor que hacía, de buena gana se hubiera tirado de cabeza al arroyo. ¡Parecían disfrutar tanto!

Dos horas después, el capitán Trejo regresó del poblado con dos preciosas esteras de colores, exquisitamente tejidas, para regalárselas a María y a Ana. Se las encontró lavando la ropa, en mitad del río, con el agua por encima de las rodillas.

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