El contable hindú (44 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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—Oye —le dijo Hardy—, ¿no te hace falta algo de…? —Y echó la mano al bolsillo. Thayer le paró la mano, y negó con la cabeza—. Por favor —dijo Hardy.

—No —dijo Thayer. Y le tendió la mano. Se la estrecharon virilmente. De repente Thayer lo atrajo de nuevo hacia él, y esta vez lo besó con tanta fuerza que le hizo sangre—. Chao —fue su última palabra, además de un saludo militar, antes de dar media vuelta y bajar cojeando las escaleras.

Y la cosa se repitió dos veces. Entonces ayer llegó otra carta, y ya se han intercambiado telegramas. Hoy la cita es a las dos en punto, y Hardy está deseando llegar al piso para hacer la cama y prepararse antes de que llegue Thayer.

Ramanujan le ha pegado la costumbre de ir a todas partes en metro. Ahora lo coge en Russell Square y va hasta South Kensington en la línea de Piccadilly; luego hace transbordo a la de District, que lo lleva hasta Victoria. En la estación compra un paquete de galletas (Bath Oliver, porque sabe que son las que más le gustan a Thayer), aparte de unas flores para ponerlas en el jarrón de la mesa de la cocina. Hace una tarde soleada pero fría, y aunque la perspectiva de ver a Thayer le llena de lo que tranquilamente se podría llamar alegría, la conciencia de los problemas del mundo, de su vida, de la vida de Littlewood, le entristece un poco. Cada vez más, parece que sólo tiene estos breves momentos, y luego vuelven los problemas. Y lo que acrecienta su alegría al ver a Thayer (siempre que lo ve, de hecho) es evidentemente el milagro de que Thayer aún no esté muerto.

Están floreciendo algunos crocos en Russell Square. Quitándose los guantes, se agacha y coge unos cuantos, que añade al ramo que ha comprado, y después sube las escaleras del piso pegando botes. Va silbando. ¿El qué? Alguna tontería, algo que debe de haber escuchado en la radio en alguna parte:

Como al Káiser Bélgica ha machacado
y Europa le ha dado unos buenos palos,
ahora le duele al sentarse en el trono.
Pero, cuando John Bull empiece a darle,
nunca en la vida volverá a sentarse.

Mira el reloj. La una y media. Sólo le queda media hora, entonces, hasta que Thayer llame al timbre.

Abre la puerta. Una mujer grita. Desde el umbral de la cocina, Alice Neville se queda mirándolo con la mano en el pecho.

12

—Santo Dios —dice Hardy.

—Me ha dado un susto de muerte —dice Alice.

—¿Qué hace usted aquí?

—¿No se lo ha dicho Gertrude?

—¿Qué tenía que haberme dicho?

—Que estaba yo aquí.

—Pues claro que no.

—Desde la semana pasada —dice Alice—. Me dijo que le escribiría para decírselo…

—Gertrude sabe perfectamente que no siempre leo sus cartas. —(Es cierto: un efecto colateral de trabajar con Littlewood.) Alice se echa a llorar en silencio.

—La avisé de que esto podía ocurrir —dice—. Le dije que a usted no le gustaría cuando se enterara.

—Por el amor de Dios…

—Pero ella me contestó que el piso era de los dos, así que mientras durmiera en su cuarto…, y como usted sólo venía los fines de semana, y yo los fines de semana me vuelvo a Cambridge…

—No sólo vengo los fines de semana. ¿De dónde se ha sacado semejante cosa? —(Pero es cierto que, la última vez que la vio, le dijo a Gertrude que sólo iba a Londres los fines de semana.)

—Entonces pregúntele a Gertrude.

—Cielo santo, pare ya de llorar.

Pero ella no para. Saca un pañuelo del bolsillo y se lo lleva a la nariz. Y mientras tanto, absurdamente, Hardy continúa de pie en el vestíbulo, con la puerta abierta y los vecinos, al parecer, escuchándolo todo.

—No hace falta que se ponga así. Por favor…, deje de sollozar. —Cierra la puerta a su espalda, cuelga el abrigo en la percha, pasa a su lado, entra en la cocina y deja las flores, en su húmedo envoltorio de papel de periódico, sobre la mesa—. No soporto los llantos.

—¿Y cómo cree que me siento? Estaba aquí, ocupada en mis propios asuntos, y de repente se abre la puerta de golpe y usted… Podría haber estado en bata.

—Menos mal que no estaba.

Se sienta. Ella sigue de pie.

—¿Pero qué hace aquí, de todas formas? —le pregunta.

—Trabajo para la señora Buxton —responde ella.

—¿La señora Buxton?

—Las «Notas de la Prensa Extranjera» en la Cambridge Magazine. Soy una de las traductoras.

—¿De qué idioma?

—Del sueco y del alemán.

—¡Del sueco! ¿Y dónde demonios aprendió usted sueco?

—En Suecia, precisamente. Pasé algún tiempo allí de niña. Mi madre es medio sueca. También hablo francés, pero la señora Buxton necesita que la ayuden más con el sueco que con el francés, porque publica más cosas de la prensa alemana y le sobran traductoras de francés. Gertrude también trabaja para ella. Gertrude traduce del francés.

—No tenía ni idea.

—Si se hubiera molestado en leer sus cartas, estaría al tanto de todo.

Hardy mira la mesa. Ahora que entiende por qué se encuentra Alice en Londres, se avergüenza un poco de su reacción al topársela en el piso. Al fin y al cabo, no puede menos que admirar a la señora Buxton. Su columna en la revista es prácticamente el único sitio donde se puede leer lo que está pasando realmente en el mundo. «Un señora muy valiente», dijo Russell una noche en el Hall, «y que está haciendo una gran labor, dándonos una alternativa a esas inmundicias del Times.» Así que Alice trabaja para la señora Buxton…, pues bravo por ella.

—¿No se va a sentar? —le pregunta.

—No, gracias.

—O puedo preparar un té.

—También puedo prepararlo yo.

—Lo prepare quien lo prepare, nos vendría bien a los dos.

—Ya lo hago yo. —Alice se acerca a la cocina, donde llena el hervidor; así que la feminidad triunfa sobre la propiedad.

—¿Y dónde hace todas esas traducciones? —pregunta tras unos instantes de silencio.

—La mayoría aquí —dice ella. Ahora ya tiene los ojos secos—. Aunque normalmente las mañanas las paso en Golders Green. Que es donde viven los Buxton, en Golders Green. Es su cuartel general. Voy y recojo los artículos que la señora Buxton me ha asignado, y luego o trabajo allí (si hay sitio, porque puede estar abarrotado) o cojo mi trabajo y me lo traigo aquí. He puesto una mesa en el cuarto de Gertrude. Con los diccionarios.

—¿Quiere decir que se pasa aquí toda la semana? ¿Y cuánto tiempo lleva así?

—Sólo una semana. Todos necesitamos trabajar, señor Hardy. Sobre todo en un momento tan malo.

—Ya, ¿pero a Neville qué le parece que se ausente usted?

—Lo entiende. Tengo que hacer algo.

—¿Pero no le importa que no esté usted allí?

Ella se limpia las manos con un trapo de cocina.

—La verdad, señor Hardy, me parece que no hay ninguna necesidad de que me suelte esas indirectas tan poco sutiles —dice—. Es evidente que mi presencia aquí le desagrada. Así que será me…

—No, no es eso.

—…así que será mejor que, en cuanto pueda, me busque otro sitio. Sin embargo, dada la hora que es, y teniendo en cuenta que la revista entra en prensa mañana y que debo entregar un artículo bastante temprano, espero que me dé permiso para pasar una noche más bajo su techo.

—Por mí no hay inconveniente, de verdad…

—En el cuarto de su hermana, claro, por el que debería añadir que pago un alquiler.

—Por favor, señora Neville. No hay inconveniente en que se quede. No quería decir eso… Sólo que yo también me he llevado un susto al verla aquí. No…, no me lo esperaba.

Ella se queda junto a la cocina, con la espalda derecha, y el hervidor se pone a silbar.

—Huelga decir que ni se me ocurriría hacer nada que interfiera con su libertad o pueda molestarle.

—No me está usted echando. Gertrude tiene razón, normalmente sólo paso aquí los fines de semana. Hoy es una excepción. Y, por supuesto, soy un gran admirador de la señora Buxton (todo el mundo admira a la señora Buxton) y quiero hacer lo que esté en mi mano para ayudarla, y también a usted, en ese esfuerzo tan noble.

—Por el que, ni que decir tiene, no recibimos ninguna compensación económica.

—Ni que decir tiene, en efecto.

—Pues es un alivio que lo vea usted de esa forma. —Apaga el hervidor y vierte el agua caliente en la tetera—. Y tampoco hace falta decir, señor Hardy, que intentaré no estorbarle. En cuanto me haya tomado el té, me encerraré en el dormitorio de Gertrude. Haré menos ruido que un ratón. Ni siquiera se dará cuenta de que estoy aquí.

De repente, suena el timbre. Hardy se sobresalta.

—Dios mío —dice.

—¿Qué pasa? —pregunta Alice.

—Una amistad… Había quedado con ella. Me había olvidado.

—Pues hágala pasar. ¿O prefiere que yo…?

—No, ya voy. No se preocupe. —Casi echa a correr hacia la puerta y llega antes que ella—. Es sólo una cosa que tenían que traerme, ya la cojo abajo. —Y, cerrando la puerta a su espalda, baja corriendo hasta el portal, y abre la puerta principal, donde se topa con Thayer, radiante, sonriendo bajo la lluvia. Con la lluvia en el pelo.

—Thayer —dice.

—Hola, Hardy —dice Thayer, y está a punto de entrar cuando Hardy le impide el paso.

—¿Qué pasa?

—Me temo que… —Hardy sale afuera, cerrando la puerta tras ellos—. Me temo que ha habido una especie de malentendido —dice, bajando la voz—. Verás —se inclina hacia él para poder susurrárselo—, es que comparto el piso con mi hermana, y bueno, sin decirme nada, se lo ha prestado… a una amiga suya que va a pasar la noche en su cuarto. Así que no estoy solo. Hay una señora arriba.

Una sombra cruza la cara de Thayer.

—Ah, ya entiendo —dice—. Una señora.

Hardy asiente y niega con la cabeza a la vez; sin ser consciente, luego se dará cuenta, de que está imitando a Ramanujan.

—Te estoy diciendo la verdad —dice—, es una amiga de mi hermana. De Cambridge. Trabaja en Londres, y Gertrude, sin decirme nada…

—Pues menudo fastidio, ¿no? Y pensar que he venido en tren desde Birmingham sólo para…

—Lo siento. Lo siento muchísimo. Si hubiera tenido la menor idea de que ella estaría aquí…

—Ya. — Thayer vuelve a sonreír, pero esta vez su sonrisa es burlona—. Bueno, pues es lo que hay… Chao.

Se vuelve. Hardy le pone una mano en el brazo.

—Espera —dice—. Si me esperas un momento (déjame pensar). Podemos ir a otra parte. Nos podríamos encontrar más tarde en… un hotel.

—¿Un hotel? ¿Pero qué te has creído? ¿Que soy una puta?

—No es eso.

—Podrías haber dicho: «Lo siento, Thayer, está aquí una
amiga de mi hermana
, y debido a esa
amiga de mi hermana
me temo que no puedo ofrecerte más que una taza de té, sube, siéntate hasta que entres en calor y déjame que te presente a la
amiga de mi hermana
antes de volver a subirte al tren.

—Lo siento.

—«Querida
amiga de mi hermana
, éste es Thayer, del primer regimiento de West Yorks. Thayer, ésta es la
amiga de mi hermana
.» «¿Qué tal está usted?» «¿Y usted?» En cambio has dicho: «Me da vergüenza que te vean, espérame aquí en la calle y luego nos encontramos en un hotel.»

—No es para ponerse así.

—No me jodas.

—Espera, por favor… Lo siento. Debería haberte dicho eso. Pero ni se me ha ocurrido. Claro que puedes subir. —Tose—. Vamos a partir de cero, Thayer, sube, por favor, y…

—Demasiado tarde.

—¿No vas a subir a tomarte un té?

—Malditos ricos, nunca entendéis nada, ¿verdad? No se puede partir de cero cuando ya la has jodido. Inténtalo en las trincheras con el culo lleno de puta metralla alemana…

Una vez más Hardy le pone la mano en el brazo a Thayer.

Thayer lo retira de golpe.

—¡No me toques!

—Lo siento, espero…

Thayer se da la vuelta, cruza la calle hacia la plaza.

—Thayer… —le grita Hardy. Está a punto de echarse a llorar, igual que Alice antes—. Thayer, por favor…

—Olvídame —dice Thayer a lo lejos, por encima del hombro.

—Thayer, espérame.

Y en ese momento, cuando casi va a salir en su persecución, pasa un policía. Oliéndose que ahí hay jaleo, se acerca hasta Hardy.

—¿Todo bien, señor? —pregunta—. ¿Ese tipo le está molestando?

—No, no pasa nada, gracias —dice Hardy.

—¿Le está molestando? —grita el policía a Thayer.

—¿Que si
le
estoy molestando?

—No, no pasa nada. —Hardy intenta poner un gesto de normalidad—. Gracias, oficial. Buenas noches.

Y, dándose la vuelta, entra de nuevo en el edificio.

13

Para Alice, hay algo conmovedor en la ignorancia de su marido. No entiende nada. Lo que es peor, no sabe que no entiende nada. Mientras que ella lo entiende todo perfectamente, demasiado incluso.

Ese fin de semana, por ejemplo, está sentada en la habitación que ha acabado viendo como el cuarto de Ramanujan (el cuarto de invitados, ahora transformado en despacho, en un sitio donde ella puede dedicarse a sus traducciones) cuando él entra de puntillas por la puerta y le posa las manos sobre los hombros. Ella se sobresalta.

—Por favor, no me asustes así —dice.

—Lo siento —dice él—. Es que me moría de ganas de tocar a mi encantadora mujercita.

—Está muy bien, pero la próxima vez que te mueras de ganas llama primero, por favor.

—Claro, cariño. ¿Y qué estás traduciendo?

—Un artículo.

—¿Sobre qué?

—Inglaterra y la paz.

—¿Qué dice?

—Que estamos posponiendo la paz.

—Déjame ver. —Lee por encima del hombro de ella—. «Inglaterra echó en cara a Alemania sus ganas de guerra en julio de 1914, pero desde finales de agosto de 1914 ha repetido que Alemania deseaba la paz, aunque todavía no ha llegado el momento.» ¿No sería mejor decir que «todavía no es el momento»?

—A la señora Buxton le gustan las traducciones lo más literales posibles.

—Ay, la señora Buxton…, que con sus malas artes se lleva a mi mujer a trabajar a su burdel cinco días a la semana…

—Sí, ya sé que te parece muy gracioso, Eric.

—Y sabe Dios a qué tipos más raros tendrás que ofrecer tus servicios…

—Gracias, Eric. Ahora, si no te importa…

—¡Pero si siempre estás trabajando! ¿No puedes cogerte unas horas libres?

—¿Y las horas que tú te pasabas trabajando, cuando estabas sacándote el título? Horas y horas sola, ¿y alguna vez te dije algo?

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