El contable hindú (17 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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«Soy reacio a entrometerme en una discusión sobre asuntos de los que no tengo un conocimiento experto», escribí, «y debería haber contado con que la sencilla cuestión que quiero plantear debe de resultarles familiar a los biólogos». No era el caso, evidentemente; a pesar de que, tal como yo decía, «unas pocas matemáticas del nivel de la tabla de multiplicar» bastaban para demostrar que Yule estaba equivocado y que, en realidad, la proporción se mantendría estable.

Para mi sorpresa, esa cartita me hizo famoso en los círculos de la genética. Los especialistas comenzaron a referirse enseguida a mi carta como «la ley de Hardy», lo que me incomodaba en parte porque jamás en mi vida había deseado que me honraran poniéndole mi nombre a algo tan monolítico como una ley, y en parte porque esa ley en concreto venía lastrada por una teoría que se ha empleado con la misma frecuencia tanto para defender la existencia de Dios como su inexistencia.

Aun así, tenía una razón para sentirme orgulloso. En el curso de los años, había leído muchos artículos de periódico condenando abiertamente lo que los médicos acababan de empezar a llamar «homosexualidad», lamentándose de su prevalencia y vaticinando que, si aquella «disposición» ya en aumento continuaba «expandiéndose», la propia especie humana correría el riesgo de extinguirse. Claro está que, en mi humilde opinión, la extinción de la especie humana es enormemente deseable, y no sólo beneficiaría al planeta, sino a otras muchas especies que lo habitan. En cualquier caso, el matemático que llevo dentro no podía evitar pegar un respingo ante la falacia que se escondía tras aquella advertencia. Era la misma falacia que la ley de Hardy había echado por tierra. Del mismo modo que, si Udny Yule estaba en lo cierto, acabaría habiendo más braquidáctilos que personas con los dedos normales, si esos artículos también lo estaban, el número de invertidos pronto sobrepasaría el de los hombres y mujeres normales, cuando la verdad era, naturalmente, que la proporción seguida siendo la misma.

Aunque todo eso, en última instancia, no viene al caso: el caso realmente importante, el que Ramanujan comprendió mejor que cualquiera de nosotros.

Cuando un matemático trabaja (cuando, tal como yo lo veo, «se mete» en su trabajo) entra en un mundo que, a pesar de todas sus abstracciones, le parece muchísimo más real que ese en el que come, habla y duerme. Y ahí no le hace falta ningún cuerpo. El cuerpo, con todas sus flaquezas, es un impedimento. Fue una tontería por mi parte, ahora lo veo claro, molestarme siquiera en intentar explicarle el
tripos
a O. B. Las analogías tienen sus limitaciones, y en matemáticas enseguida llegas a un punto en el que las analogías no sirven de nada.

Ése fue el mundo en el que Ramanujan y yo fuimos felices: un mundo tan lejos de la religión, la guerra, la literatura, el sexo, incluso la filosofía, como de la fría habitación en la que, durante tantas mañanas, me preparé para el
tripos
bajo la tutela de Webb. Desde entonces, he sabido de matemáticos encarcelados por disidentes o pacifistas, que luego han saboreado la extraña soledad que les proporcionaba la prisión. Para ellos la cárcel suponía una tregua en el hecho de tener que alimentarse, vestirse y ganar dinero para después gastarlo; una tregua incluso en su vida, que para los verdaderos matemáticos no es lo importante, sino más bien una molestia.

Una pizarra y una tiza. Eso es lo único que hace falta. Ni pianos, ni dedales, ni clavos, ni cacerolas. Tampoco martillos pesados. Y desde luego, nada de biblias. Una pizarra y unas cuantas tizas, y el mundo (el verdadero mundo) es tuyo.

6

Hace tres días se celebró el Año Nuevo de 1914, y Alice Neville (de veinticuatro años y recién llegada a Madrás) está sentada a solas en el comedor del Hotel Connemara, peleándose por una rebanada de cake con un cuervo. Detrás de ella, un camarero con turbante intenta apartar al cuervo con un abanico de plumas, para que salga por la ventana por donde ha entrado volando. Aunque, cada vez que el camarero trata de ahuyentarlo, el cuervo aletea en espiral hasta el techo. Luego, tan pronto el camarero se da la vuelta, baja de nuevo para intentar comerse el cake. Parece que le hace gracia el juego. Y al camarero también, porque blande el abanico como si fuera una espada. E incluso a Alice, que trata de no echarse a reír. Cerca, en una mesa redonda demasiado grande para ellas, tres señoras inglesas con sombreros adornados con elaborados motivos florales entrecierran los ojos en señal de desaprobación, angustiadas al ver a Alice bromeando con el cuervo y el camarero. Entonces un segundo cuervo entra por uno de los ventanales, y apunta con precisión de gladiador a su mesa. Inmediatamente, las tres se levantan y se ponen a chillar. Van vestidas, observa Alice, a la moda de hace veinticinco años: cinturas altas fajadas en corsés, complicadas faldas con el dobladillo un centímetro por encima del tobillo. Alice, por el contrario, lleva un vestido vaporoso de color jade que roza el suelo. Y zapatos bajos. («Los tacones son una lata cuando vas de viaje», le dijo su tía Daisy). Y nada de corsés ni de sostenes. Aún lleva el pelo mojado del baño y sin cubrir por ningún sombrero; y lo que quizá resulta más escandaloso de todo, está sentada a solas en una estancia donde todos los demás ocupantes, a excepción de las tres señoras, son hombres. Pero Alice es mejor chica de lo que finge ser; por ejemplo, nunca se ha acostado con otro hombre aparte de su marido, y tampoco tiene ninguna intención de hacerla. Aun así, le hace cierta gracia epatar.

Ahora se lleva un cigarrillo a la boca y el camarero, antes de que le dé tiempo a pedírselo, se inclina para encendérselo. Su cercanía le provoca un ligero estremecimiento de placer que no se esfuerza en disimular. Al fin y al cabo, el camarero es guapo y moreno, y va vestido con un traje blanco y fajines rojos y dorados. Sus atenciones para con ella deben de escandalizar al trío de damas. Sin duda, ya han etiquetado a Alice como una «mujer de ahora», a pesar de que las «mujeres de ahora» en Inglaterra ya no son nada de ahora. De hecho, esa expresión está bastante demodé. Aunque, suponiendo que estas señoras hayan vivido toda su vida, o gran parte de ella, en la India, es de esperar que estén un poco anticuadas. Además, que ellas sepan, podría ser una aventurera que está documentándose para un relato de viajes, como la escritora que se llama a sí misma «Israfel», y cuyo libro sobre la India descansa abierto sobre la mesa de Alice, al lado de la disputada rebanada de cake. Israfel escribe haciéndose pasar por un hombre. (Alice sabe que es una mujer sólo por la tía Daisy, que se mueve en los mismos círculos que la autora del seudónimo). Para Israfel, los angloindios son despreciables «simios de marfil» con semblante de «arenques ahumados o lenguados cocidos». La típica mujer de las colonias «no ha leído nada, ni ha pensado nada, ni se ha enterado de nada; y ese dichoso estado de vacuidad, en vez de hacerla encantadora, la hace sencillamente aburrida». Por el contrario, ¡cuán respetuosamente describe Israfel a la mujer india «con sus llamativos saris, sus ajorcas de plata tintineando perezosamente en los miembros oscuros, sus clavitos de plata en la nariz, y sus conmovedores ojos brillantes orlados de kohl»! Israfel se maravilla ante «la falda fastuosamente adornada con bisutería» de una bailarina. Y se pregunta: «¿Creen que sería capaz de llevar un flequillo falso y zapatos de tacón?»

Alice, desde luego, nunca llevaría un flequillo falso o zapatos de tacón. Como la tía Daisy, es una defensora de la reforma en el vestir. Porque, si una mujer llevase tacones, ¿cómo podría vagabundear por Madrás, tal como Alice piensa hacer y ya habría hecho, si el director del hotel no le hubiera insistido tanto en que fuese montada, en cambio, en un gharry conducido por un criado del hotel, un hombre llamado Govindran, tan oscuro y escuálido como su caballo? «Es peligroso que una dama inglesa ande sola por Madrás», le dijo el director, y se la encomendó a Govindran, demasiado feo y piadoso, supuestamente, para representar alguna amenaza. Así que no ha explorado Madrás sola y a pie, como esperaba, sino en un carruaje tambaleante conducido por un viejo con un sucio turbante que (cuando ella le dice que quiere bajarse para echar un vistazo y arrastrar las faldas, al menos un momento, por la porquería de la India) se agacha en el suelo al lado de su vehículo y mastica una hoja que le deja manchados de rojo sus escasos dientes. Govindran es su compañero más entrañable en este viaje, más incluso que el camarero que la defiende de los cuervos, y más también que Eric, al que apenas ha visto desde su llegada. Cuando le hace una pregunta a Govindran, él le dice que sí o que no con la cabeza, pero la menea de una forma que no parece ni una cosa ni la otra. En su compañía ha contemplado templos piramidales decorados con bajorrelieves de auténticas multitudes: dioses, caballos, elefantes…, primorosamente pintados. Con una soltura pasmosa, incluso con lasitud, la ha llevado de acá para allá entre los veloces y descalzos wallahs de los rickshaws (por lo visto cualquiera que haga algo en la India es un wallah), la ha alejado de los tirones de los niños mendigos que meten la mano dentro del carruaje para coger lo que pueden, y se ha abierto camino en las aglomeraciones de seres humanos y de vacas (estas últimas adornadas normalmente con más colores que los primeros) como si fuera Moisés dividiendo las aguas del Mar Rojo. Una vez se detuvieron y se quedaron mirando cómo una vaca atada a un poste, y engalanada con joyas y campanillas, se comía plácidamente su heno. De su trasero iban cayendo despreocupadamente boñigas de hierba, y entre sus patas brotaba un chorro de orina de una sorprendente acritud que salpicaba el polvo del suelo. Por todas partes en Madrás hay boñigas de vaca que uno tiene que sortear con cuidado, y charcos de orina de vaca que, según Eric, la gente de allí mezcla con leche para luego bebérsela.

En cuanto a Eric, se pasa el día fuera dando sus conferencias en el rectorado de la universidad. Al igual que la mayoría de los edificios ingleses de Madrás, es enorme, ostentoso y, en opinión de Alice, feo como sólo puede serlo la arquitectura victoriana. ¡Prefiere con creces las estrechas calles de Triplicane, el templo Parthasarathy con sus decorativas deidades como de repostería, y las casas bajas y las puertas en las que pintan cruces torcidas para atraer la buena suerte! Esvásticas, las llaman. Sabe que ése es el barrio donde vive Ramanujan, tal vez tras una de esas puertas marcadas con una esvástica. El rectorado, en cambio, es una mezcolanza victoriana que combina sin ton ni son chapiteles a la italiana con cúpulas y minaretes en forma de cebolla. Sus muros son de sólido ladrillo rojo inglés, y aunque hay algún guiño a lo indosarraceno (en el inmenso vestíbulo central los pilares de piedra tienen deidades y animales tallados, como las fachadas de los templos), el resultado final es semejante al del cuarto de estar de su abuelo, donde las alfombrillas indias que se trajo a casa de su temporada en Jaipur servían de base a un abigarrado conjunto de taburetes, guardafuegos de terciopelo y voluminosos aparadores atiborrados de porcelanas Royal Worcester. En esa habitación había por todas partes jarras de cerámica y cortinajes con volantes y antimacasares de encaje ya amarillentos a causa de años y años de aceite para el pelo. El papel pintado, con un estampado de pensamientos, desprendía un vago pero persistente olor a ternera cocida. En su diario, Alice ha escrito: «El cuarto de estar de mis abuelos era el típico ejemplo del colonialismo británico, el botín expoliado sometido a lo que se había acumulado encima, para convertirlo en algo corriente». Sueña con ser escritora. Sueña con ser una segunda Israfel.

Por fin parece que los camareros han conseguido echar a los cuervos del comedor. (¿Por qué el hotel no se limita a poner cortinas de abalorios?) Las señoras angloindias están de pie, sin saber qué hacer, junto a su mesa; por lo visto, durante el alboroto han tirado una taza de té, y ahora varios camareros están poniendo manteles y servilletas limpias y sacando la vajilla de plata. Por su aspecto, dos de ellas deben de andar por los cincuenta y muchos años, pero la tercera tendrá la edad de Alice o incluso menos. Ay, pone la misma expresión de censura que las dos mayores. A través de sus gafas, escruta a Alice con un desprecio evidente, ante el que ella reacciona pidiendo descaradamente algo de beber. El camarero al que ahora considera suyo le trae una copa de jugo amarillo sobre trocitos de hielo.

A pesar de que sea enero, a pesar de los abanicos y los ventanales abiertos, el aire es sofocante. Da un sorbo; algo viscoso le resbala por la garganta, agrio y casi insoportablemente dulce a la vez. Aparte de Alice y las señoras, el comedor está casi vacío, lo que no resulta muy sorprendente. En definitiva, ¿quién iba a querer participar en un té vespertino con un tiempo tan bochornoso? De los pocos hombres repartidos por la estancia que leen el periódico, ninguno bebe té. Solamente las damas. Están untando sus bollos de mantequilla. «Hoy en día algunas mujeres no se visten», ha escrito Israfel. «Se empaquetan». Las compañeras de Nice, en palabras de Israfel, están «empaquetadas como cuando el lacayo necesita sentarse en la tapa para cerrar los baúles con llave». Seguro que toman pescado y cordero asado de cena. Anoche ella misma le pidió al chef que les preparase un plato autóctono a Eric y a ella («lo que tome la gente de aquí», fue como se lo dijo), pero el chef, cuya piel morena le hizo suponer tontamente que era indio, resultó ser italiano, así que les sirvieron unos espaguetis.

Ahora, del bolso que descansa junto a su silla, saca una hoja de papel y una pluma. Espera que sus compañeras piensen que está escribiendo un capítulo de su libro de viajes, un capítulo sobre ellas, cuando en realidad se trata de una carta a una amiga.

Querida señorita Hardy:

Con toda probabilidad mi marido ya se ha puesto en contacto con su hermano. No obstante, confío en que no le moleste que le escriba para informarle personalmente de que hemos llegado a Madrás sanos y salvos. A pesar de que el tiempo que usted y yo pasamos juntas, en las semanas previas a mi partida, fue breve, le puedo asegurar que desde el momento en que nos conocimos sentí por usted un cariño de carácter fraternal.

¿No será un poco exagerado? Lo cierto es que, a primera vista, Gertrude la puso un poco nerviosa, sentada como estaba con las piernas recogidas sobre la silla de caña de su hermano, la falda oscura estirada hasta los tobillos, con una gata blanca en el regazo. Estaba fumando, echando anillos de humo hacia el techo con una dejadez estudiada. Llevaba el pelo largo trenzado y repartido en distintas zonas, sujetas en su sitio gracias a un complejo y eficaz conjunto de horquillas. Cuando Hardy las presentó («La señora Neville y el señor Neville, mi hermana, la señorita Hardy»), Gertrude estiró las piernas y se levantó; era aún más delgada que su hermano y un poco más alta. Toda huesos. Lo bastante flaca para que Nice se avergonzara de sus caderas sin encorsetar, la leve redondez de su vientre, la impropia protuberancia de sus senos. Aunque lo que resultaba más inquietante de Gertrude (Nice se percató en ese momento) era su ojo izquierdo. No se movía a la par que el derecho.

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