—Colombo, Cristophoro Colombo —susurró a su oído uno de los edecanes de la reina.
Antes de retirarse del palacio, Quetza tuvo la certidumbre de que acababa de iniciarse una secreta carrera por la posesión del mundo. Y ninguno de ambos capitanes iba a ceder un ápice de mar ni de tierra.
Quetza y su pequeña avanzada, a la que se había sumado Keiko, volvieron a embarcarse. El cacique de Huelva, cumpliendo su promesa, intercedió ante la reina para que pusiera a su disposición una nave en la que Quetza pudiese llevar todo lo que había pedido a cambio de los mapas: algunos caballos y yeguas, distintos tipos de carros y carretas, ruedas de diferentes maderas y circunferencias, frutas disecadas, semillas y, tal vez el pedido más delicado, varias armas de fuego. Desde el día en que lo recibieron con una honorífica salva de cañones, Quetza supo que las armas con las que contaba el enemigo eran temibles. Poco podrían hacer sus espadas de obsidiana, sus arcos, flechas, lanzas y su destreza física para el combate, contra aquel armamento que lanzaba bolas de hierro con una fuerza y velocidad tal, que se tornaban invisibles en el aire. Por otra parte, las estruendosas explosiones de fuego y humo resultarían aterradoras para un ejército cuyos métodos para infundir temor eran los alaridos y los pigmentos en la piel. Supo, gracias a Keiko, que no debía mostrarse sorprendido ante la magia de esas explosiones, ya que quien había creado el polvo que desataba el fuego era su propio pueblo o, más bien, aquel del que decía provenir: el de Catay. Por eso, cuando pidió que le diesen pólvora y algunos pertrechos, los españoles pensaron que se trataba de un reaprovisionamiento para defenderse durante el peligroso retorno hacia el Oriente, o, tal vez, del capricho de un coleccionista. La carga de la pequeña carabela que dieron a Quetza sería la semilla que, plantada en suelo mexica, haría brotar la nueva civilización hecha de la mezcla de los Hombres Sabios a uno y otro lado del mar.
La tripulación se dividió en dos: la mitad iría en la gran embarcación mexica y, la otra, en la pequeña galera española. La primera sería capitaneada por Maoni y la segunda por Quetza. La ínfima escuadra fue despedida desde el puerto de Huelva con los mayores honores; los españoles se dirigían al joven jefe llamándolo Almirante César. Quetza rápidamente aprendió a navegar su nuevo barco; no era tan veloz ni tan estable como el que él había construido, pero tal vez tuviese mayores comodidades, sobre todo pensando en Keiko. El timón resultaba una herramienta novedosa, aunque le costaba acostumbrarse a él.
Una vez que perdieron de vista la costa, Quetza detuvo la marcha. Se preguntaba hacia dónde apuntar las proas. Tenía que pensar con calma pero con rapidez. Luego del encuentro con el navegante de la reina, confirmó su convicción de que la llegada de los europeos a Tenochtitlan era sólo una cuestión de tiempo. En su carrera desesperada por encontrar rutas hacia el Oriente se toparían, por fuerza, con el continente que aún desconocían. Y, por cierto, sus tierras eran tanto o aún más ricas que las orientales: cobre, plata, oro, especias y toda clase de riquezas los esperarían al otro lado del mar. Con sus caballos, armas y carros no tardarían en apoderarse de los vastos territorios del valle y los que estaban aún más allá, sembrando la muerte y la destrucción tal cual lo hacían en las hogueras del Cristo Rey con musulmanes y judíos. ¿Por qué razón habrían de comprar en Oriente lo que podían obtener, con la facilidad con que se arranca una fruta de un árbol, en Occidente? Era urgente anoticiar a su
tlatoani
de todo lo que había visto en el Nuevo Mundo. Resultaba perentorio hacerse de armas, barcos, carros y criar caballos para lanzarse sobre aquellas playas antes de que ellos lo hicieran. Debían evitar que el quinto sol se derrumbara sobre sus propias cabezas y construir la nueva civilización de Quetzalcóatl antes de que el Apocalipsis los sorprendiera inermes.
El capitán mexica se hallaba frente a una verdadera encrucijada: por una parte, la urgencia de volver cuanto antes a Tenochtitlan, pero, por otra, la necesidad de avanzar sobre el Nuevo Mundo para conocer los demás pueblos, establecer alianzas y ver el rostro de los futuros enemigos. El regreso por Oriente sería mucho más largo y acaso más tortuoso que la ruta que los condujo de ida. Acaso aquellas jornadas de diferencia fuesen vitales para adelantarse a una hipotética aventura del almirante de la reina. Pero también se preguntaba si era necesario renunciar a su propósito de dar la vuelta al mundo. Sin embargo, había un argumento que obligaba a mantener el rumbo firme hacia el Levante: llegar al lugar del origen, allí donde estaban las raíces del pueblo mexica. De pronto un viento vigoroso se alzó desde el Poniente, un viento que parecía el aliento de sus compatriotas para que siguiera viaje hacia donde ningún mexica había llegado: las tierras de Aztlan.
De modo que el joven almirante desplegó las velas y se dejó llevar por el viento.
La pequeña escuadra compuesta por las dos naves avanzaba resuelta hacia el corazón del Mediterráneo. A su paso, bordearon las islas pertenecientes a la Corona de Aragón y Castilla. Quetza se dijo que tal vez fuera aquel archipiélago una buena cabecera de playa donde establecerse para iniciar las acciones militares. Pero por lo visto no era el primero en pensarlo: al acercarse un poco más a la costa de Ibiza pudo ver claramente unas enormes murallas que defendían el acceso a la isla, serpenteando la colina hasta su cima, sobre la cual se alzaba el castillo. Tan fortificada como Ibiza estaban Mallorca, Menorca y hasta la pequeña Formentera.
Keiko, a medida que avanzaban hacia el Este, no podía despegar la vista de la línea del horizonte, como si esperara ver surgir de pronto las costas de su tierra. Quetza, desde el timón, la contemplaba en silencio y se decía que, tal vez, había emprendido ella aquel viaje sólo para escapar de su destino. Quizá, pensaba, Keiko se había aferrado a él como el naufrago a un resto de madera que quedara flotando luego del desastre. Veía su figura recortada contra el cielo, su cara al viento como un pequeño y delicado mascarón de proa, y entonces intentaba adivinar de qué estaba hecho aquel mutismo. Pero Quetza no dudaba del amor de Keiko. ¿Acaso, él mismo no había salido de Tenochtitlan escapando dé las garras sangrientas de Huitzilopotchtli? Huir no significaba abandonar la lucha ni, mucho menos, las convicciones. Su vida, se dijo Quetza, había sido una permanente lucha desde el mismo día en que nació. Era un guerrero valiente y ganó todas y cada una de las batallas: junto a su padre, Tepec, había conseguido escapar del sacrificio y derrotar a la enfermedad y a su implacable verdugo, el sacerdote Tapazolli. Quetza sabía que no tenía derecho a dudar de Keiko. ¿Acaso él mismo no había emprendido la travesía buscando la respuesta a la pregunta por su propia existencia? La búsqueda de las míticas tierras de Aztlan tal vez no tuviese el único propósito de encontrar las raíces del pueblo mexica, sino, quizá, fuese un intento de hallarse con sus propios orígenes. Él no ignoraba que sus verdaderos padres fueron asesinados por las tropas mexicas, ni que el
tlatoani
al que servía era sucesor del que ordenó matarlos. Sabía que la ciudad que amaba, Tenochtitlan, era la culpable de su tragedia pero también le había dado lo que más quería: a su padre adoptivo, Tepec, a una de sus futuras esposas, Ixaya, y a sus entrañables amigos, los vivos y los que llevaba en la memoria hasta los confines del mundo. Y le había ofrecido la posibilidad de ir hasta donde nadie había llegado. Aunque adoptado, él era un extranjero en Tenochtitlan; aun perteneciendo a la nobleza, llegó a ser un desterrado. Tal vez por eso se sentía cerca de los sometidos, de los esclavos, de los
macehuates
, de los más pobres. Por esa razón buscaba la unión de los pueblos del valle, porque creía que eran todos hermanos provenientes de Aztlan, que nada los diferenciaba, que Huitzilopotchtli no hacía más que someterlos a guerras inútiles y fratricidas. Y mientras miraba a Keiko, de pie en la cubierta, luchando sola y en silencio contra el destino y la añoranza, más se convencía de que aquel viaje debía hacerse en el nombre del Dios de la Vida. Era consciente de que era aquél el prolegómeno de la más grande de todas las guerras. Pero esa batalla no podría librarse en el nombre de Huitzilopotchtli, sino en el de Quetzalcóatl; de otro modo estaría perdida antes aun de comenzar.
Todo esto pensaba Quetza, cuando, desde lo alto del mástil, uno de sus hombres volvió a gritar:
—¡Tierra!
Al aproximarse a la costa, Quetza pudo divisar un promontorio en cuya cima había un templo erigido en honor del Cristo Rey. Tal vez a causa de la añoranza, el joven capitán mexica creyó que aquella colina era obra del hombre: estaba seguro de que se trataba de una pirámide y no se deshizo de aquella idea por mucho tiempo. Fue por esa razón que bautizó aquel puerto como
Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli
, voz que significaba «La pirámide sobre el mar». Nombre este que a Quetza le resultaba más fácil de pronunciar que Marsella, tal como indicaba en ese punto una de las cartas que el capitán mexica había obtenido de manos del almirante de la reina.
A diferencia de su entrada en Huelva, furtiva y en un recodo escondido, Quetza ingresó a Marsella por la ensenada principal del puerto. Luego del recibimiento con salvas y honores que le habían dado en España, no tenía motivos para ocultarse como un ladrón. Después de todo, se dijo, era un verdadero dignatario y venía con la bendición no sólo de su
tlatoani
, sino también con la de los reyes de Aragón y Castilla. A medida que se iba acercando, Quetza podía comprobar que Marsella era un puerto rodeado por una pequeña ciudad, como si las hermosas y sencillas casas blancas de techos rojos diseminadas a uno y otro lado de la gran dársena hubiesen sido traídas por los barcos desde algún lugar remoto. Pese a la enorme cantidad de naves que entraban, salían y fondeaban, la pequeña escuadra mexica se hizo notar de inmediato: todos los marineros, los que estaban embarcados y los que se hallaban en tierra, giraban la cabeza para ver esa extraña embarcación presidida por una serpiente emplumada. No podían disimular su asombro al ver a los tripulantes vestidos con aquellos ropajes extraños: Quetza llevaba puesta su pechera de guerrero, sus collares y brazaletes, pero en lugar de la vincha con plumas, tenía la cabeza cubierta por un sombrero de capitán español, obsequio del cacique de Sevilla. El resto de la tripulación mezclaba sin demasiado criterio las ropas que habían traído de la Huasteca con otras que intercambiaron con los nativos en España. Jamás habían visto los lugareños un barco como aquél y no se explicaban cómo esos extranjeros de piel amarilla y atuendos estrafalarios comandaban una carabela de origen español. Los marinos nativos hubiesen encontrado graciosa aquella escuadra insólita, de no haber sido por los armamentos que exhibían: cañones, arcabuces, arcos, flechas y lanzas.
Avanzaban por el ancho fondeadero y, cuando se disponían a soltar amarras, fueron flanqueados por tres naves que los escoltaron hasta una escollera. Quetza y Maoni, comandando sendos barcos, agradecieron con gestos grandilocuentes el recibimiento. Desde una de la embarcaciones nativas se vio el destello de un arcabuz, al que siguió una cantidad de estruendos y refucilos. El capitán mexica creyó que se trataba de una salva igual a la que recibieron al llegar a Huelva, pero al ver que uno de los proyectiles había alcanzado la cubierta, destruyendo parte de la balaustrada de la pequeña goleta, comprendió que no eran aquéllas muestras de bienvenida. Maoni esperó las órdenes su capitán; estaba dispuesto a contestar el ataque si así lo decidía. Sin embargo, Quetza creyó prudente conservar la calma y explicar a los nativos que venían sin ánimos de iniciar hostilidades. Uno de los barcos se acercó y su capitán, en una lengua extraña, repleta de sonidos guturales que parecían modulados con la glotis y no con la lengua, interrogó a Quetza en forma imperativa. El comandante mexica no sabía qué contestar porque, en rigor, no había entendido una sola palabra; apenas si balbuceaba algo de castellano. Pero para sorpresa de todos los tripulantes, Keiko se dirigió al capitán nativo en aquel idioma indescifrable. A Quetza se le hizo evidente que, a pesar de su juventud, su futura esposa había vivido mucho más que cualquier otra muchacha de su edad.
Los miembros de la tripulación fueron obligados a dejar todas las armas a bordo y, una vez en tierra, los condujeron hacia un recinto sombrío cercano al puerto. Las explicaciones que dio Keiko no parecían convencer a los nativos. El hombre que los interrogaba quería saber de dónde venían y cómo obtuvieron la carabela española, sugiriendo que la habían tomado por asalto, asesinando a su auténtica tripulación y robando su valioso cargamento. El hombre rió con una carcajada sonora cuando Quetza, a través de Keiko, le dijo que venían de España, que fue la propia reina Isabel de Castilla quien le había obsequiado el barco con su carga y los armamentos. Aquellas palabras fueron suficientes para que el capitán nativo ordenara que las naves fuesen decomisadas de inmediato. El hombre separó a Keiko del resto, sospechando que tal vez la mujer había sido secuestrada por aquellos extravagantes piratas, y dispuso que los encarcelaran sin más trámite.
Habiendo recorrido la mitad del globo luego de haber sobrevivido a los taínos y a los canibas, a las mareas, a las tempestades y a las hogueras del Cristo Rey, Quetza veía cómo su empresa zozobraba de pronto en un abrir y cerrar de ojos.
Sin poder hacer nada, vio cómo un grupo de hombres se llevaba a Keiko.
Los sueños de Quetza y su pequeña avanzada se estrellaron de pronto contra los muros de una prisión fría, húmeda y hedionda. Aquellos salvajes tan poco hospitalarios no parecían dispuestos a creer que los extranjeros viniesen de Catay, tal como afirmaban. El comandante mexica hizo prometer a cada uno de sus hombres que no revelarían la verdadera procedencia bajo ninguna circunstancia, ni aunque fuesen sometidos a tormentos. Era preferible que los creyeran piratas a que supieran quiénes eran y de dónde venían. Debían estar dispuestos a morir antes de que esos nativos averiguaran que existía un mundo al otro lado del océano. Tal vez ninguno de ellos hubiese podido cumplir esa promesa antes de emprender la travesía; pero ahora, luego de la hazaña que habían protagonizado, ya no eran los mismos que zarparon. Habían comprobado que la épica no era solamente un género poético que recitaban sus mayores, sino que acababan de escribir, acaso, la página más gloriosa de la historia luego de la fundación de Tenochtitlan. Aquellos mexicas ladrones, asesinos, desterrados, esos huastecas sometidos, humillados, despreciados, se habían convertido en héroes.