Un oscuro fin de verano

Read Un oscuro fin de verano Online

Authors: Inger Wolf

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Un oscuro fin de verano
6.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

 

Una novela en la que el desasosiego recorre al lector desde el principio hasta el fin. En una pequeña ciudad danesa aparece en el bosque el cadáver de una antropóloga degollada y con un ramillete de cicuta sobre el pecho. Pocos días después muere un brillante químico especialista en investigación farmacéutica.

Ambos asesinatos parecen estar relacionados. El detective Daniel Trokic investigará el caso junto a su compañera Lisa Kornelius. Los hechos se desarrollan en una semana, en un ambiente frío y sombrío, con una galería de policías y sospechosos que buscan desesperadamente la felicidad en un mundo individualista y solitario.

Un oscuro fin de verano
ha sido merecedor del
Premio de novela negra de Dinamarca en 2006
. En su observación de la naturaleza humana ha logrado escribir unas novelas llenas de misterio y desasosiego.

Inger Wolf

Un oscuro fin de verano

ePUB v1.0

Alfmorsaez
18.06.12

Título original:
Sort Sensommer

Inger Wolf, septiembre de 2009.

Traducción: Blanca Ortiz Ostalé

Editor original: Alfmorsaez

ePub base v2.0

Capítulo 1
Domingo 21 de Septiembre

La planta, blanca y venenosa, se extendía como un abanico por el pecho desnudo de la joven. A la luz incipiente de la mañana, aún espejeaba el rocío en los esbeltos tallos salpicados de rojo, que una ligera brisa agitaba con suavidad. A unos pasos de allí, un setter irlandés levantó la cabeza castaña de entre la hojarasca y olfateó en un intento de distinguir los diferentes olores del bosque. Uno de ellos no acababa de encajar en el entramado de aromas que tan bien conocía, de modo que avanzó vacilante hacia lo que había atraído su atención. La mujer yacía al raso, en medio de un claro que formaba una barrera natural entre las altas hayas y una pequeña parcela ocupada por una densa plantación de pinos. Brazos y piernas se abrían sobre un estrato de hojas caídas, heléchos, boletus y balsamina marchita; así, con los ojos vueltos hacia el cielo, parecía soñar despierta. Él… le deslizó el hocico claro y escrutador por el vientre, pero de pronto se detuvo bruscamente; a escasa distancia una voz le llamaba, primero curiosa, con insistencia después. El setter miró hacia el sendero y a continuación a la mujer, dividido. Luego empezó a ladrar.

El claro que se abría frente a Daniel Trokic, comisario de la policía judicial, rezumaba una humedad fría como el acero. Era una de las primeras mañanas en que el aliento se condensaba en una sutil neblina. El bosque había enmudecido al paso de su Peugeot por la barrera roja —que en circunstancias normales aislaba la zona del ruido de motores y de la civilización— en dirección al área acordonada y el eco amortiguado de los ritmos metálicos de Rammstein se escabullía por las ventanillas abiertas del vehículo y se iba filtrando en la neblina. No hubo miradas de reproche por su música al atravesar el cordón policial y adentrarse a saludar a los demás; o no la habían oído o les parecía apropiada para la situación. Le embargó la sensación de que hasta ese momento el lugar había estado inmerso en una especie de equilibrio.

Había tenido un sueño, casi una premonición, en el que aparecía el bosque con un manto de conejos cenicientos; un sueño desagradable y recurrente solamente interrumpido por la llamada de la oficial de guardia que le había despertado. Torben Bach, el forense, llevaba guantes de látex y cubrezapatos, al igual que los dos técnicos a cargo de las fotografías y las mediciones.

—¿Quién es? —preguntó Trokic.

—No lo sabemos —contestó uno de los técnicos—. No hemos encontrado ninguna identificación.

Junto al comisario había una joven tumbada boca arriba con la rubia melena enredada cubriéndole la cara. Sus ojos –uno marrón y otro azul— estaban fijos en algún punto de la quietud del bosque, opacos y exangües, como recubiertos de una fina membrana lechosa; la boca, congelada en un último aliento. Sintió el impulso de taparla con una manta.

Lo más llamativo, sin embargo, era un manojo de flores blanquecinas —pocas para calificarlas de ramo— que tenía colocado sobre el pecho. Lo encontró vistoso y grotesco al mismo tiempo. ¿Una novia? ¿Era ésa la idea?

Haciéndole una señal, Torben Bach retiró con cuidado una maraña de pelo manchado del cuello del cadáver y apartó de un manotazo un sapo extraviado para mostrarle la herida causante de la muerte. Era un corte profundo y de contorno nítido que comenzaba en la oreja izquierda y bajaba hacia el esternón dejando al descubierto la musculatura y los huesos que había bajo la fina capa tic piel. El cabello estaba lleno de coágulos entre rojizos y negros y había manchas de sangre por todo el cuerpo. Además, parte del brazo se levantaba en una herida desfibrada y varias mordeduras se abrían por el pecho izquierdo y bajo las costillas. Trokic supuso que serían obra de algún animalejo que, atraído por el olor de la sangre, se había visto interrumpido en pleno festín.

—¿Quién la ha encontrado? —preguntó.

La expresión de los ojos de Bach dejaba claro que la situación no le resultaba indiferente.

—Leif Kornig, un vecino que había sacado al… a pasear. Le han llevado a comisaría.

Trokic echó un vistazo alrededor. Estaban en lo más tupido del bosque, junto a un camino vecinal que en el mapa figuraba con el nombre de Løkpats Vej, a seis kilómetros del centro de la ciudad y en medio de un paisaje casi virgen de vetustos árboles silvestres. Se trataba de una zona donde la oscuridad era total, un área muy aislada de la casa más cercana, la antigua vivienda de un guarda forestal, a un cuarto de hora a pie en dirección noroeste. A la derecha crecían pinos y una maraña de zarzas entretejidas de telarañas, a su espalda quedaban el amplio camino y el bosque de hayas y a cierta distancia había una laguna verde en forma de corazón rodeada de prados.

Le latían las sienes. Se había quedado levantado hasta tarde viendo una película de Zrinko Ogresta con una botella de vino tinto. Apenas eran las ocho y media y aún tenía la noche en el cuerpo.

El técnico más joven, un tipo con unas botas enormes y una media melena oculta bajo la capucha, se colocó junto a él mientras el forense tomaba la temperatura en el oído del cadáver.

—Habría estado mejor escondida entre la maleza —observó.

—O en la laguna —contestó Trokic; después murmuró—: Joder, menudo enfermo.

Se alegraba de haberse puesto el plumífero azul; estaba viejo y pasado de moda, pero al menos le mantenía caliente.

—¿Sabemos qué planta es ésa que tiene por encima?

—Parecen flores de egopodio —apuntó el técnico—. Me tienen invadido todo el jardín, las muy cabritas, y, si no se es partidario de la guerra química, no hay quien acabe con ellas.

El forense sacudió la cabeza de un lado a otro limpiándose la nariz.

—Ya no están en flor; la verdad es que ya no hay nada en flor.

—¿Cuánto tiempo lleva muerta? —preguntó Trokic.

—Yo diría que desde ayer a media tarde —estimó Bach.

—Suena bastante razonable. Seguro que durante el día viene por aquí bastante gente a correr y hacer
mountain bike
; si hubiera sucedido antes, la habrían visto, pero no creo que muchos se aventuren a llegar hasta aquí una vez que anochece —dijo.

—Y si alguno se animó, estaba demasiado apartada del camino para que la descubrieran sin luz —añadió el técnico—. Hay que tener en cuenta que aquí dentro oscurece antes, van cayendo las sombras y resulta difícil orientarse aunque aún sea temprano.

—Hemos encontrado huellas de algo que parece esperma —informó Bach señalando hacia el vientre de la mujer; no era fácil distinguirlo a simple vista.

Intercambió una mirada con el comisario.

—Es posible que el violador del Botánico haya cambiado de territorio de caza —propuso.

Trokic enarcó las cejas.

—No es del todo improbable —admitió.

—Pero andar al acecho por aquí debe de ser algo esforzado —continuó el forense.

—Ya, pero se ve que alguien está lo bastante mal de la cabeza como para hacerlo de todas formas —murmuró el comisario—. ¿Algún otro signo de violencia sexual? Aparte del hecho de que esté desnuda.

—No. Mordeduras aparte, no parece que la hayan tocado, pero ya se verá cuando la examinemos a fondo.

Trokic volvió a contemplarla. No llevaba maquillaje ni joyas, tan sólo una capa irregular de esmalte rosa en las uñas de los pies. Había sido hermosa.

La mezcla de tierra y piedrecillas del sendero empezó a crujir bajo el peso de un hombre que llegaba con el aliento algo entrecortado. Era evidente que venía con prisa, porque por debajo del jersey azul que llevaba asomaba el faldón de un pijama de rayas.

—Joder —exclamó—. ¿Cómo habéis conseguido traer los coches hasta aquí? Yo no he logrado dar con el área de descanso esa que decíais y me he tirado por lo menos un cuarto de hora dando vueltas.

Enojado, se secó las entradas con un pañuelo mientras Trokic avanzaba junto al cordón rayado para ir al encuentro de su superior.

—¿Está identificada? —preguntó el comisario jefe Agersund señalando a la mujer.

Trokic le indicó que no con un gesto.

—¿Traes café?

—Estoy recién salido de la cama —se defendió Agersund.

Uno de los hombres que había detrás de ellos dejó escapar un «vaya».

—Lo único que sabemos es que es una mujer de la zona norte de la ciudad, según la oficial de guardia, que se ha ido a casa hace un rato. Aparte de eso, no consta la desaparición de nadie que encaje con su descripción.

—No tiene muy buen aspecto. ¿Qué flores son ésas? –preguntó Agersund observándolas unos instantes con los ojos entornados—. Es difícil saberlo desde aquí; podría tratarse de perifollo o apio de perro…

—Seguro que los técnicos han hecho fotos a montones –dijo Trokic.

—¿Qué hay del arma?

—Aún no hemos encontrado nada.

Había pedido que enviaran dos perros policía; en aquel terreno forestal levemente ondulado uno o más buenos olfatos resultaban imprescindibles, y ya andaban a la caza de un arma —probablemente un cuchillo fino— y prendas manchadas de sangre.

Agersund se volvió hacia el forense.

—¿Tú tienes algo más?

Bach repitió lo que Trokic le había oído grabar en el dictáfono poco antes. La mujer rondaba los veintitantos. La causa de la muerte era, con toda probabilidad, el corte que tenía en la garganta. Parecía estar en buena forma física; los músculos de las piernas se dibujaban con claridad a través de su piel clara y una sutil red de hilillos de plata en el vientre apuntaba a un posible embarazo en su primera fase.

—¿La han matado aquí?

El forense asintió.

—Lo más probable es que sólo la hayan movido unos metros. Por debajo está lívida y hay un rastro de sangre parcialmente visible entre la vegetación.

Uno de los técnicos se acercó.

—¿Veis aquello? —preguntó señalando en dirección a una vieja haya que crecía junto al camino—. Yo creo que ha sido ahí, es donde más sangre queda y las hojas están muy revueltas, y también hay varias setas pisadas. Después la han arrastrado hasta aquí del pelo o por los brazos, ahí se ve un ligero rastro. Yo diría que la ropa se la han quitado al final, si no tendría mucha más sangre por el cuerpo.

Other books

Bottled Abyss by Benjamin Kane Ethridge
Bodyguard by Craig Summers
Harvest Moon by Sharon Struth
Interference by Maddy Roman