Authors: David Leavitt
—Está jugando con nosotros. Piensa que es un genio.
—Eso lo piensan muchos grandes hombres.
Sigue un silencio. Tomándose su whisky de un trago, Littlewood observa a Hermione. Su mirada (predadora, acusadora y aburrida) le desconcierta. El caso es que se encuentra tan a disgusto aquí, en los dominios de Hardy, como Hardy en los suyos. La gata le pone nervioso. Igual que los retazos de oropel decorativo, la otomana con sus flecos y el busto de la repisa de la chimenea. Gaye, por lo visto.
Dejando su vaso, coge la carta de donde la ha puesto Hardy y se levanta.
—¿Te importa si sigo la tradición y me la llevo prestada? —pregunta.
—Toda tuya. A lo mejor tienes más suerte que yo.
—No sé por qué.
—Tú fuiste el
senior wrangler
.
Littlewood alza las cejas. ¿
A qué ha venido eso
?
—Enséñasela a Mercer entonces —dice, devolviéndole la carta, un poco sorprendido por su propia vehemencia.
Parece como si acabaran de abofetear a Hardy. Pero Littlewood ya se ha apartado de él y de Hermione.
—Adiós, gatita —dice.
Ella le ignora.
—A veces pienso que está sorda.
—Es que lo está.
—¿Qué?
—Un gen recesivo. Muchos gatos blancos son sordos.
—Ah, es verdad —dice Littlewood—. Por supuesto te buscaste una gata sorda. Debería habérmelo imaginado.
Se va hasta la puerta, y Hardy alarga una mano para detenerlo.
—Lo siento —dice—. No quería ofenderte… Oye, llévate la carta.
—No me he ofendido. Sólo que me has dejado perplejo. Mira que sacar a relucir semejante cosa… ¿Aún sigue haciéndote pupa?
—Claro que no. Es que…
—¿Y no se te ocurre que a mí sí? Me espanta tanto todo eso como a ti.
—Ya lo sé. He metido la pata. Un chiste malo. Por favor, llévate la carta.
Se la tiende como un regalo. Littlewood la acepta de mala gana. Hardy parece humillado, y el resentimiento de Littlewood se evapora. ¡Pobre hombre!
—Está bien, señor —dice para demostrarle que no le guarda rencor, e imita un saludo militar—. Buenas noches.
—Buenas noches —contesta Hardy, con voz fría y melancólica. Y él cierra la puerta.
Littlewood es aún lo bastante joven para, cuando baja solo las escaleras, ir pegando botes, saltando los peldaños de dos en dos. Ahora mismo va pensando en Mercer; no en Mercer tal como es ahora, sino en como era cuando ambos se preparaban para el
tripos
. En aquel entonces Mercer sólo hablaba si le dirigían la palabra. Cuando escribía, su cabeza se balanceaba sobre el papel con una regularidad de metrónomo. Littlewood sería el primero en admitir que aquella extraña manera de concentrarse de Mercer, el que pareciese que se abstraía de todo lo que le rodeaba, le ponía mucho más nervioso que los aspavientos de sus compañeros más competitivos, aquellos gestos pensados para distraer a los demás. ¿Y qué podía haber atraído a Hardy de Mercer? Tampoco es que le apetezca escuchar los detalles escabrosos del tema, que en este caso probablemente ni serán detalles que tengan que ver con el sexo, sino más bien con el encaprichamiento, lo que es aún peor. Littlewood lo sabe porque a veces ha sido objeto de ese encaprichamiento: las horas que pasan esos pobres diablos intentando «leer» una sonrisa, o interpretar una palmadita en el hombro, o calibrar la importancia secreta de que les prestes un lápiz… Tonterías de colegialas, y las notitas: «Aunque nunca hemos hablado, y está claro que soy invisible para ti, voy a arriesgarme a ofenderte comentándote el placer que ha supuesto para mí muchas mañanas observar cómo te bañabas…» De todos modos, sigue teniendo curiosidad por saber cómo empezaron las cosas con Mercer, y por qué se torcieron.
La lluvia prosigue su danza. Echa a correr hasta Nevile's Court sin abrir el paraguas. Le gusta sentir las gotas de agua resbalando por la frente, y sólo desearía tener menos hambre.
Si hay algo de lo que se alegra es de su soledad. Si quiere, puede irse directamente a la cama. Ninguna amante fantasmal lo visitará en sueños. (¿Y con quién soñará Hardy? Se estremece sólo de pensarlo.) O quizá ni siquiera se acueste. Quizá se quede despierto toda la noche examinando la carta del indio. De ser así, tampoco habrá quien le regañe. Ninguna figura en camisón, sosteniendo una vela en medio de la penumbra, le rogará que se acueste de una vez. Ningún niño lo llamará para que lo consuele después de una pesadilla.
Entra. El silencio de sus habitaciones le resulta familiar, reconfortante. No hay dos silencios iguales, piensa: cada uno tiene sus propios contornos y matices, porque en el interior de cada silencio hay una ausencia de sonido, y en este caso es el sonido de Mozart mal interpretado al piano, o de Beethoven muy bien tocado, saliendo del altavoz de un gramófono. Se quita la chaqueta, y al hacerlo percibe en ella el olor de Anne, ya muy débil. Luego se quita los zapatos dando un par de pataditas al aire, enciende su pipa, y se sienta a releer la carta.
Cerca de las doce la lluvia se hace más fina. Hardy, en pijama, la observa a través de la ventana que queda sobre la arcada. Aunque últimamente tiende a irse pronto a la cama, esta noche no tiene sueño. A pesar de toda la ilusión que le ha hecho la carta de Ramanujan, se ha puesto de mal humor, debido a la pulla de Littlewood sobre Mercer. Ha sido culpa suya, evidentemente. Si no hubiera mencionado lo de que Littlewood había sido
senior wrangler
, él nunca habría sacado a relucir a Mercer. El caso es que a Hardy no le apetece que le recuerden a Mercer, a quien (no le queda más remedio que admitirlo) tiene muy abandonado. Por ejemplo, cuando Mercer volvió a Cambridge el año pasado, le mandó una tarjeta a Hardy para que fuera a verles a él y a su nueva novia. Pero Hardy no le contestó. Tampoco era que hubiese ninguna razón para hacerlo, aparte de que Mercer ya no estaba en Trinity. Aunque no es que Christ's College sea el otro lado del mundo.
Su nueva novia. ¿Qué habría dicho Gaye de eso?
Casi automáticamente, Hardy le echa un vistazo al otro lado de la estancia. Desde la repisa de la chimenea, el busto lo mira (
Gaye gazes
) con un gesto de reproche igual que el de la madre de Sheppard. Es un busto pequeño, realizado cuando Gaye tenía quince años, con una expresión resplandeciente pero tímida, como siempre. A veces Hardy se pregunta qué pasaría si cogiera el busto y lo rompiese en pedazos, o lo escondiese en un armario, o se lo regalase a Butler, quien, dadas las circunstancias, lo escondería a su vez en un armario.
La respuesta, claro, es que daría igual. La mano de Gaye está presente en toda la habitación. Por lo menos eso hay que concedérselo: tenía gusto. Escogió la alfombra turca, y metió las cortinas de cretona en una tina llena de té para darles ese aspecto de llevar colgadas muchos años en una casa de campo. Eligió la tela de cuadros de los cojines del sillón de caña de Hardy, esos mismos cojines donde está sentado ahora. Y todo eso a pesar de que Hardy iba a dejarlo. Pobre Gaye, ¡siempre tan dado al martirio! El viejo cuadro de San Sebastián que conservaba sobre la cama debería haberle servido de pista. Ahora ya no está; se lo llevó su hermano, con todas las otras cosas que tenían cierto valor.
¿Y por qué no se llevó el busto el hermano de Gaye? Cierto es que, cuando vino, Hardy lo colocó aposta en un lugar retirado del dormitorio, que no era el mejor sitio para verlo. Pero no lo escondió. Después se pasó años esperando una carta de la familia, exigiendo la restitución del busto. Nunca llegó ninguna. Tal vez tenían tantas ganas de olvidarse de Gaye como todo el mundo.
Sobre la una se mete en la cama. De todas formas, no puede dormir. Se le arremolinan cifras en la cabeza, fragmentos del
tripos
que se sabe de memoria, extravagancias de Ramanujan, la función zeta, sus picos y sus valles y la línea quebrada ascendiendo a infinito cuando adquiere el valor de 1… Le ocurre a menudo. A veces el insomnio presagia algo bueno, significa que por la mañana dará un gran paso adelante. Pero en general se levanta de mal humor e incapaz de trabajar. Así que ¿por qué no comparte el terror de Littlewood a una falsa expectativa?
Y entonces (justo cuando parece que se está quedando dormido, aunque luego se dé cuenta de que lleva despierto un par de horas) alguien llama a la puerta. En otra época de su vida, eso no le habría sorprendido. Una visita a las tres de la madrugada habría sido lo normal. Ahora, sin embargo, el ruido le desorienta, le produce auténtico pánico.
—Un momento —grita, poniéndose la bata—. ¿Quién es?
—Yo. Littlewood.
Abre la puerta. Littlewood entra en tromba, empapado y sin paraguas.
—Todo lo de los números primos está mal —dice.
—¿Qué?
—Ah, perdona. ¿Te he despertado?
—Da igual. Pasa.
Sin siquiera quitarse el abrigo, Littlewood se dirige a la pizarra, cubierta todavía de los garabatos previos de Hardy.
—No podía dormir, así que me puse a repasar la carta y… ¿puedo?
—Claro.
—Pues entonces esto es lo que creo que ha hecho. —Borra la pizarra—. Ésta es su fórmula para calcular la cifra de números primos menores que n. Es la fórmula habitual de Riemann, sólo que él se ha dejado fuera los términos provenientes de los ceros de la función zeta. Y sus resultados (los he estado examinando) son exactamente los que obtendrías si la función zeta no tuviera ceros no triviales.
—Vaya.
—Tengo una vaga idea de cómo cometió ese error. Lo ha calculado todo en base a la legitimidad de algunas operaciones que está realizando con las series divergentes, confiando en que si los primeros resultados son correctos, el teorema también tiene que serlo. Y los primeros resultados lo son. Incluso hasta mil, la fórmula aporta exactamente la respuesta correcta. Desgraciadamente, no había nadie cerca que le dijera que los primos se comportan de otra forma a medida que van creciendo.
—Aun así, dejar fuera los ceros… no me parece muy buena señal.
—Pues en eso no estoy de acuerdo, Hardy. A mí sí me lo parece. —Littlewood se acerca un poco más—. Date cuenta de que los matemáticos corrientes no cometen errores así. Y los matemáticos excepcionales tampoco. Y cuando te paras a pensar en lo demás, en todo lo de las fracciones continuas, las funciones elípticas…, yo diría que por lo menos está a la altura de un Jacobi.
Hardy alza las cejas. Eso es mucho decir. Desde que empezó en Trinity, ha llevado una clasificación mental de grandes matemáticos, comparando a cada uno con un jugador de críquet que admire. A sí mismo se considera un Shrimp Leveson-Gower, a Littlewood un equivalente de Fry, y a Gauss de la categoría de Grace, el jugador más grande de la historia. Jacobi, la última vez que Hardy lo metió en la clasificación, se encontraba por encima de Fry pero por debajo de Grace (cerca de un joven y deslumbrante Jack Hobbs), lo que significa que Ramanujan, si Littlewood está en lo cierto, puede tener el potencial suficiente para ser otro Grace. Muy bien podría demostrar la hipótesis de Riemann.
—¿Y qué me dices del resto?
—No me ha dado tiempo a repasar esas otras fórmulas asintóticas, pero a primera vista parecen absolutamente originales. Y significativas.
—Pero sin demostrar.
—No creo que comprenda muy bien lo que es una demostración, o que es importante hacerlas, porque todos estos años ha estado trabajando por su cuenta, y a saber a qué libros tiene acceso, si es que lo tiene… A lo mejor nadie le ha enseñado. ¿Tú no podrías enseñarle?
—Nunca he intentado enseñarle a nadie por qué hay que hacer demostraciones. Mis estudiantes siempre lo han… sobreentendido.
Y entonces se produce un silencio en el que Hermione aprovecha para frotarse contra la pierna de Littlewood. Cuando él intenta cogerla, ella corre a esconderse debajo de la otomana.
—Qué graciosa la gata esta… ¡Ven aquí, gatita!
—¿Ya no te acuerdas de que no oye?
—Es verdad. —Littlewood se queda mirando al suelo.
—¿Y ahora qué tenemos que hacer? —pregunta Hardy.
—¿Y tú me lo preguntas? Traérnoslo a Inglaterra.
—No ha dicho nada de que quiera venir.
—Pues claro que quiere venir. ¿Para qué te iba a escribir si no? Y además ¿qué pinta en Madrás de contable?
—Pero, si lo traemos aquí, ¿qué vamos a hacer con él?
—Yo creo que la pregunta más bien sería: ¿qué va a hacer él con nosotros? —Littlewood se sube las gafas con un dedo—. ¿Sabes algo del Ministerio de la India, por cierto?
—Aún no.
—Si quieres un consejo, que no lo querrás, sólo podemos hacer una cosa, que es mandar a alguien a Madrás. Y pronto. Creo que Neville tiene que dar unas conferencias allí en diciembre.
—¿Neville?
—No te burles. Es un tipo muy honrado.
—Neville es un matemático perfectamente capaz que jamás en su vida hará algo de importancia.
—El emisario ideal, entonces. —Littlewood se ríe—. Vamos a proponérselo, ¿de acuerdo? Y luego, cuando llegue a Madrás, puede ir a ver al tal Ramanujan, tantearlo, ver lo que quiere y si es lo que nosotros queremos.
—¿Pero tú crees que Neville es capaz de semejante cosa?
—Pues, si él no lo es, su mujer sí. ¿Conoces a Alice Neville?
Una chica impresionante. —Littlewood ya se está dirigiendo hacia la puerta—. Sí, es el mejor plan. ¿Cómo es el dicho? Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña.
—Te has equivocado de religión… —dice Hardy.
—Bueno, ¡pues entonces Vishnu! Dios mío, Hardy, qué quisquilloso eres… —Pero Littlewood se ríe al decirlo, y sigue riéndose al bajar las escaleras y al pisar las losas empapadas de lluvia de New Court con un silbido y un grito de alegría.
Nueva sala de conferencias,
Universidad de Harvard
El último día de agosto de 1936, el gran matemático G. H. Hardy dejó la tiza y volvió al estrado.
—La auténtica tragedia de Ramanujan —dijo— no fue su muerte prematura. Evidentemente, es una desgracia que cualquier hombre importante se muera joven, pero un matemático es relativamente mayor a los treinta años, y puede que su muerte no sea tan catastrófica como parece. Abel murió a los veintiséis y, aunque sin duda habría hecho una mayor contribución a las matemáticas, difícilmente podría haber cobrado más importancia. La tragedia de Ramanujan no fue que se muriera joven, sino que, durante los cinco años más desgraciados de su vida, su genio estuviera mal encauzado, en vía muerta, y que hasta cierto punto fuese tergiversado.