El complot de la media luna (51 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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Al llegar al otro lado, vio que los cabos colgaban muy altos desde la quilla pero que el casco estaba desierto. Entonces, a menos de cincuenta metros de allí, atisbo algo en el agua. Dio la vuelta en el acto, se acercó a toda velocidad y vio con alegría que era Pitt, que arrastraba a Lazlo, herido, lejos del barco.

Giordino se acercó y en una rápida maniobra dio marcha atrás y se situó a un lado. Pitt subió a Lazlo a uno de los flotadores y, al ver que Giordino se disponía a abrir la escotilla, gritó:

—¡No hay tiempo! ¡Sácanos de aquí!

Giordino asintió, esperó a que Pitt subiese al flotador y sujetase a Lazlo, y aceleró. Los dos hombres se vieron sacudidos como peleles mientras el
Bala
surcaba a gran velocidad las aguas del estrecho. Giordino dio la vuelta y se dirigió hacia el puente de Gálata; era el refugio que tenían más a mano.

Se hallaban a menos de cien metros del puente cuando un profundo retumbar recorrió el canal. Parte de los explosivos habían caído al fondo del mar cuando el
Dayan
naufragó, pero casi la mitad del combustible del barco y la mayor parte del HMX continuaban en los dos tanques de proa. No obstante, el barco se hundía por la proa, los tanques inundados estaban casi sumergidos del todo, y eso disminuyó considerablemente las consecuencias de la explosión.

Se oyó una rápida sucesión de estallidos sordos procedentes de los detonadores y siguió una explosión enorme que destrozó el casco de metal y que resonó por las colinas y las calles de Estambul como un estampido sónico. Una fuente de agua blanca surgió de la parte interior del buque y elevó a treinta metros de altura trozos de acero y restos que cayeron en un radio de cuatrocientos metros como una lluvia letal.

No obstante, la terrorífica explosión casi no causó daños. Debido al ángulo del buque tanque en pleno hundimiento, la fuerza del estallido se dirigió hacia delante y el
Bósforo
. Pitt había cambiado de rumbo en el último segundo, lo que había desviado la onda expansiva lejos de la costa y hacia un amplio sector de agua despejada.

Mientras los restos del barco caían a la bahía, un fuerte crujido resonó en el barco cuando una sección perforada se separó. La diezmada proa se hundió deprisa hasta el fondo del canal mientras el casco se elevaba un segundo más en la superficie antes de sumergirse.

Detenido bajo uno de los arcos del puente de Gálgata, Giordino salió de la cabina del
Bala
para ver cómo estaban sus pasajeros.

—Gracias por recogernos —dijo Pitt mientras ayudaba a Lazlo.

—Muchachos, esta vez habéis tirado demasiado de la cuerda —replicó Giordino.

—Tuvimos suerte. Maria Celik se había empeñado en hacer prácticas de tiro con nosotros en la borda de estribor, así que trepamos a la cubierta. Encontramos un par de cabos que bajaban por la banda de estribor, y estábamos descolgándonos cuando el barco zozobró. Conseguimos pasar por encima de la quilla y luego deslizamos al otro lado y eludir el yate.

—No tenías que haberte preocupado —dijo Giordino con una sonrisa—. Acabó aplastado como una cucaracha.

—¿Algún superviviente?

Giordino negó con la cabeza.

—Lazlo necesita atención médica —dijo Pitt—. Será mejor que le llevemos a la costa.

Ayudaron al teniente a entrar en el sumergible, y luego pusieron rumbo a la costa sur.

—Menuda explosión —comentó Giordino—. Pero podría haber sido muchísimo peor.

Pitt asintió en silencio; tenía la mirada puesta más allá del parabrisas.

Delante de ellos, los sólidos restos del buque tanque israelí se elevaban por la popa. El buque permaneció casi vertical, desafiante, hasta que se hundió bajo las olas con un ruido de succión. En algún lugar, no muy lejos del estrecho, los retorcidos sueños de una renovada dinastía otomana se hundieron con él.

83

La explosión del buque tanque sacudió a Estambul más política que físicamente. La pérdida confirmada de la lancha de la policía y de la embarcación de la Guardia Costera debido a un ataque puso a las fuerzas armadas del país en estado de máxima alerta. En cuanto se supo que el buque tanque era el
Dayan
, una oleada de acusaciones de alto nivel entre Turquía e Israel recorrió los canales diplomáticos. Las protestas de los aterrorizados ciudadanos casi provocaron una respuesta militar, pero los temores de un conflicto turco-israelí se disiparon cuando las autoridades encontraron a los tripulantes del
Dayan
.

En entrevistas públicas, los tripulantes detallaron el secuestro y el cautiverio a manos de pistoleros desconocidos. La opinión de los turcos cambió en cuanto los hombres explicaron que los habían obligado a cargar explosivos a punta de pistola y que habrían muerto a bordo del barco de no haber sido porque los rescataron en el último momento. Pitt y Giordino, después de dejar a Lazlo en un hospital, informaron en privado a las autoridades turcas de su participación en el hundimiento del
Dayan
.

Cuando el servicio de inteligencia de Estados Unidos aportó en secreto las pruebas que demostraban que los explosivos utilizados en los ataques contra las mezquitas de Bursa, El Cairo y Jerusalén era HMX, las fuerzas turcas actuaron de inmediato. Se realizaron redadas secretas en la casa, las oficinas y las instalaciones de Celik, y el
Estrella Otomana
fue localizado en aguas griegas y confiscado. A medida que aumentaba la presión pública por saber quién y por qué habían cometido los ataques, se hizo más difícil mantener la investigación oficial en secreto.

Tras la publicación de sus nombres, Ozden y Maria Celik se convirtieron en parias y en una vergüenza nacional. Más tarde, cuando se descubrió que habían organizado el robo en Topkapi, la vergüenza y la furia nacional se transformaron en rabia pura y dura. Investigadores y periodistas escarbaron en el pasado de la pareja y sacaron a la luz sus vínculos con la última familia reinante otomana y, también, con el bajo mundo y los traficantes de drogas que habían ayudado a poner en marcha los negocios de Celik.

Como no podía ser de otra manera, los
trapicheos
financieros de los Celik con la realeza árabe quedaron al descubierto y así se supo que millones de dólares habían ido a parar a las arcas del muftí Battal. El objetivo de los ataques de los Celik se hizo de inmediato patente, y la ira del pueblo recayó en el muftí y su Partido de la Felicidad. Si bien no se encontró ninguna prueba de que el muftí estuviera involucrado, o tuviese siquiera conocimiento de los ataques terroristas, el daño estaba hecho.

La confirmación inapelable de la culpabilidad de los Celik llegó cuando los buceadores bajaron al fondo del Cuerno de Oro y encontraron los restos destrozados del
Sultana
no muy lejos del casco del buque tanque. Un equipo de salvamento sacó el yate hundido a la superficie, donde los forenses de la policía se encargaron de retirar el cuerpo aplastado de Maria Celik de la cubierta del yate.

Desprestigiado, con sus fondos confiscados y el cadáver de su hermana en la morgue de Estambul, del imperio de Ozden Celik solo quedaba el hombre.

Sin embargo, por lo visto él había desaparecido sin dejar rastro.

84

La oración del viernes al mediodía, llamada
khutbah
, era el servicio religioso que más fieles reunía en toda la semana. Era el momento en que el imán residente de la mezquita ofrecía un sermón imbuido de fe antes de dirigir las plegarias.

En la mezquita de Fatih, en Estambul, la sala de plegarias permanecía curiosamente vacía a pesar de la reciente llamada a la oración. Por lo general, a la hora de la
khutbah
estaba llena hasta los topes, y docenas de personas se quedaban en la entrada y en el patio con la ilusión de alcanzar a ver al muftí Battal mientras escuchaban sus palabras de esperanza. Pero no ese día.

Apenas había cincuenta fervientes seguidores cuando el muftí Battal entró en la sala y subió a una tarima cerca del mihrab. El que fue un poderoso muftí había envejecido veinte años en la última semana. Tenía los ojos hundidos y fríos; la piel, pálida y sin vida. La arrogancia y el orgullo que habían impulsado su ascenso al poder habían desaparecido por completo. Al ver la escasa concurrencia, se estremeció ligeramente y reprimió la sencilla emoción de la furia.

Comenzó su homilía hablando en voz baja contra los peligrosos y descontrolados poderes del gobierno. De manera inusitada, empezó a divagar incoherencias y lanzó una letanía de ataques contra supuestos males y amenazas. Los rostros sombríos que le miraban desencantados por fin le llevaron a controlar su diatriba. Acabó el sermón de forma abrupta, recitó un breve pasaje del Corán que hablaba de la redención, y luego dirigió a los fieles en la plegaria.

Poco dispuesto a mezclarse con los fieles, Battal se apresuró a abandonar la sala de oraciones y entró en una pequeña habitación donde tenía un despacho. Le sorprendió ver a un hombre barbudo sentado frente a su escritorio. Vestía prendas gastadas propias de un peón y llevaba un sombrero de ala ancha que le cubría en parte el rostro.

—¿Quién le ha dejado entrar? —preguntó Battal.

El desconocido se puso en pie, levantó la cabeza para mirarle a los ojos, y después se arrancó la barba postiza.

—Entré por mi cuenta, Altan —respondió la voz desconsolada de Ozden Celik.

Debajo de su disfraz de peón, su aspecto no distaba mucho del de Battal. El mismo rostro tenso y demacrado y la piel grisácea. Pero sus ojos brillaban con una intensidad cercana a la locura.

—Me pones en peligro al venir aquí —protestó Battal. Corrió a la puerta trasera, la abrió con cautela y asomó la cabeza para echar un vistazo—. Ven,
sígueme
—dijo y salió del despacho.

Recorrieron un pasillo y entraron en un almacén que se usaba muy poco y que se hallaba al fondo del recinto de la mezquita. En un rincón había una lavadora y un montón de toallas viejas puestas a secar en un tendedero. En cuanto Celik entró, Battal cerró la puerta con llave.

—¿Por qué has venido? —preguntó, impaciente.

—Necesito tu ayuda para salir del país.

—Sí, tu vida ya ha terminado en Turquía. Prácticamente como la mía.

—Lo he sacrificado todo por ti, Altan. Mi riqueza, mis propiedades. Incluso a mi hermana —añadió Celik con voz temblorosa—. Todo lo hice con el objetivo de que llegases a presidente.

Battal miró a Celik con descarado desprecio.

—Me has destruido, Ozden —dijo con el rostro arrebolado por la furia—. En las elecciones me aplastaron. Mis patrocinadores han desaparecido. Mi congregación me ha abandonado. Todo porque tú has manchado mi reputación. Y ahora esto.

Sacó una carta del bolsillo y se la arrojó. Celik no le hizo ni caso, se limitó a sacudir la cabeza mientras la carta caía planeando al suelo.

—Es de la Diyanet —dijo Battal—. Me han relevado de mi cargo como muftí de Estambul. —Miraba a Celik con los ojos muy abiertos—. Me has destruido completamente.

—Todo se hizo para conseguir nuestro destino —afirmó Celik en voz baja.

Battal fue incapaz de seguir controlándose. Agarró a Celik por la camisa y lo arrojó a la otra punta de la habitación. Celik chocó contra la colada, el cordel se rompió y cayó al suelo envuelto en toallas. Intentó levantarse, pero Battal ya se le había echado encima. El muftí cogió el cordel, lo enrolló alrededor de la garganta de Celik y apretó. Celik se resistió con todas sus fuerzas lanzando puñetazos contra el muftí. Pero Battal era demasiado grande y fuerte, y estaba sediento de venganza. Dio rienda suelta a su ira, hizo caso omiso de los golpes de Celik y apretó más la cuerda. Celik tomó conciencia del horror de estar a punto de morir estrangulado. Mientras luchaba por respirar y la vida abandonaba lentamente su cuerpo, vio el desfile de las víctimas a las que había estrangulado. En un último intento desesperado por soltarse, miró al muftí con una combinación de miedo y desafío, luego sus ojos se velaron y su cuerpo se aflojó. Battal mantuvo la presión mortal durante otros cinco minutos, no por seguridad sino llevado por una furia psicótica. Por fin soltó el cordel, se apartó poco a poco del cuerpo, y salió de la habitación con manos temblorosas y con la mente desquiciada para siempre.

A última hora de la mañana siguiente, el cuerpo de Celik fue descubierto por un pescador del
Bósforo
. Arrojado a las aguas de la bahía, había flotado por el Cuerno de Oro durante la mayor parte de la noche y había acabado en la playa de Sarayburnu o cabo del Palacio.

El cadáver de Ozden Celik, el último otomano del mundo, fue hallado a unos pocos pasos de los muros de Topkapi, a la sombra de la gloria de sus legendarios antepasados.

85

Pitt y Giordino encontraron a Lazlo en el tercer piso del Istanbul Hospital, en una habitación cómoda y muy vigilada con vistas al
Bósforo
. El teniente, tumbado en la cama, leía un ejemplar de hacía tres días del periódico israelí
Haaretz
cuando les permitieron entrar.

—No me diga que sigue ocupando la primera página de los diarios de su país —dijo Pitt cuando le estrechó la mano.

—Me alegro de verlos, amigos —respondió Lazlo al tiempo que, un tanto avergonzado, dejaba el periódico a un lado—. Sí, en Israel continuamos siendo noticia de primera plana. Sin embargo, lamento informarles de que al parecer yo me llevo todos los méritos. Pero fue usted quien detuvo el buque tanque —dijo a Pitt—. Y nada hubiese sido posible sin el
Bala
—añadió para Giordino.

—Creo que puedo decir sin temor a equivocarme que fue un trabajo de equipo —replicó Pitt.

—Entre otras cosas, los tres hemos mejorado un montón las relaciones de mi país con Turquía —se ufanó Lazlo.

—Por no hablar de vuestra ayuda a mantener la visión de Atatürk de un gobierno turco laico durante unos cuantos años más —señaló Pitt.

—Creo que alguien debería proponer nuestros nombres para el premio Nobel —se burló Giordino.

—Me he enterado de que esta mañana encontraron el cadáver de Celik —dijo Lazlo.

—Sí, al parecer lo estrangularon y después arrojaron el cuerpo al Cuerno de Oro —explicó Pitt.

—¿Se me adelantó?

Pitt sonrió.

—Esta vez no. Según nos ha informado un detective de la policía, están bastante seguros de que el muftí Battal es el responsable. Un agente de paisano asignado a la mezquita de Battal comunicó haber visto a un hombre que se ajustaba a la descripción de Celik más o menos a la hora de su muerte.

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