El complot de la media luna (46 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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La tensión aumentó cuando un barco grande no identificado apareció en la pantalla con rumbo norte. Las sospechas crecieron inmediatamente cuando el sistema de identificación automática del barco no respondió por estar desactivado. Al ver que las repetidas llamadas por radio no recibían respuesta, enviaron a investigar a la lancha de la policía, pequeña y muy rápida.

Acercándose a toda velocidad al barco, la policía no tardó en comprobar, por su silueta y las luces de navegación, que se trataba de un buque tanque del tamaño del
Dayan
. La lancha pasó junto a los costados del buque tanque y luego dio la vuelta por la popa. El capitán tomó nota de la bandera israelí que ondeaba en el mástil y leyó el nombre del barco pintado en letras blancas en el espejo.

—Es el
Dayan
—comunicó a la patrullera de los guardacostas.

Fueron sus últimas palabras.

63

Las luces de cubierta y de navegación del
Dayan
se apagaron un segundo antes de que comenzasen los disparos. Una fila de jenízaros armados apareció en el borde de popa del buque tanque y abrió fuego contra la pequeña lancha de la policía. El capitán fue el primero en morir, atravesado por una ráfaga que destrozó el parabrisas del puente. Otro oficial de policía en cubierta cayó un instante después por un disparo en la espalda. Otro hombre en cubierta, un sargento veterano, reaccionó en el acto, se tumbó detrás de la borda y devolvió el fuego con su pistola automática. Pero murió en cuanto la lancha se apartó y, al quedarse sin protección, los jenízaros concentraron los disparos en él.

El tiroteo cesó por un momento cuando el cuarto y último hombre de la lancha subió a cubierta. Al ver a sus camaradas muertos, caminó hacia la cubierta de popa con las manos levantadas. Era un joven novato, había ingresado hacía poco en el cuerpo, y su voz tembló cuando les suplicó que no disparasen. Pero su súplica recibió por respuesta una ráfaga y se unió a sus camaradas en la muerte.

La lancha de la policía vagó sin rumbo fijo detrás del buque tanque durante unos minutos, como un cachorro perdido. En la timonera sonaban las repetidas llamadas de la patrullera de los guardacostas, llamadas que cayeron en oídos muertos. La estela del gran buque tanque desvió por fin la proa de la lancha, y la morgue flotante continuó su viaje hacia el horizonte de poniente.

El sonido de los disparos fue la señal que Hammet esperaba para entrar en acción. El capitán del buque tanque israelí llevaba ya muchas horas de angustia, desde que él y su tripulación habían sido obligados a entrar en el comedor después de cargar a bordo los explosivos plásticos y zarpar. Sabía que esos turcos armados, fueran quienes fuesen, habían convertido su barco en una bomba suicida, y que probablemente la tripulación israelí moriría en la explosión.

El capitán y el primer oficial habían discutido planes de fuga, pero sus opciones eran escasas. El par de guardias que los vigilaban desde la puerta parecían cada vez más alertas y los reemplazaban cada dos horas. Habían dejado de darles de comer, y no se les permitía acercarse al mamparo para mirar por el ojo de buey.

A aquella hora tardía, la mayor parte de la tripulación estaba durmiendo en el suelo. Hammet estaba tumbado junto a sus hombres, pero el sueño se hallaba muy lejos de su mente. No obstante, fingió dormir cuando la puerta se abrió y un hombre habló en susurros nerviosos a los guardias. Los dos hombres salieron de inmediato, y la tripulación israelí se quedó momentáneamente sin vigilancia.

Hammet se levantó en el acto.

—Todo el mundo arriba —ordenó en voz baja al tiempo que zarandeaba al primer oficial y a los que estaban a su alrededor. Mientras la somnolienta tripulación se levantaba, Hammet los reunió cerca de la puerta y les explicó su plan—: Zev, llévese a los hombres e intente llegar a la balsa de salvamento de popa sin que le vean —ordenó al primer oficial—. Yo iré a la sala de máquinas para ver si puedo detener el motor. Le ordeno que baje la balsa sin mí si no aparezco en diez minutos.

El primer oficial abrió la boca para protestar, cuando sonaron los disparos en la popa del barco.

—Cambio de planes —dijo Hammet deprisa—. Llévese a los hombres a cubierta e intente utilizar el bote salvavidas de babor.

Vamos a toda velocidad, quizá baste con lanzarla por encima de la borda.

—Será un salto muy duro para algunos hombres.

—Si cogen cabos y chalecos salvavidas se las apañarán. ¡En marcha, ya!

Hammet sabía que solo disponían de minutos, quizá segundos, y urgió a los hombres a que abandonaran el comedor. En cuanto el último marinero pasó por su lado, el capitán salió a cubierta y cerró la puerta. Estaban cerca de la base de la alta superestructura de popa. El primer oficial guió a la tripulación hacia delante y a través de la superestructura; avanzaban pegados a la pared para que no los vieran desde el puente. Hammet se volvió y siguió en dirección contraria, donde un pasillo llevaba a la sala de máquinas.

El sonido de los disparos continuaba resonando, y cuando llegó a la parte de atrás de la superestructura vio media docena de hombres armados, inclinados sobre la borda de popa, disparando al agua. Agachado, corrió hasta una puerta lateral que daba a una escalerilla. Con el corazón en la boca, bajó por la escalerilla y pasó por tres cubiertas antes de salir a un amplio pasillo. La puerta de la sala de máquinas estaba delante; se acercó con cautela y la abrió poco a poco. Le recibieron una ráfaga de aire caliente y un sonoro traqueteo mecánico. Entró y miró atento alrededor.

Hammet había confiado en que los secuestradores no hubiesen dejado un mecánico de guardia para ese viaje sin retorno, y había acertado. La sala de máquinas estaba vacía. Bajó por una escalera de rejillas y se detuvo junto al enorme motor diésel preguntándose qué debía hacer. Podía apagar el motor de varias maneras, pero una súbita pérdida de potencia provocaría la alarma inmediata. Necesitaba un efecto retardado para que la tripulación tuviese tiempo de escapar sana y salva.

Miró más allá del motor, hacia los dos grandes tanques de combustible que parecían silos horizontales.

—Claro —murmuró, y corrió hacia los tanques con un brillo en los ojos.

64

Menos de diez minutos después, Hammet estaba de nuevo en lo alto de la escalerilla y miraba la cubierta de popa. El tiroteo había cesado hacía tiempo; no vio a ninguno de los jenízaros, y eso lo inquietó. Más allá de la borda de popa, atisbo la sombra de una embarcación pequeña que se alejaba del buque tanque y sospechó con certeza que había sido el objetivo de los disparos.

Pegado a la pared posterior de la superestructura, avanzó a paso rápido hasta la banda de babor. Al llegar a la esquina, asomó la cabeza y respiró tranquilo: estaba desierta. Vio un par de cabos que colgaban por encima de la borda y deseó que la tripulación hubiera conseguido escapar. Pero el corazón le dio un vuelco cuando vio el bote salvavidas todavía sujeto en los soportes, junto al mamparo. Se acercó con cautela, y se asomó por encima de la borda para ver si había alguien colgado del cabo, pero solo vio agua.

Primero oyó el disparo y luego lo sintió, una única detonación de una pistola cercana. Un reguero de sangre se deslizó cálido por su pierna y un dolor punzante le abrasó el muslo. La pierna perdió fuerzas, y Hammet cayó sobre la otra rodilla al tiempo que una figura aparecía entre las sombras del mamparo.

Maria se acercó con calma; la pistola apuntaba al pecho de Hammet.

—Es un poco tarde para dar un paseo, capitán —dijo con frialdad—. Quizá lo mejor sea que se reúna con sus camaradas.

Hammet la miró decepcionado.

—¿Por qué hace esto? —gritó.

Maria no hizo caso de la pregunta; un par de jenízaros, alertados por el disparo, se acercaban a la carrera. A una orden suya, sujetaron a Hammet y lo arrastraron por la cubierta hasta el comedor del barco. Allí encontró a su desconsolada tripulación, sentada en el suelo con caras largas mientras un guardia iba de un lado al otro con el fusil preparado.

Los jenízaros arrojaron al capitán al suelo y ocuparon sus posiciones junto a la puerta. El primer oficial del
Dayan
ayudó a Hammet a sentarse y el enfermero se ocupó de la herida de la pierna.

—Esperaba no encontrarlos aquí —dijo Hammet con una mueca de dolor.

—Lo siento, capitán. Esos hombres dejaron de disparar justo cuando acabábamos de arrojar los cabos por la borda. Nos vieron antes de que pudiésemos lanzar el bote salvavidas.

Habían detenido la hemorragia en la pierna, pero Hammet notó que su cuerpo entraba en shock. Respiró varias veces hondo e intentó relajarse.

—¿Tuvo suerte en su propósito? —preguntó el oficial.

El capitán se miró la pierna herida, y luego consiguió asentir.

—Supongo que sí —respondió con los ojos vidriosos y un hilo de voz—. De una manera u otra, creo que nuestro viaje se acerca a su fin.

65

Tres millas al norte, la patrullera de los guardacostas turcos llamó repetidamente al
Dayan
y a la lancha de la policía y no recibió respuesta. Cuando comunicaron al puente que habían visto fogonazos, el capitán de la patrullera ordenó que interceptasen de inmediato el buque tanque.

La patrullera avanzó a toda velocidad hacia el buque tanque, mientras los servidores de la pieza de artillería de 30 mm instalada a proa ocupaban sus puestos y un pequeño grupo de abordaje se preparaba. La patrullera dio una vuelta rápida al buque israelí y, al no ver la lancha de la policía, se acercó a la banda de estribor. El capitán llamó al
Dayan
por el altavoz.

—Aquí la embarcación de la Guardia Costera SG-301. Se le ordena detenerse y prepararse para un abordaje —gritó.

El capitán de los guardacostas estaba a la espera de ver si el
Dayan
reducía la marcha cuando le llamó su primer oficial.

—Señor, otra embarcación se acerca por estribor.

El capitán miró a estribor y vio un yate de lujo de color oscuro que aparecía por delante de la patrullera y luego se situaba a popa.

—Comuníquenle que se aleje si no quieren saltar por los aires —ordenó el capitán. Su atención se dirigió de nuevo al buque tanque, donde una figura había aparecido junto a la borda.

Le sorprendió que fuera una mujer; les hacía señas y les gritaba algo. El capitán salió al ala del puente.

—Acérquenos, no puedo oírla —ordenó al timonel.

Maria sonrió para sí cuando la patrullera se acercó a un par de metros del buque tanque. De pie junto a la borda, por encima de la otra embarcación, veía el puente de la patrullera sin ningún obstáculo.

—¡Necesito su ayuda! —gritó al par de oficiales.

Sin esperar respuesta, cogió una bolsa pequeña junto a sus pies y la arrojó por la borda. El lanzamiento fue casi perfecto: la bolsa voló hacia uno de los oficiales, que la cogió en el aire sin problemas. Maria esperó un segundo a que el oficial abriera la bolsa, y luego se tumbó en cubierta y se cubrió la cabeza.

La explosión iluminó el cielo nocturno con un brillante destello seguido por un estruendo tremendo. Maria esperó hasta que los fragmentos de la patrullera aterrizaron y luego se asomó por la borda. El puente de la patrullera era un caos. La explosión había hecho polvo la superestructura y a todos los hombres que estaban allí. El humo de una docena de pequeños incendios que consumían los equipos electrónicos se elevaba hacia el cielo. En lo que quedaba de la embarcación, el resto de los marineros, atontados y con graves quemaduras, se levantaban después de que la onda expansiva los tumbara en la cubierta.

Maria se arrastró por el pasillo hasta una puerta abierta.

—¡Ahora! —gritó.

El pequeño equipo de jenízaros salió por la puerta y corrió a la borda para abrir fuego contra los atontados marineros. El tiroteo fue breve: los artilleros del cañón de proa fueron eliminados deprisa, y después cayeron los miembros del grupo de abordaje. Unos pocos marineros consiguieron recuperarse y devolver el fuego. Pero se vieron forzados a disparar desde un ángulo incómodo que les impedía buscar refugio. Su resistencia duró solo unos minutos. La cubierta de la embarcación turca quedó sembrada de hombres heridos y muertos.

Maria ordenó a los jenízaros que cesaran el fuego, y luego se comunicó por radio. Segundos más tarde, el yate azul apareció a toda máquina junto a la patrullera, redujo la velocidad y comenzó a empujar la proa de la patrullera. Bastaron unos pocos empujones para que la embarcación de los guardacostas comenzase a rozar y a golpear el costado del buque tanque. Sin potencia, la patrullera fue perdiendo impulso y se deslizó hacia atrás sin separarse del buque israelí.

El yate continuó reduciendo la velocidad hasta situarse por delante de la patrullera, al tiempo que la mantenía prisionera contra el
Dayan
hasta que llegó a popa. Siempre en posición, el yate esperó hasta que la punta de la proa de la patrullera cruzó el espejo de popa, y a continuación lo embistió con toda su potencia. La patrullera viró a la izquierda y acabó atravesada en las aguas mansas de la popa del buque tanque. Un golpe sordo surgió de debajo de la superficie cuando la enorme hélice de bronce del
Dayan
golpeó el casco de la patrullera.

Con la cubierta llena de sangre y la superestructura envuelta en una columna de humo, la patrullera dio un bandazo y escoró hacia estribor. Solo unos cuantos gritos atravesaron la noche en el momento en que la proa se alzó en el aire; luego toda la embarcación se meció sobre la popa y desapareció bajo las olas como si nunca hubiese existido.

66

La fatiga física y mental comenzó a hacer mella en Pitt después de dos horas de navegación a máxima velocidad en la oscuridad. Habían viajado hasta más allá del centro del mar de Mármara, donde encontraron grandes olas que levantaban el
Bala
cada pocos segundos. En el asiento de atrás, Lazlo por fin había conseguido calmar su estómago, pero estaba cada vez más dolorido por el incesante golpeteo contra el casco del sumergible.

Se sintieron más animados cuando captaron las transmisiones de la patrullera de los guardacostas en el canal internacional de socorro.

—Creo que han llamado al
Dayan
—dijo Giordino al tiempo que subía el volumen de la radio VHF por encima del rugido de los motores del
Bala
.

Durante los minutos siguientes escucharon con atención; las repetidas llamadas al
Dayan
no eran respondidas. Luego la radio calló. Unos minutos más tarde, Giordino vio un pequeño destello blanco en el horizonte.

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