El corazón del océano (30 page)

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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: El corazón del océano
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Los ojos de Ana se humedecieron de admiración. El coraje de aquel hombre era digno de un caballero andante. Para su sorpresa, doña Mencía replicó:

—¿Y qué será de nuestro honor cuando hayáis perecido?

—Eso ya no está en mi mano, señora.

—¿Deberemos darnos muerte para evitar caer vivas en manos de los piratas?

Salazar no respondió.

—¡Buscad el modo de escapar, capitán!

—¡Un caballero jamás huye ante el enemigo!

—¡Morir luchando no sirve a Dios, ni al Rey, ni al diablo, ni al mundo! ¡Es inútil! ¡Estúpidamente inútil! —más calmada, añadió—: Señores, entiendan lo que les digo, si dando mi vida pudiese salvar a los que viajan en este barco, la daría gustosa. Más, ¿de qué serviría?

—¡Señora—protestó Hernando de Trejo—, nuestro honor no nos permite rendirnos!

—¡Dejaos de honor y de zarandajas! ¡Y pensad en el modo de salvar el mayor número de vidas posible!

La voz de Salazar sonó como un latigazo:

—Señora, como capitán de esta nao, tomaré las decisiones que crea oportunas.

—Os recuerdo que mi autoridad está por encima de la vuestra. Mi hijo me ha nombrado su representante.

El capitán apretó la mandíbula:

—¡Jamás rendiré este barco sin lucha!

—¡Acataréis mis órdenes!

El capitán Trejo se inmiscuyó.

—Señora, como viejo amigo de la familia, creo que vuestro hijo seguiría el consejo del capitán Salazar.

—No lo dudo, capitán Trejo, pero yo tan solo soy una mujer… y no creo en heroicidades.

—¿Qué otra salida «honorable» se os ocurre, señora? —preguntó con ironía Salazar.

—Negociar.

—Los piratas saben que pueden vencernos fácilmente.

—Sí, pero a costa de sufrir bajas. Si les ofrecemos que se lleven cuanto quieran sin presentar batalla, es probable…

Salazar la interrumpió.

—Para los piratas las mujeres también son un botín.

—No pueden imaginar que viajemos tantas en este barco… Cerraríamos el trato antes de darles ocasión de descubrirlo.

—¿Creéis que los piratas respetan los tratos, señora?

—¡Hacedles señales para que sepan que queremos negociar! ¡Os lo ordeno!

Salazar tardó un instante en responder:

—Como digáis, señora.

—Iré con vos a entrevistarme con los piratas.

—¿No os fiáis de mí?

—Las mujeres somos más persuasivas. Les ofreceré llevarse cuanto quieran a cambio de que respeten las vidas de los viajeros. Les juraré que no opondremos resistencia y me creerán.

—O se aprovecharán de vuestra ingenuidad —masculló Salazar.

La Adelantada le dedicó una mirada desdeñosa.

—Al menor inicio de traición, los arrastraremos con nosotros al fondo del océano.

—No entiendo…

—Los piratas tendrán que arrimar su nave a la nuestra para cargar el botín. Si pretenden llevarse a las mujeres, haremos estallar los dos barcos.

—Lo primero que harán los piratas será confiscarnos la pólvora.

—Lo sé, pero tengo un plan. Y vos, Trejo, os encargaréis de ejecutarlo. Por si tenéis ocasión de convertiros en un héroe, como anheláis.

—¿A qué os referís?

—Antes de que entren, llenaremos de pólvora varios barriles…

—Los piratas querrán llevárselos; suelen andar escasos de alimentos.

—Pero no de agua; abunda en esta costa. Así que vaciaremos varios barriles de agua y, después de secarlos bien, los llenaremos de pólvora… cuidando de dejarlos mojados por fuera, para que no sospechen.

—Si los golpean notarán que contienen algo sólido.

La dama se quedó pensativa.

—Sí, habéis hecho bien en señalarlo, Trejo. Dejadme pensar… Salazar y yo tardaremos varias horas en negociar un acuerdo con los piratas. Eso os dará tiempo para construir falsos fondos a los barriles y a embrearlos para hacerlos impermeables. Llenaréis la mitad inferior de pólvora y la de arriba, de agua. Después, disfrazado de alguacil de agua, os quedaréis junto a ellos, para hacerlos estallar si los piratas no respetan el trato.

Trejo tragó saliva y asintió.

—¿He de pedirles a los carpinteros que me ayuden a construir los falsos fondos?

La dama meditó un instante.

—No, verlos en la bodega despertaría sospechas entre la tripulación. En cambio, maese Pedro y Alonso suben y bajan constantemente al sollado a coger grano. Ellos os ayudarán a trucar los barriles y a prenderlos si fuese menester.

—¿He de advertirles de que les puede costar la vida?

—No… de momento.

Ana admiró el ingenio de aquella mujer. En cambio, Alonso estaba angustiado. Si algo salía mal, sería el primero en saltar por los aires.

—Ordenad a la tripulación que se quede en cubierta —continuó la Adelantada—. Y advertid a maese Pedro y a su ayudante de que guarden silencio. Cuanta menos gente sepa de este plan, mejor. Algún cobarde podría tener la tentación de revelárselo a los piratas para congraciarse con ellos.

Trejo y Salazar asintieron.

VII
PIRATAS

Costa del golfo de Guinea. Finales de mayo del Año del Señor de 1550

M
ientras ayudaba a maese Pedro a construir falsos fondos para los barriles, Alonso se lamentó de que el destino le hubiera vuelto a jugar una mala pasada. Se temía que los piratas no respetaran el acuerdo e intentaran llevarse a las mujeres y a los marineros jóvenes para venderlos como esclavos y tuvieran que hacer estallar la pólvora. Quizá algunos tripulantes sobrevivieran a la explosión, pero el cocinero y él no tendrían ninguna posibilidad.

—Te veo preocupado, Alonso.

No podía decirle a maese Pedro la razón de sus temores, porque sería tanto como confesar que había espiado a la Adelantada.

—Un día u otro hay que morir —dijo el cocinero. Alonso se sorprendió de que hubiera adivinado el plan de doña Mencía—. Y cuando no hay otro remedio, toca resignarse. Pero… si hay otra salida…

—¿Cuál…?

Maese Pedro señaló las portañuelas abiertas al mar.

—¿No dices que sabes nadar? Puedes saltar por ahí antes de que hagamos estallar la pólvora.

—¿Y vos?

—A mi edad no es tan mala la muerte si el que muere hace lo que debe. Voy a proponerle al capitán Trejo que te quedes en la escalera, vigilando lo que hacen los piratas en cubierta. Así, podrás darnos la señal para que hagamos estallar la pólvora, si fuese menester. Me demoraré unos minutos en encender las mechas y tendrás tiempo de escapar.

—¡Gracias, maese Pedro! —musitó.

Mencía pidió a los frailes que la acompañaran al castillo de popa, donde las muchachas aguardaban petrificadas por el miedo.

—Hijas mías, voy a negociar con los piratas. Si llegamos a un acuerdo, os quitarán vuestras joyas, trajes y demás pertenencias. Pero no debéis resistiros, pues será a cambio de vuestra libertad, vuestro honor y vuestra vida. —Se humedeció los labios con saliva antes de continuar—. Ignoran que viajan tantas mujeres jóvenes en esta nave y no conviene que lo descubran hasta después de que hayamos firmado un acuerdo. Por eso, os ruego que no abandonéis esta estancia bajo ningún pretexto.

Siguió un silencio sepulcral. Hasta que fray Bernardo se adelantó unos pasos y dijo:

—Vamos a rezar un rosario para rogar a Dios Nuestro Señor que salgamos con bien de este trance, hijas mías.

—Yo dirigiré el rezo —añadió fray Juan mientras desenrollaba un rosario de pétalos de rosa que llevaba en la muñeca izquierda a modo de pulsera.

Cuando terminó el rosario, Ana se envolvió en una capa.

—¿Adónde vas? —susurró Isabelita al verla dirigirse a la puerta.

—Volveré enseguida.

—Mi madre ordenó que no saliéramos.

—Si me guardas el secreto, no se enterará.

En cubierta reinaba un silencio tenso. La nave pirata acababa de iniciar la maniobra de aproximación y los tripulantes del
San Miguel
la contemplaban con los rostros crispados, temiéndose que, en cualquier momento, un cañonazo los barriese de cubierta. Ana buscó un lugar donde ocultarse. Enfrente había un rollo de cuerda de gran tamaño y le pareció que cabría dentro. Al meterse, las cuerdas produjeron un ligero chirrido. Nadie se percató excepto el cocinero, que iba a coger un martillo. Se asomó dentro del rollo y sonrió al ver a la muchacha.

—¿No os dijeron que os quedarais en el camarote, Ana?

—No soporto estar encerrada sin saber qué ocurre, maese Pedro.

—¡Ay, vuestra curiosidad acabará por ser vuestra perdición! En fin, buscaré algo para que os tapéis.

Volvió con un trozo de lienzo del que se usaba para remendar las velas.

—¡Gracias, maese Pedro!

—¡Tened cuidado de que no os descubran!

Era un escondite estupendo. Podía escuchar y ver lo que sucedía con tan solo levantar un poco la tela o separar las cuerdas de arriba.

El capitán Salazar ordenó a sus hombres que preparasen un bote pequeño para ir a la nave pirata a negociar. Cuando estuvo listo se montó y, a continuación, lo hizo don Pedro de Burgos, el escribano real, que había de dejar constancia por escrito de la negociación. Entre los dos ayudaron a subir a la Adelantada.

Ana se sorprendió del rictus de amargura de Salazar.

—Veo que estáis espiando, como de costumbre. —Era Alonso.

Tenía que pararle los pies a aquel villano que le había perdido el respeto.

—¡Sois un impertinente!

—¡No alcéis la voz! Si todo sale mal, tengo un plan para salvarnos.

—¿Cuál…?

—Podemos saltar al mar por una de las portañuelas del sollado y alcanzar la costa a nado. Está a menos de una legua.

—No sé nadar.

¡Cómo se le había ocurrido que supiese hacerlo! Recordó que doña Mencía le había contado que Alonso había vivido entre infieles. Seguramente ignoraba que las damas cristianas eran más recatadas y no se bañaban por gusto, sino cuando era absolutamente preciso. ¡Ya le habría gustado saber nadar!

—Buscaré algo para que os mantengáis a flote; un remo o una tabla…

—Espero que no sea necesario; confío en que los piratas acepten el trato.

—Ojalá… pero si no lo hacen…

—Aunque lográramos llegar a la playa, no sobreviviríamos en la selva.

—Sé buscar raíces y frutos y también orientarme. Me han dicho que viajando hacia el norte hay una colonia portuguesa. Acabaremos por encontrarla. Hablo su lengua.

—Pero yo…

—Os presentaré como a un amigo. Tendréis que vestiros de hombre.

Ana se quedó pensativa. El plan era descabellado, pero quizá fuera la única posibilidad de salvarse. Aquel muchacho no estaba dispuesto a morir defendiendo su honor como su admirado capitán Salazar o el mismo Trejo. Pero a su manera plebeya, era valiente.

—¿Vendréis…?

—Sí—musitó, aunque no del todo convencida.

—Os traeré unas ropas de mancebo.

Al cabo de un rato, volvió con ropas de marinero: una camisa muy amplia y unas calzas largas. Ana las escondió dentro del rollo de cuerda y regresó al castillo de popa con el resto de las muchachas, pues, de momento, no había nada que espiar en cubierta.

Al atardecer, la nao de los piratas se puso de nuevo en movimiento y un murmullo de inquietud recorrió el
San Miguel
. La negociación había concluido, la suerte estaba echada. Solo quedaba esperar.

Ana volvió rápidamente al rollo de cuerda y se puso las ropas de hombre procurando no hacer ruido.

Cuando la nao pirata estuvo lo bastante cerca del
San Miguel
, los piratas lanzaron ganchos para mantener juntas las naves.

Ana vio, por entre las rendijas, que un grupo de piratas armados saltaba a la cubierta del
San Miguel
. Al frente de ellos iba un individuo con cara de pájaro y mirada astuta. Llevaba un sucio jubón de color esmeralda con deshilachados brocados de oro, calzas atacadas de seda amarilla con medias y ligas del mismo color. Al cuello, una cadena de oro del grosor de una cuerda de amarre y anillos en todos los dedos de las manos. Dedujo que era el jefe de los piratas. Varios de sus hombres se subieron a las jarcias del
San Miguel
para vigilar desde lo alto a la tripulación.

Un par de piratas ayudaron a la Adelantada y al escribano a saltar al
San Miguel
. Tan solo Salazar quedó en la cubierta de la nave enemiga.

«Lo quieren usar como rehén», dedujo Ana.

El capitán pirata, acompañado por seis de sus hombres, bajó al sollado. Ana imaginó que se disponía a evaluar el botín.

Tras media hora de angustiosa espera, el capitán subió del sollado y ordenó a sus hombres que comenzaran a trasladar la carga a su barco. A continuación, le indicó a doña Mencía que lo acompañase a recorrer el resto del
San Miguel
.


Abgig isa puegta
—ordenó al llegar al castillo de popa.

Las jóvenes, aterrorizadas, se pegaron contra los costados de la nao.

Doña Mencía les ordenó que abriesen.

El pirata lanzó una tremenda carcajada al verlas. Ellas gimieron de terror.

—Es una
temegidad viagag
con tantas damas a
bogdo, madame
—ironizó en un castellano nasal y desagradable el jefe de los piratas.

Ana se sorprendió de que supiera castellano. Aunque había oído en Sevilla que se hablaba en todas las cortes europeas, lo tomó por una exageración.

—Según el acuerdo que hemos firmado, os habéis comprometido a respetar la vida y el honor de todas las damas que viajan en este barco —recalcó la Adelantada.

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