De pronto, Quetza y sus hombres eran tratados por los nativos a cuerpo de rey. Como si fuesen verdaderos príncipes, aquellos ladrones mexicas que habían sido sacados de las cárceles, aquel grupo de desterrados, ahora era conducido por una guardia de honor. Los huastecas, pobres hasta la miseria, sojuzgados y masacrados, eran agasajados como dignatarios. Después de haber sido soltados a la buena de Dios, luego de haber navegado durante setenta jornadas terribles, habiendo sobrevivido a las peores tempestades, a los motines y al hambre, ahora todo era homenajes, lujos y buena vida. La pequeña armada mexica fue alojada en un palacete cercano al del cacique y le fueron ofrecidos toda clase de manjares y cortejos.
Quetza no ignoraba que nada era gratis en este mundo, ni aunque fuese otro y pareciera nuevo, que en algún momento todo se pagaba, que cuanto mayor era la lisonja, más alto era el precio. Ni siquiera a los dioses se les hacía una ofrenda sin esperar algo a cambio. Pero aún no sabía qué esperaba el cacique de ellos. Y necesitaba saberlo cuanto antes.
En el curso de esos primeros días en el Nuevo Mundo, supo Quetza que aquellas tierras que él había bautizado como Tochtlan, eran nombradas por los nativos con una breve palabra, Huelva, y pertenecían a un reino llamado Sevilla. Su
tlatoani
había conseguido liberar a su pueblo del largo yugo de unos invasores venidos del Oriente Medio: los moros. También pudo saber Quetza que, más al Levante todavía, existían otros pueblos y que los reinos peninsulares que él había descubierto tenían relaciones comerciales con los orientales desde hacía mucho tiempo, especialmente con unos reinos llamados Cipango, Catay, la India y las Islas Molucas. Las finas telas que vestían los reyes, los tapices que decoraban sus palacios, las perlas que lucían las mujeres de la nobleza, las porcelanas donde bebían las infusiones, las mismas hojas con las que hacían estas tisanas, los perfumes, las delicadas especias con las que condimentaban sus banquetes, provenían del Oriente. Por otra parte, supo Quetza que, así como en Tenochtitlan los mexicas usaban el polvo de oro y los granos de cacao como medio de pago, en estas tierras las gentes acuñaban el oro y la plata en forma de pequeños discos para cambiarlos por productos. Pero sucedía que los yacimientos de estos metales se estaban consumiendo; y como en Oriente los había en abundancia, buscaban estos nativos fortalecer los lazos comerciales con aquéllos. Pero, a consecuencia de los largos e intensos combates con los moros, las rutas hacia las Indias estaban bloqueadas por las huestes provenientes del Oriente Medio. Y aquellos comerciantes que conseguían pasar, debían pagar altísimos peajes, impuestos y tributos.
Con el curso de los días, Quetza y Maoni empezaban a entenderse con algunos de los nativos. Dado que éstos estaban convencidos de que la pequeña avanzada era una comitiva procedente de uno de los reinos orientales, los mexicas no hicieron nada por disuadirlos de esa creencia y, por el contrario, la alimentaban. Cuando Quetza dijo que el nombre de su patria era Aztlan, los aborígenes entendieron Xian Sian. Y, en rigor, fue lo que quisieron escuchar, ya que estas tierras pertenecientes a Catay eran riquísimas en oro, plata y especias, según constaba en las crónicas de los viajeros florentinos. Eso explicaba el trato privilegiado que recibían por parte de los nativos: era evidente que querían establecer nexos comerciales con aquellos presuntos dignatarios del Oriente. Y descubrió Quetza que no estaban esperando especialmente una determinada comitiva venida desde el Levante, sino que su llegada coincidió con sus esperanzas: al ver aparecer una nave presidida por un mascarón semejante a un dragón emplumado y unos marinos de piel amarillenta y ojos rasgados, pensaron que era aquél un hecho auspicioso, tal vez el inicio de unas fluidas relaciones comerciales. Quetza notó algo que, en rigor, saltaba a la vista: aquellos nativos estaban hambrientos de oro y plata.
También descubrió el joven jefe mexica que los aborígenes tenían un serio problema: hablaban más de lo que escuchaban, hecho este que Quetza supo aprovechar tomando atenta nota cada vez que hablaban y simulando no entender toda vez que le hacían una pregunta. Así, se enteró de que las vías a Oriente eran el centro de una vieja disputa con un reino vecino llamado Portugal. Intentando hallar nuevas rutas hacia el Este, unos y otros se disputaban mapas, cartas de navegación y crónicas de viajeros que les permitieran el acceso a las enormes riquezas de las Indias, sorteando el bloqueo de los moros y el peligro de los otrora indómitos mongoles.
Ahora bien, se preguntaban Quetza y Maoni: siendo aquél un pueblo que contaba con animales de combate y armas que, con gran estruendo, disparaban bolas de fuego, por qué no se había lanzado a la conquista de las riquezas orientales por la fuerza, tal como lo hacían los emperadores de Tenochtitlan sobre los ricos territorios del valle. Mientras aprendía rápidamente algunos rudimentos del idioma Se los nativos, a la vez que disfrutaba de su hospitalidad, Quetza indagaba más y más sobre el poderío militar de sus anfitriones. Así, supo que esos hombre blancos, por mucho que lo intentaron, jamás pudieron conquistar a los pueblos orientales bajo la advocación de su Dios, Cristo Rey. Los estados del Levante, que tenían una tradición milenaria y una cultura mucho más vasta y avanzada, supieron resistir todos los embates. Pero era evidente el afán expansivo de los hombres blancos. Entonces supo Quetza que no sólo debía mantener en secreto la existencia de Tenochtitlan, sino, sobre todo, de la ruta que unía ambos continentes. Su tierra era, acaso, más rica en oro, plata y especias que las Indias y el camino hacia ella era menos tortuoso que el que implicaba evadir el bloqueo moro. Era sólo una cuestión de tiempo que la codicia de los nativos les hiciera encontrar la ruta hacia los dominios mexicas. Pero Quetza contaba con dos ventajas: por una parte, él había llegado antes a las tierras de los nativos; por otra, los salvajes aún ignoraban que la Tierra era una esfera. De modo que si quería ganar tiempo para evitar una invasión inminente, debía asegurarse de asestar el primer golpe.
Fue durante su estancia en Huelva cuando Quetza conoció a Carmen. Durante el día, el joven jefe de los mexicas dedicaba sus recuerdos y añoranzas a Ixaya. La evocación de sus ojos grises y redondos, su pelo negro y su voz dulce, hacían que el corazón de Quetza se llenara de nostalgia. Pero durante las noches, antes dormirse, lo asaltaba el recuerdo de la muchacha ciguaya que, entregada por el cacique, le había hecho conocer las delicias carnales del
cocomordán
; entonces su cuerpo se estremecía y se dormía pensando en aquellos pezones oscuros y sus labios inferiores, tan silenciosos como sabios y hospitalarios. Estos pensamientos, a diferencia de los que albergaban los nativos, no entraban en conflicto: Quetza soñaba con el día del regreso; entonces tomaría a Ixaya como esposa y volvería a la islas de Quisqueya a buscar dos o tres mujeres para hacerlas sus concubinas. El capitán menea no alcanzaba a comprender por qué los nativos sólo podían tomar una sola mujer como esposa y ninguna concubina, aunque luego pagaran con monedas de oro para cohabitar con otras mujeres a espaldas de sus esposas. Quetza notó que la mentira tenía la fuerza de una institución entre los aborígenes blancos: tan aceptada estaba que apenas si la diferenciaban de la verdad. El engaño no se limitaba al matrimonio: mentía el gobernante y también el súbdito, se mentían los amigos, mentía el monje y el fiel; hasta al propio Cristo Rey y a todos los otros dioses llamados santos, ángeles o demonios se les mentía.
Entre los agasajos que a diario le brindaban a la presunta comitiva oriental, un día, antes del anochecer, se hizo presente una mujer que venía a ofrecerles «cualquier cosa que quisieran». Quetza, Maoni y sus hombres supieron de inmediato en qué consistía el convite; comprendieron que el trato que les dispensaban no era diferente del que recibían los mancebos antes de ser sacrificados, agasajos que incluían, desde luego, fiestas con jóvenes doncellas. Sin embargo, la mujer, lejos de parecer una joven virgen, tenía el aspecto de haber perdido la virtud hacía tanto tiempo, que se diría que ya ni siquiera recordaba dónde podía haberla dejado. De hecho, las mujeres blancas resultaban poco atractivas a los mexicas; pero aquella «gentileza» lindaba con la falta de respeto, era un atropello al protocolo. Viendo la cara de espanto de los visitantes, la mujer comprendió al instante el malentendido, de modo que, de inmediato, hizo sonar una campanilla y, entonces sí, entró en el salón un grupo de mujeres jóvenes y hermosas. Para que los convidados estuviesen a gusto y no añoraran las delicias de sus tierras, el cacique blanco les había enviado una decena de doncellas traídas especialmente desde Cipango. Claro que lo de «doncellas» era un eufemismo.
Así como en Tenochtitlan la prostitución estaba firmemente legislada, también lo estaba en el Nuevo Mundo. En ambos casos la actividad de las prostitutas no solamente era legal, sino que dependía de las autoridades religiosas. En la capital de los mexicas existía la prostitución ritual, destinada a sacerdotes y guerreros, y era llevada a cabo por sacerdotisas que recibían un pago por sus servicios. Pero también podían acudir a las casas de las
ahuianis
los hombres solteros sin cargo militar ni religioso. Las prostitutas mexicas, siempre adornadas con piedras, plumas y pintadas de colores estridentes, tenían la protección de la diosa Xochiquétzal. Ellas conocían secretas fórmulas para preparar afrodisíacos y dominaban distintas técnicas para despertar el apetito sexual, incluso en hombres muy ancianos. Antes de partir a la guerra, los soldados debían hacer uso de las prostitutas. Por su parte, los clientes debían encomendarse a Tlazoltéotl, Diosa de la Voluptuosidad, para poder tener un desempeño, cuanto menos, decoroso.
Supo Quetza que en el Nuevo Mundo las cosas no eran muy diferentes. La prostitución estaba legislada en el reino de Sevilla por las Ordenanzas de Mancebías. Las mancebías, o puterías, como las llamaba el pueblo, estaban regidas por un «padre» y supervisadas por la autoridad eclesiástica. Debían cumplir con una reglamentación semejante a la que regía en Tenochtitlan. Las prostitutas tenían que residir y ejercer exclusivamente en la Mancebía y sólo podían acudir a ella hombres solteros. Estaba prohibido establecer tabernas y jugar juegos de azar dentro de la putería. Las pupilas no podían trabajar los días de fiestas de guardar. El «padre» podía contratar a un hombre armado que vigilase la puerta.
En cuanto a las prostitutas, antes de ser admitidas por la Mancebía debían comparecer ante una comisión comunal; podían ser aceptadas una vez comprobado el cumplimiento de toda la requisitoria. Las condiciones eran: que no fuesen naturales de Sevilla ni tuviesen familia en la ciudad; que no estuviesen casadas ni fuesen negras o mulatas. Una vez incorporadas a las puterías tenían que observar una conducta rigurosa: no ejercer su oficio fuera de la Mancebía; acudir a misa en pos de la salvación de sus almas y llevar, siempre que saliesen por las calles, mantillas amarillas sobre las sayas.
Claro que en los dominios de los hombres blancos las normas parecían estar hechas para ser transgredidas; en el Nuevo Mundo no existía la prostitución ritual; de hecho, los sacerdotes tenían prohibido cohabitar con las rameras y, en rigor, con cualquier otra mujer. Sin embargo, era sabido que, durante las supervisiones, los religiosos no sólo constataban el orden del interior del local; tan escrupulosos eran con su trabajo que, por lo general, también verificaban el interior de las propias pupilas. Y aunque las ordenanzas establecían claramente que las mujeres no podían ejercer fuera de la Mancebía, en casos excepcionales, sobre todo cuando se quería evitar que algún alto dignatario fuese visto entrando al lupanar, las pupilas podían molestarse hacia algún sitio neutral. Y así habían hecho en el caso de la pequeña comitiva extranjera.
Quetza y sus hombres comprobaron con entusiasmo que las doncellas eran verdaderamente hermosas. Ignoraban, sin embargo, cuan exóticas resultaban esas mujeres de piel amarilla y ojos rasgados. No había sido tarea fácil para el cacique blanco conseguir aquellas bellezas orientales; sin dudas, era una muestra del empeño que ponían los nativos para congraciarse con los visitantes.
El primero en elegir mujer, como correspondía al orden jerárquico, fue Quetza. Y no sabía cuánto se equivocaba al extender su índice seguro. Eligió a la muchacha cuya figura había cautivado la mirada de todos los hombres: era la más alta y espigada, tenía unos ojos almendrados y misteriosos. Ignoraba el joven capitán el error que estaba cometiendo al escoger a esa mujer de apariencia aniñada pese a su estatura. No sabía lo que hacía cuando, encandilado por ese pelo tan negro como la obsidiana y esa sonrisa luminosa, la separó del grupo. Ignoraba que a partir de ese momento nunca más iba a olvidar a esa mujer.
Supo Quetza que Carmen era el nombre con que habían rebautizado en la Mancebía a esa mujer que tenía la piel del color del azafrán. Pero su verdadero nombre era Keiko. Por alguna extraña razón, aquellos hombres blancos no toleraban los nombres ajenos a su lengua y se veían en la obligación de encontrar un equivalente que les resultara familiar. Incluso, Quetza notaba no sin cierta gracia que a él lo llamaban César y a su segundo, Maoni, Manuel. Los nativos encontraban que Carmen se adecuaba a Keiko, nombre que en su tierra, Cipango, significaba «respeto». Y eso fue, exactamente, lo que cautivó al joven jefe de los mexicas. Keiko no parecía proceder como una prostituta, sino como un ángel dispuesto a concederle todo lo que él le pidiera. La niña de Cipango y el joven jefe mexica hablaban con dificultades el idioma de Castilla. Pero se comprendían como si se conocieran desde siempre. Ni siquiera hizo falta que Quetza le rogara que no revelara su secreto. Keiko, según le había adelantado el padre de la Mancebía, esperaba encontrarse con un grupo de asiáticos. Pero no bien los vio, supo que no eran de Cipango ni de Catay ni de las Indias Mayores o las Menores. Keiko advirtió que ni su lengua ni su escritura pertenecían a ninguno de los mundos conocidos. Ell^ venía del confín oriental del mundo y en su tortuoso viaje hacia el mar Mediterráneo había conocido innumerables reinos. Por otra parte, su trabajo en una ciudad portuaria como Huelva la obligaba a conocer toda clase de gente y de cuantas nacionalidades existían. Ignoraba por qué razón mentía Quetza, pero jamás le pidió explicaciones. La única certeza que tenían ambos era que, desde el momento en que se conocieron, nunca más iban a poder separarse. Mientras el resto de la tripulación saciaba su largo apetito carnal luego de tanto tiempo sin ver mujer alguna, Quetza y Keiko se contemplaban en silencio como si así se aferraran a una patria que les era común: la añoranza.