Authors: David Leavitt
—Se me hace muy raro —dice— no conocer a Hardy. En definitiva, se podría decir que es la persona más importante de tu vida, ¿no?
—¿Tú crees?
—Bueno…
—Hardy es muy raro. ¿Sabes que Harry Norton me contó una vez (debió de ser hace un año, o año y medio) que Hardy estaba escribiendo una novela…, una novela de misterio en la que un matemático demuestra la hipótesis de Riemann, y entonces otro lo asesina y dice que la demostración es suya? Pero lo peor de todo es que Hardy la abandonó, según Norton, porque por lo visto estaba convencido de que yo me daría cuenta de que el personaje de la víctima estaba basado en mí.
—¿Y Hardy era el asesino?
—Norton no me comentó nada.
Anne apura su té.
—Qué pena que no la terminara. Seguro que habría tenido mucho éxito.
—Sólo si obviara toda la parte matemática.
—¿Y te habrías sentido ofendido si te hubieran matado?
—Al contrario. Me sentí halagado cuando Norton me lo contó.
Es hora de irse. Se levantan tranquilamente y salen de la tetería. Al principio, antes de que Anne se lo contara a su marido, había intriga y terror, el miedo al desengaño y la angustia de separarse. Ahora su aventura, de algún modo, forma parte del ideal de vida organizada de Anne, igual que su matrimonio. Se sobrentienden muchas cosas, aunque no se las mencione. Ella no quiere casarse con él. Y él, si ha de ser totalmente sincero al respecto, tampoco quiere casarse con ella. Porque, si se casara, tendría que dejar sus habitaciones de Trinity, su piano, sus grabaciones. Tendría que comprarse una casa, como ha hecho Neville, y decorarla, y contratar a una doncella y a una cocinera para que la llevaran.
¿Dónde encajaría su trabajo en una vida así? ¿Dónde encajaría Hardy?
Se despiden en la calle: un apretón de manos, un breve beso en cada mejilla, en los que no va implícita ninguna queja ni ninguna consternación, ninguna sensación de futuro incierto, sino más bien la serena conciencia de que se volverán a ver el próximo fin de semana en Treen, con las olas sonando de fondo y los niños en el piso de arriba. La ve alejarse de él por la acera y, cuando desaparece en la distancia, juraría que ha ido dejando un rastro de arena en su estela.
Esa noche, Littlewood llega tarde a cenar. En la mesa de honor Hardy le ha guardado un sitio vacío a su derecha. Sirven el plato de pescado. Otra vez el maldito rodaballo. Luego la carne. Lomo de venado. Más llevadero. Prueba un bocado, se pregunta por qué diablos se estará retrasando Littlewood. Y entonces entra Littlewood todo apurado, poniéndose la toga, y ocupa el sitio al lado de Hardy.
—Siento llegar tarde —dice.
—¿Qué ha pasado?
Un camarero sirve vino, le pregunta a Littlewood si quiere pescado.
—No, empezaré por… ¿qué es esto?
—Venado.
—Estupendo.
—¿Y?
—Me temo que va a haber problemas.
—¿Problemas de qué clase?
—He ido a ver al tipo del Ministerio de la India, y no está muy convencido.
—Mierda. Pues no será porque no puedan soltar unas cuantas libras…
—No, no es por el dinero. Antes de empezar a preocuparnos de eso, nos queda aún mucho recorrido. Es el indio. No quiere venir.
Hardy parece auténticamente sorprendido.
—¿Por qué demonios no?
—Escrúpulos religiosos. Por lo visto es un brahmín muy ortodoxo, y tienen una norma que les impide cruzar el mar.
—En mi vida había oído semejante cosa.
—Ni yo. Pero entonces Mallet (que es como se llama el tipo) me lo ha explicado. Parece que ven lo de cruzar el mar como una especie de profanación. Es como casarse con una viuda. Uno no quiere poner sus botas a secar en la rejilla de otra persona. Así que si te atreves a cruzar el mar, cuando vuelves a la India, eres persona non grata. Tus parientes no te dejan entrar en casa. No puedes casar a tus hijas ni ir a un funeral. Eres un sin casta.
—Pero Cambridge está lleno de indios. Está ese jugador de críquet…
—Evidentemente, es de una casta distinta. O, por lo menos, no es tan ortodoxo como nuestro amigo Ramanujan. Seguramente es un rico de Calcuta o de cualquier otra ciudad cosmopolita. Pero en el sur (al menos según el tal Mallet) se siguen aferrando a toda clase de tradiciones obsoletas. Tienen normas para todo. Cuándo comer, qué comer. Vegetarianismo estricto. Recuerda el motín de 1857, cuando aquellos soldados indios masacraron a los oficiales británicos porque no querían morder cartuchos engrasados con manteca de cerdo.
Hardy se queda mirando la carne de su plato con resentimiento, como si ella tuviera la culpa.
—Menuda locura tanta religión…
—Para él no, por lo visto.
Mastican en silencio, como rumiantes.
—Bueno, ¿y entonces qué? —pregunta Hardy tras una pausa—. ¿No hay nada que hacer?
—Probablemente, aunque no necesariamente…
—¿Qué quieres decir?
—Pues que, después de tener esa conversación, no me ha parecido mala idea invitar al tal Mallet a tomar una cerveza. Hemos seguido hablando, y me ha contado más cosas del caso. Le he preguntado cómo había averiguado todo eso, y me ha dicho que hubo una entrevista en Madrás con un tipo llamado Davies.
—¿Una entrevista con Ramanujan?
Littlewood asiente con la cabeza.
—Mandaron llamar a Ramanujan para que hablara con Davies, y él se llevó a su jefe de la Oficina de la Autoridad Portuaria, un viejo que al parecer es aún más ortodoxo que él. El caso es que da la casualidad de que Mallet conoce bastante bien al tal Davies. En sus propias palabras, Davies es «uno de esos tipos que van directamente al grano». Mallet se imagina que Davies se limitó a soltarles directamente la preguntita: «¿Quiere irse usted a Inglaterra?», y puso a Ramanujan entre la espada y la pared. Ramanujan muy bien podría haber dicho que no de corazón. Pero también podría haber dicho no automáticamente. O porque el viejo estaba con él, y no quería ofenderle dando la impresión de que consideraba siquiera la posibilidad.
—¿Y eso significa que se le podría hacer cambiar de opinión?
—A lo mejor. Desgraciadamente, tus buenos oficios están jugando en nuestra contra. Desde que le escribiste (porque le escribiste) su situación ha mejorado notablemente. Por lo visto, algunos de los oficiales británicos de allí se las dan de matemáticos aficionados, así que cuando se enteraron de que, por así decirlo, le habías dado tu
imprimátur
, llevaron tu carta a la universidad y armaron jaleo para que se dieran cuenta de que, si la universidad no se andaba con ojo, la India iba a perder un tesoro nacional. Y la universidad capituló con la sola mención de tu nombre. ¿Sabías que tenías semejante poder?
—Ni la menor idea. ¿Y cómo quedó la cosa?
—Le han concedido una beca de estudios y ha dejado su empleo en la Autoridad Portuaria.
—¿Cuánto le han dado?
—Mallet no lo sabía. Seguramente es una miseria comparado con lo que se suele dar aquí. De todos modos, lo suficiente para que siga adelante. Tiene una familia que mantener. Padres, hermanos, abuela… Y por supuesto esposa.
—¿Está casado?
Littlewood asiente.
—Ella tiene catorce años.
—Cielo santo.
—Allí es lo normal.
Hardy aparta su plato a pesar de que Littlewood sigue masticando. Ahora mismo no le apetece el venado.
—¿Qué vamos a hacer entonces?
—Pues tendrá que ir alguien a la India a convencerle —dice Littlewood—. ¿Algún voluntario?
Hardy se queda callado.
—En ese caso —dice Littlewood con la boca llena de carne—, nuestro amigo Neville lo va a pasar mucho peor de lo que pretendía.
Después de cenar, Hardy le escribe a Neville, que les invita a él y a Littlewood a tomar el té el sábado siguiente. Neville lleva cuatro meses casado, y acaba de mudarse con su nueva esposa a una casa de Chesterton Road, cerca del río. Su cuarto de estar tiene algo del aspecto relamido de un espacio recién amueblado, en este caso en un estilo esteticista, con el papel pintado de William Morris en morado oscuro y azul marino y un aparador lacado en negro a
La japonaise
. En el centro de la habitación hay un canapé de roble con respaldo de tablillas y mesitas adosadas a los lados. Probablemente un Voysey. Hardy y Littlewood se quedan mirándolo respetuosamente, y luego optan por un par de sillones tapizados a juego que parecen arrugarse ante el canapé como solteronas victorianas ante un cuadro neoexpresionista. Sin duda, igual que el piano pegado a la pared del fondo, son heredados.
En la mesa del medio hay un montón de libros: la última novela de H. G. Wells,
Las aventuras de Alicia en El País de Las Maravillas
y un libro en alemán sobre las funciones elípticas. Por las ventanas abiertas llegan ráfagas de olor a rosas, así como los humos de los coches que de vez en cuando pasan por Chesterton Road.
De pronto aparece una criada rellenita.
—Los señores bajarán enseguida —dice, antes de ir bamboleándose hasta la cocina a buscar el té. Como si él y Littlewood, piensa Hardy, fueran un matrimonio mayor que hubiera venido a visitar a los recién casados. ¿Y por qué no? Dadas las circunstancias, tiene su lógica haberlos invitado juntos. Hace poco un conserje se acercó hasta él rascándose la cabeza, porque había recibido una carta dirigida al «Profesor Hardy-Littlewood, Trinity College, Cambridge».
Pero no precisamente de la India. Esta vez no.
Mientras esperan, no dicen nada. Littlewood tiene las piernas cruzadas y no para de hacer girar el pie, ceñido en su lustroso zapato, en el sentido de las agujas del reloj.
—¡Herbert, entra! —grita una voz, y Hardy oye caer una pelota, y los pasos de un niño cuando la pelota se mete rodando en la casa.
Y entonces, de repente, se oyen ruidos por todas partes. La criada sale de la cocina, sosteniendo el juego de té en una bandeja, y Neville y su esposa descienden por esa escalera que cruje. Hardy y Littlewood se levantan. Se dan todos la mano, y luego se sientan, los Neville enfrente de sus invitados, en el canapé de roble. Alice Neville tiene el pelo rojizo, encrespado, recogido en un moño y un poco húmedo. Le sobresalen mechones sueltos en algunos sitios, como rebelándose contra las horquillas que pretenden impedírselo. Lleva un traje de terciopelo que no contribuye mucho a disimular el tamaño de su pecho, y desprende el mismo perfume a violetas de Parma que la madre de Hardy.
Neville se sienta más cerca de su esposa de lo que lo haría un hombre que llevase casado más tiempo. Tiene veinticinco años, los hombros encorvados y una cara ovalada sobre cuya frente despejada le cae el pelo amontonado a la derecha de una raya en zigzag. Es tan corto de vista que, a pesar de las gafas, tiene que entrecerrar los ojos. Cuando la criada les sirve las tazas, le echa a Hardy una sonrisa con los labios apretados que es a la vez distante y bonachona, astuta pero totalmente desprovista de ironía. Porque hay que añadir algo sobre él: a diferencia de Littlewood o Bohr o, ya puestos, cualquier otro gran matemático que Hardy conozca, es feliz. Casi despreocupadamente feliz. Tal vez por eso nunca llegará a nada. No le gusta la soledad, y mucho menos sufrir. Le gusta demasiado el mundo.
—Bueno, he leído las cartas —dice—, y está claro qué es lo que les ha emocionado a ustedes tanto.
—¿De verdad? —exclama Littlewood—. Me alegro mucho.
—Han sucedido unas cuantas cosas más desde la última vez que hablamos —dice Hardy.
—Ah, gracias, Ethel. —Neville acepta una taza.
Littlewood repite lo que le contaron en el Ministerio de la India sobre la prohibición brahmín de cruzar los mares.
—Ah, sí —dice la señora Neville—. Recuerdo haber leído algo sobre eso. Mi abuelo estuvo en la India. Gracias, Ethel.
—Alice va a venir conmigo a Madrás —anuncia Neville orgullosamente.
—Estoy muy emocionada con la idea. Tuve una tía que era una auténtica aventurera, se fue de safari a África y cruzó la China entera por su cuenta y riesgo, sólo con una amiga.
—Su presencia en Madrás, señora Neville, puede que sea inestimable —dice Littlewood, inclinando un poco la cabeza por encima de su taza de té.
Ella se pone colorada.
—¿Mi presencia? Pues no sé cómo… No soy matemática.
—Pero estarán ustedes dos allí para hacer de emisarios… Y, si me permite que se lo diga, una cara bonita puede ser muy importante.
—Vamos, Littlewood, que yo no soy tan feo —protesta Neville.
—Dejemos que su atractivo lo juzguen las mujeres.
—De todas formas —dice Hardy— no estamos muy seguros de si decía en serio que no podía venir. Quizá tuviera miedo de ofender a los ancianos de la tribu, por así decirlo.
—Pero lo que cada vez está más claro es que Ramanujan es, como mínimo, bastante…
—…sensible.
—Bueno, ¿y qué podemos hacer?
—Conocerlo en persona. Ver si es auténtico y, si lo es, intentar convencerlo de que venga.
—¿Pero cómo? Si su religión no se lo permite…
—Tenemos razones para pensar que sería mucho más flexible sobre el tema religioso de lo que creen las autoridades locales —dice Hardy.
—¿Está casado? —pregunta Neville.
—Sí. Su mujer tiene catorce años.
—¡Catorce años! —dice Neville—. Aunque se supone que eso es lo corriente en la India…
—Normalmente la boda se celebra cuando los novios tienen nueve —dice la señora Neville—. Pero luego la novia se queda con su familia hasta la pubertad.
—¡Menuda idea! —Neville le pasa un brazo a Alice por los hombros—. El único problema, Alice, es que cuando nosotros teníamos nueve años, seguramente habría salido corriendo al verte. A ti o a cualquier chica.
—Me habrías odiado cuando tenía nueve años. Era un manojo de palos con coletas.
—Como iba diciendo Littlewood —dice Hardy—, desde que le escribí a Ramanujan, su situación ha mejorado. Aun así, no tiene nada que hacer allí. Necesita estar en un sitio donde haya hombres con los que pueda trabajar. Hombres de su talla. O tal vez debería decir hombres que se aproximen a su talla.
Neville alza las cejas.
—Menudo elogio —dice—. Bueno, pues haremos todo lo que esté en nuestras manos.
—Sí —dice la señora Neville—. Estoy deseando conocer al señor Ramanujan. Y puede que incluso a la señora Ramanujan.
—¿A la madre?
—A ella también.
Neville se ríe y le da un beso a su mujer en la mejilla.