Quetza ordenó que todos vistieran sus ropas de guerra. Así, ataviados con sus pecheras, los brazaletes que protegían sus antebrazos, las máscaras con forma de animal que les guarecía rostro y cabeza y, empuñando sus negras espadas, avanzaron a través de una pradera. A poco de andar descubrieron un rebaño de ovejas pastando. Tal era el hambre que, todos a una vez, se arrojaron sobre una de ellas y, en el instante, la carnearon con el filo de la piedra de obsidiana. Estaban realmente famélicos; tanto que ni siquiera encendieron fuego para cocinarla: la comieron todavía palpitante. Tan embriagados estaban con aquella carne tibia, que no vieron al pastor que permanecía sentado sobre una mata de forraje, observando aterrado el espectáculo. Era un jovencito que no podía dejar de temblar como una hoja mientras veía cómo aquellos hombres de piel cobriza, con cabeza de felinos, cubiertos con petos y armados con espadas, devoraban crudo su ganado. Se incorporó despacio apoyándose sobre su cayado y, en el momento en que estaba por huir despavorido, fue descubierto por los visitantes. Quetza, eufórico al ver que en las nuevas tierras existían hombres, le hizo una seña con el brazo y quiso alcanzarlo para presentarse. Por un instante se quedaron contemplándose el uno al otro. Tenían la misma edad e idéntica sorpresa. Quetza se detuvo en la piel blanca y en el pelo, tan extraño, repleto de rizos claros. Pese al palo que sostenía en la mano, parecía inofensivo. El capitán mexica comenzó a decir en su lengua: «Me llamo Quetza. Vengo en nombre de mi rey, el emperador de Tenochtitlan. Desde ahora eres su súbdito…» Pero antes de que pudiera terminar la frase, el muchacho se lanzó a correr tan rápido como podía hasta desaparecer en el fondo del camino. Quetza ordenó a su gente avanzar en la misma dirección que el chico con el propósito de hacerle entender que no tenía motivos para temer.
Pronto dieron con un angosto sendero y, de inmediato, vieron una casa muy precaria, semejante a las chozas más pobres de las afueras de Tenochtitlan. Hacia allá fueron para presentarse ante los pobladores. Los moradores de la casa, un matrimonio dé campesinos, no bien los vieron aparecerse con sus atavíos de guerra y ahora ungidos con la sangre de la oveja que acababan de devorar, avanzando en formación marcial hacia ellos, huyeron a toda carrera igual que el pastor. Más tarde Quetza apuntaría: «Los nativos de estas tierras son gentes muy cobardes que escapan ante nuestra sola presencia. Nunca pensé que podríamos entrar sin encontrar resistencia alguna. Tan temerosos son, que aún no me imagino cómo establecer contacto con ellos. No bien nos ven, huyen como liebres». Y con ese nombre bautizó Quetza aquellas primeras tierras habitadas por gentes blancas y asustadizas: Tochtlan, que significaba «el lugar de los conejos».
Aunque sus habitantes habían huido, Quetza decidió entrar en la casa para conocer un poco más de aquellos nativos. Era una vivienda muy pobre comparada con su casa de Tenochtitlan: el piso era de tierra apisonada, las paredes de un adobe muy rústico y el techo de paja. De pronto se sobresaltó al ver, sobre la cabecera del lecho, la figura moribunda de un hombre que se desangraba clavado de pies y manos sobre dos maderos cruzados. Le resultó una visión macabra. Evidentemente, esos nativos no sólo practicaban crueles sacrificios sino que, además, hacían imágenes que recordaban aquellas sangrientas ceremonias. Más allá, sobre un estante, descubrió la estatuilla de otro ídolo: cuando se acercó pudo distinguir que se trataba de una mujer con la cabeza cubierta, cargando un niño entre sus brazos. Se dijo que debería ser ésa una Diosa de la Fertilidad. Cuando miró hacia atrás, vio que sus hombres, incluido Maoni, bebían algo de color rojizo. Temiendo que fuese sangre humana, les ordenó que dejaran esa vasija. Todos obedecieron no sin lamentarse en silencio, ya que era un licor delicioso. Sedientos, debieron conformarse y bebieron agua hasta saciarse.
Considerando la imposibilidad de establecer contacto con los lugareños y al ver el impacto que parecía producir en ellos su aspecto y sus ropajes, Quetza tomó unos vestidos que encontró, telas y sábanas y dijo a todos que se vistieran con ellos. Así lo hicieron. Quetza se colocó un largo manto negro que tenía una capucha y con ella se cubrió la cabeza. Maoni hizo lo mismo con una túnica de tela rústica de color amarillento. Sin saber que hombres y mujeres vestían de diferente modo, algunos se pusieron unas faldas amplias, vestidos con escotes y corsetes por debajo de las pecheras. Así, ataviados como los lugareños, salieron a reconocer el lugar.
Pese a que habían comido una oveja entera, tanta era el hambre que habían pasado durante el viaje, que el olor de la carne asada proveniente de aquella columna de humo que habían visto antes de desembarcar hacía que sus pies los condujeran mecánicamente hacia ese lugar. A medida que avanzaban por el camino, las casas se hacían más numerosas y mejor construidas. Los atavíos, pese a lo inadecuado de algunos vestidos, hacían que las huestes de Tenochtitlan pasaran inadvertidas. El tránsito de gente se hacía más nutrido conforme el pueblo se iba convirtiendo en ciudad. Todo el mundo parecía dirigirse hacia el mismo sitio. Aquí y allá podían escuchar el dulce idioma de los nativos que, desde luego, les resultaba por completo incomprensible. Quetza intentaba sin fortuna deducir el significado de los caracteres que se repetían sobre los dinteles de las puertas, grabados en la piedra, y que aparecían, enormes, sobre un arco que atravesaba la calle. "H
UELVA
": tales eran los signos que copiaría Quetza, luego, en sus notas. Y aunque no podía inteligir el sentido de esa grafía, infirió que se trataba del nombre con que los nativos llamaban a esa ciudad.
De pronto el suelo cimbró, se oyeron unos pasos atronadores y la comitiva mexica, sobresaltada, giró sobre su eje. Lo que vieron los hombres de Quetza fue la monstruosidad más espantosa que jamás hubieran podido imaginar: a toda carrera se acercaba un ser con cuerpo de bestia, semejante a una llama pero mucho más grande, lleno de bríos, músculos y cubierto de un pelaje negro azabache. Pero lo más aterrador era que se trataba de dos entidades en una: del lomo de la bestia surgía el cuerpo de un hombre. «De pronto se apareció un animal con dos cabezas, una de bestia, otra de humano, que corría en sus cuatro patas haciendo temblar el suelo a su paso», escribiría Quetza, antes de comprender de qué se trataba en realidad. Mayor aún fue la sorpresa de los mexicas cuando vieron que la bestia se detenía y, de repente, se dividía en dos: «por un lado iba el hombre y, por otro, el animal». Lo primero que pensaron era que estaban asistiendo a la metamorfosis de un
nahualli
. Los
nahualli
eran nigromantes que, bajo determinadas circunstancias, abandonaban su apariencia humana para transformarse en animales. Pero Quetza no tardaría en descubrir que la bestia, a la que los nativos llamaban caballo, era una entidad independiente del hombre que lo montaba. Los mexicas no habrían de dejar de admirarse del modo en que aquellos animales, tan grandes y fuertes, se sometían mansamente a los arbitrios de los hombres. Pero hasta que los soldados venidos de Tenochtitlan lograron comprender semejante cosa, no podían evitar un sentimiento de pánico cada vez que junto a ellos pasaba un caballo.
Y así, ocultos bajo los ropajes que habían tomado de la casa, llegaron hasta el corazón de la ciudad. Allí vieron una multitud reunida en la plaza, en cuyo centro estaba el foco del fuego cuyo humo habían visto desde el barco. La gente se veía exaltada y gritaba con una mezcla de furia y entusiasmo. Se abrieron paso entre el gentío para ver cuál era el motivo de tanto fervor. Sobre uno de los lados de la plaza se erigía un edificio cuya cúpula parecía querer alcanzar el cielo; la torreta estaba rematada por una cruz que, de inmediato, le recordó a Quetza aquella sobre la cual estaba el ídolo clavado, desangrándose. El líder de los mexicas no tuvo dudas de que ése era un templo y todo aquello, una ceremonia. Cuando consiguió acercarse un poco más a la fogata, pudo comprobar lo que ya sospechaba. El olor de la carne asada provenía del cuerpo calcinado de una persona que, atada a un palo, había sido inmolada. La multitud, al unísono, vociferaba una y otra vez: «¡Viva Cristo Rey!» Junto a la hoguera, Quetza distinguió un grupo de hombres vestidos de púrpura en cuyos pechos reposaba, otra vez, una cruz. Dedujo que eran los sacerdotes. «Igual que en Tenochtitlan, aunque mucho más pequeño, hay aquí un centro ceremonial junto al
teocalli
. En este lugar de ceremonias se reúnen los nativos para asistir a los sacrificios humanos. La manera de ofrendar hombres a su Dios es clavándolos en una cruz, según atestiguan varias estatuillas, o bien quemándolos con leños verdes para prolongar la agonía, tal como yo mismo he podido ver. El Dios al cual hacen la ofrenda se llama Cristo Rey. Los nativos gritan su nombre mientras los sacerdotes hacen el sacrificio, del mismo modo que en Tenochtitlan el pueblo invoca el nombre de Huitzilopotchtli.»
A la luz de la cruel ceremonia que estaban presenciando y, temiendo que la multitud pudiese descubrirlos en su condición de extranjeros, la reducida avanzada mexica decidió abandonar cautamente la plaza. Tiempo después Quetza aprendería el nombre de ese rito que, en el idioma de aquellos salvajes, tenía una pronunciación compleja para una lengua acostumbrada al náhuatl:
Santa Inquisición
.
Algunos vestidos de hombre y otros de mujer, ese puñado de soldados que constituía la pequeña vanguardia de las huestes de Quetzalcóatl aprovechó que todo el mundo estaba en la plaza para poder entrar en el templo. «El
teocalli
de estos nativos es mucho, más pequeño que nuestras pirámides. Al pie del templo hay una torre que está formada por dos cuerpos cúbicos, rematados en una extremidad piramidal, semejando una miniatura de nuestro Huey Teocalli. Estas gentes veneran a muchos ídolos y, a juzgar por la enorme cantidad de imágenes diseminadas por todas partes, adoran a numerosos dioses. El más importante de ellos, el Cristo Rey, que parece ser el Dios de los Sacrificios y que está por todas partes, dentro y fuera del templo, es el que ocupa el lugar principal del
teocalli
. Luego, también con mucha profusión, se ve la imagen de la Diosa de la Fertilidad, representada como una mujer que lleva un niño en brazos; asimismo, puede vérsela rodeada de animales en señal de abundancia.» Eso apuntaría Quetza más adelante en sus crónicas. Y a medida que iban avanzando por el centro del templo veían, a uno y otro lado, la sucesión de retablos colmados de imágenes, pinturas y tallas. «El número de Dioses e ídolos de estos nativos es verdaderamente incontable», escribiría. Conforme descubría sobre las paredes la imagen de un santo, una escena celestial o, al contrario, la representación del infierno, creía ver en ellos distintas divinidades. Pronto se formó Quetza una idea de cómo estaba constituido el Panteón de los aborígenes: el Cristo Rey y la Diosa de la Fecundidad ocupaban el lugar más encumbrado de esa creencia; luego venían unos personajes alados que surcaban los cielos y, detrás, los semidioses, cuyo origen terrestre parecía indudable de acuerdo a las representaciones. Luego aprendería Quetza que a estos seres alados les decían «ángeles» y a los semidioses «santos». Y, desde luego, no faltaban los Dioses del Mal. El más importante, según podía adivinarse, era aquel que gobernaba sobre los demonios de las profundidades, el que martirizaba a quienes caían en sus dominios. Fácilmente podía Quetza establecer las analogías con su propia religión.
Luego de esa rápida recorrida por el templo, decidieron que era tiempo de salir, antes de que terminara la ceremonia de los sacrificios y la gente se dispersara.
La anónima comitiva mexica se escabulló velozmente para perderse por las calles de esa ciudad que, en lengua de los nativos, se llamaba Huelva y a la que Quetza bautizó Tochtlan. «Se trata de una ciudad pequeña, que no ha de alcanzar la vigésima parte de Tenochtitlan. Las plazas y calles son completamente secas: no se ven plantas ni agua, no hay chinampas dentro de la ciudad y no he visto un solo canal que la atraviese.» Dado que Huelva era una ciudad portuaria, no era extraño ver extranjeros por sus calles y tabernas. Por allí, hacía mucho tiempo, habían ingresado varias y diversas civilizaciones que, sucesivamente, conquistaron la ciudad. Pero era por completo inédita la presencia de hombres con aquellos rasgos tan diferentes de los de la multitud de etnias que solían desembarcar en aquellas playas. Por eso Maoni les insistía a los hombres que no dejaran que nadie viera sus rostros, que se mantuviesen siempre ocultos si no querían terminar en la hoguera.
La primera impresión que se formó Quetza de los nativos estaba signada por el contraste con su propia gente. «La mayoría de los aborígenes presenta una piel de color tan pálido, que se diría que estuviesen gravemente enfermos», anotó. Sin embargo, desde el primer día, percibió el numeroso componente moro que habitaba la región. «Aunque también se ven hombres y mujeres de rasgos muy diferentes que visten distinto, hablan de otro modo y sus costumbres difieren de las de los primeros. Estas gentes son verdaderamente bellas, su piel es más oscura y su mirada suele ser franca y penetrante», apuntaría el adelantado mexica. Pero lo que más llamó la atención de Quetza eran los atavíos que usaban. «Hay un elemento realmente sorprendente en la forma de vestir de esos aborígenes: a pesar de que en este momento del año hace un calor agobiante, todos andan cubiertos de pies a cabeza. Nadie exhibe una sola parte de su cuerpo. Y no sólo las partes pudendas; las mujeres andan con los pechos tapados, se cubren las piernas y hasta los brazos. Las hay, incluso, que llevan una túnica que les oculta desde el rostro hasta la punta de los pies. Los trajes de los hombres tienen muchas y muy complejas piezas. En general estos nativos huelen muy mal y no tienen la costumbre del baño diario; de hecho, me atrevería a afirmar que algunos no se han bañado jamás. De modo que, si se suma la falta de higiene al exceso de ropa y la abundancia de secreción, el resultante es un hedor que invade cada rincón de la ciudad», escribiría Quetza. La escasa disposición de los nativos hacia el aseo se hacía palpable, también, en las calles: «A diferencia de Tenochtitlan, que está provista de acueductos que traen el agua limpia y devuelven las aguas servidas, aquí el agua es muy escasa, se acarrea en cubos y las aguas de desperdicio son arrojadas por las ventanas junto con los excrementos». Otra cosa que llamaría la atención de Quetza y sus hombres, era el excesivo tono de la voz que empleaban los nativos para comunicarse. En su patria era regla de educación dirigirse al prójimo con respeto, reverencia y delicadeza. Jamás podía mirarse a los ojos a los mayores, a los funcionarios o a cualquiera de jerarquía superior. Y, en todos los casos, luego de cada frase, se dedicaba una reverencia. «Aquí todo el mundo grita. No alcanzo a comprender la razón. Las mujeres se reúnen en las puertas de las casas y hablan entre ellas emitiendo sonidos que, más que palabras, parecieran graznidos de
alotl
.»