El complot de la media luna (50 page)

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Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler

Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción

BOOK: El complot de la media luna
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—¡Apártenos! —gritó Maria por tercera vez.

La tirana, siempre tan calma, estaba aterrorizada y miraba su reloj una y otra vez. Solo faltaban unos minutos.

El sudor perlaba la frente del capitán, que movía el timón a un lado y a otro en el intento desesperado de librarse de la escalerilla empotrada. Después de pasar por debajo del puente de Gálata había puesto marcha atrás para luchar contra la inercia del buque tanque. Sin embargo, la escalerilla permaneció encajada en la cubierta del
Sultana
como un anzuelo en la boca de un pez espada furioso.

Los motores del yate aullaron mientras el capitán daba plena potencia para intentar separar la embarcación. No lo sabía, pero las ruedas inferiores y el eje de la plataforma se habían enganchado en la cadena del ancla y ahora estaban enredadas irremediablemente.

La escalerilla ya no era más que un montón retorcido de acero, pero no se rompía.

Con las hélices girando enloquecidas y levantando una nube de agua en la popa, el yate era arrastrado por el buque tanque como un cachorro con la correa corta. El capitán miró la draga y esperó que el
Dayan
se apartase del barco belga. Pero a medida que se acercaba, llegó a la terrible conclusión de que el buque tanque no se apartaría.

Con renovada urgencia, movió el yate a un lado y a otro, e incluso chocó contra el costado del buque y luego se apartó. Sin embargo, la escalerilla continuaba sin romperse. La proa del
Dayan
estaba ahora por delante de la draga, pero vio que había un pequeño hueco entre las dos embarcaciones y que el brazo metálico tenía el extremo sumergido en el agua.

Señaló la draga a Maria, que no le quitaba ojo de encima.

—El brazo cortará la escalerilla —dijo—. Muy pronto estaremos libres.

79

La alineación de Pitt no era perfecta, pero no por mucho.

La proa del
Dayan
pasó a un par de metros del cabezal de corte antes de que los dientes giratorios hicieran contacto con el casco. Aunque un tanto apagado por el agua, el cabezal emitió un aullido chirriante cuando los dientes toparon con las planchas de acero. A lo largo de un par de metros, el cabezal hizo una profunda hendidura en el costado del buque. Luego la fila continua de dientes pilló una soldadura y abrió un agujero.

Una vez perforado, no había marcha atrás. El cabezal de corte fue royendo el casco como un castor hambriento, ayudado por el impulso hacia delante del buque de ocho mil toneladas. Los dientes de wolframio mordieron el casco y llegaron a los tanques de acero inoxidable destinados al transporte de agua potable. Pero esta vez no había agua potable sino el agua verdosa del
Bósforo
que había empezado a llenar los tanques.

Desde su elevada posición, Pitt veía que el agua iba llenando el fondo del tanque de estribor. Solo podía confiar en que las aguas se derramasen al tanque de babor y disminuyesen la fuerza de las pilas de explosivos. Pero el tiempo no estaba de su lado.

Al observar la cubierta del
Ibn Battuta
, vio que Giordino se dirigía ya hacia el sumergible de la NUMA. En la borda de popa había varios hombres de la tripulación de la draga. Despertados por el estrépito, miraban atónitos el destrozo que su barco estaba haciendo en el enorme buque tanque que se hallaba a solo un par de metros de ellos.

En el momento en que el cabezal de corte llegó al nivel del puente, Pitt se acercó al timón y desvió el rumbo quince grados a babor. Calculó que, demorado por la inundación, el buque tanque avanzaría otra media milla antes de explotar, y quería asegurarse de que se dirigiese hacia el centro del canal. El cabezal continuaba pulverizando el casco con un chirrido metálico cuando Pitt abandonó el puente y bajó la escalerilla a toda prisa para recoger a Lazlo y desembarcar. No esperó a presenciar el destino del yate.

Con Maria todavía gritándole al oído, el capitán llevó el
Sultana
contra el casco del buque tanque para evitar la colisión directa con la draga. De inmediato notó el sutil desvío del barco israelí hacia babor, lo que le daba una pequeña posibilidad de escape. El giro le permitiría pasar apartado del brazo que salía del
Dayan
, pero no había manera de escapar del cabezal.

La bola mordedora alcanzó la proa del yate y golpeó el casco por la banda de estribor. Arrastrado como un muñeco de trapo, el yate acabó colocado delante mismo de los afilados dientes. El cabezal cortó sin problemas un tajo de un metro ochenta de ancho en la parte inferior del casco de fibra de vidrio y luego destrozó las hélices gemelas. Cuando la sala de máquinas se inundó, los motores se apagaron y la nave comenzó a hundirse por la popa.

El capitán, con las manos todavía sujetas a la rueda del timón, se quedó petrificado. Pero Maria no se mostró tan comedida. Sacó la Beretta de su bolso, se acercó al capitán, apretó el cañón contra su oreja y disparó.

Sin esperar a que el cadáver cayese al suelo, fue hasta la proa del yate para liberarlo del buque tanque de una vez por todas.

80

Cuando Pitt llegó a la cubierta principal, el buque tanque ya escoraba claramente. El cabezal de corte había abierto una vía de sesenta metros de longitud a lo largo de los tanques de estribor. Ni siquiera una tripulación completa provista de bombas de achique hubiese podido contener la inundación por mucho tiempo. Eso era exactamente lo que Pitt quería, pero ahora tenía que encontrar la manera de que él y Lazlo se pusieran a salvo.

Mientras el buque tanque escoraba deprisa a estribor, Pitt calculó que sería un salto corto desde la escalerilla o, si era necesario, desde la borda. Su sorpresa al acercarse a Lazlo fue ver que el yate seguía allí. La posición escorada de la cubierta, le permitió ver sin obstáculos que la escalerilla del buque tanque estaba enganchada al yate. Más interesante aún era la presencia de Maria en la proa, pistola en mano. Disparó varias veces contra el retorcido eslabón de acero que sujetaba la escalerilla y luego vio a Pitt a corta distancia por encima de ella.

—¡Morirá con el barco! —gritó, al tiempo que apuntaba a Pitt y apretaba el gatillo.

Pitt fue una fracción de segundo más rápido: se lanzó a la cubierta junto a Lazlo cuando la bala silbó por encima de su cabeza.

—Vamos, teniente, es hora de que encontremos otra salida.

Lazlo hizo un esfuerzo tremendo para volverse y miró a Pitt con ojos vidriosos que apenas conseguía mantener abiertos.

Pitt tomó conciencia de pronto de la gravedad de la herida al ver el hombro ensangrentado que Lazlo había conseguido tapar con un vendaje. Cada segundo contaba, así que Pitt agarró por detrás el cuello del uniforme de Lazlo.

—Aguante, compañero —dijo.

Sin hacer caso de Maria, Pitt se levantó de un salto y retrocedió por la cubierta escorada arrastrando a Lazlo. Maria abrió fuego en el acto. Los proyectiles impactaron cerca, pero Pitt consiguió ocultarse de la vista. Lazlo, sacando fuerzas de flaqueza, le pidió a Pitt que le pusiese de pie. Su cazadora estaba empapada de sangre y un rastro rojo le había seguido a lo largo de la cubierta.

De pronto el buque tanque se sacudió debajo de sus pies y escoró casi treinta grados a estribor. Pitt comprendió en el acto que el peligro más inmediato no eran los explosivos.

—¿Puede subir conmigo? —preguntó a Lazlo.

El duro teniente asintió y, con un brazo alrededor de Pitt, avanzó tambaleante por la cubierta.

Detrás de ellos, Maria continuaba disparando; su objetivo volvía a ser la escalerilla. Varios disparos certeros en la unión de la escalerilla por fin debilitaron el metal, doblado por el hundimiento del buque tanque. Comenzó a darle patadas hasta que la unión por fin se rompió y la parte superior de la escalerilla golpeó con fuerza contra el barco.

Libre por fin, Maria observó el buque tanque desde la proa medio hundida del yate. El
Dayan
se apartaría antes de explotar, y quizá a ella le diera tiempo de llegar a nado hasta el puente y salvarse. Por lo menos, pensó, Pitt y Lazlo morirían con el barco.

Podría haber estado en lo cierto, su error fue no tener en cuenta la furia vengativa del
Dayan
.

81

Desde el piso veinte del rascacielos donde tenía su despacho, en la costa este del
Bósforo
, Ozden Celik observaba los acontecimientos con una preocupación cada vez mayor. A la débil luz del alba apenas había conseguido distinguir la sombra del buque tanque en su aproximación hacia Estambul. Pero la lenta blancura del cielo había ampliado poco a poco su visión panorámica hasta que los imponentes minaretes de la mezquita de Süleymaniye se vieron claramente al otro lado de las aguas del estrecho.

Con los prismáticos montados en un trípode, enfocó al
Dayan
en el momento en que el bote salvavidas era lanzado por la popa. Observó con desesperación que el buque tanque pasaba por debajo del puente de Gálata, que el
Sultana
aparecía a su lado y que tenía lugar un tiroteo. Celik notó que se le aceleraba el corazón al ver que el buque tanque completaba una amplia vuelta y volvía a pasar por el extremo más lejano del puente.

—¡No! ¡Tienes que embarrancar junto a la mezquita! —gritó, furioso, a la nave.

Su desesperación aumentó cuando las repetidas llamadas a Maria no recibieron respuesta. Perdió de vista al yate en el momento en que el
Dayan
acabó el giro y su perfil ocultó a la embarcación más pequeña. Celik, conteniendo la respiración, confió en que el yate hubiese virado para escapar por el Cuerno de Oro y salvarse de la inminente explosión. Pero los ojos casi se le salieron de las órbitas cuando el
Dayan
pasó cerca de la draga, viró hacia el canal y dejó a la vista el yate en la banda de estribor.

Enfocó los prismáticos y vio a su hermana, en la proa del
Sultana
, disparando con una pistola primero al buque tanque y luego a la escalerilla de metal. Advirtió que el buque escoraba precariamente por encima de ella.

—¡Huye! ¡Huye! —gritó Celik a su hermana, que estaba a más de tres kilómetros.

Los oculares se le clavaban en las cejas mientras miraba la escena, horrorizado. Maria por fin consiguió soltar el yate de la escalerilla, pero la nave no se alejó. Celik no sabía que la embarcación se había quedado sin hélices y se estaba hundiendo. Atónito ante la escena, no entendía por qué el yate permanecía junto al buque tanque escorado.

Desde su posición al otro lado del estrecho, Celik no oía la sinfonía de crujidos y chirridos que salían de las entrañas del buque tanque a medida que su centro de gravedad cambiaba. La tremenda entrada de agua a lo largo de la eslora del
Dayan
aumentó el escorado hacia estribor hasta que la cubierta parecía una ladera empinada. El ruido de cosas que se rompían resonaba por todo el buque a medida que la vajilla, los muebles y los equipos perdían la lucha contra la gravedad y chocaban contra los mamparos de estribor.

Cuando la borda de estribor tocó el agua, el barco acabó de tumbarse del todo y permaneció en esa posición unos segundos. Podría haberse partido, o, simplemente, haberse hundido por ese lado, pero se mantuvo entero y reanudó su giro final con elegancia.

Maria, todavía de pie en la proa del yate, sintió sobre su cuerpo la sombra del buque mientras el barco comenzaba a dar la vuelta. A solo unos metros del inmenso
Dayan
, el yate se hallaba en su trayectoria. No había manera de escapar de su golpe mortal.

Maria miró hacia lo alto y levantó un brazo, como si así pudiera impedir el golpe del gigantesco buque tanque. Fue aplastada como un insecto. El
Dayan
golpeó la superficie del agua, se tragó el yate y levantó una ola de tres metros de altura que fue hacia la costa y sacudió al
Ibn Battuta
como si fuese una barca de remos. El casco del buque tanque, oscuro y cubierto de lapas, llenó el horizonte; su enorme hélice de bronce giraba inútilmente en el cielo de la mañana. Los golpes sordos de los mamparos del
Dayan
mezclados con el correr de las aguas resonaron en todo el casco mientras comenzaba a hundirse poco a poco por la proa.

Celik sujetaba los prismáticos con manos temblorosas mientras veía morir a su hermana bajo el peso del buque tanque naufragado. Conmocionado, siguió mirando sin pestañear hasta que las emociones se desbordaron. Arrojó el trípode a la otra punta del despacho con un grito, se
desplomó
en la alfombra, se tapó los ojos y lloró desconsolado.

82

Celik no era el único que miraba horrorizado el hundimiento del buque tanque. Giordino estaba subiendo al
Bala
cuando oyó detrás un estrépito tremendo, se giró y vio cómo el
Dayan
caía sobre el yate. Se apresuró a cerrar la escotilla trasera cuando la ola golpeó al
Ibn Battuta
y arrastró al sumergible lejos de la draga.

Giordino puso en marcha los motores diésel y se dirigió hacia el buque tanque. Sus pensamientos estaban puestos en Pitt, que le había hecho señas desde el puente unos minutos antes. Pero ahora el puente estaba sumergido; lo único que quedaba a la vista era la fría e inerte quilla del barco israelí.

Sabía que el buque podía explotar en cualquier momento, pero Giordino se acercó al lado más próximo. Para su sorpresa, quedaban pocos restos flotando en al agua después de que el barco volcase, así que pudo recorrer a buena velocidad la eslora en busca de cuerpos en el canal. Sabía que Pitt, en el agua, era como un delfín. Si había logrado sobrevivir al naufragio, al menos había una posibilidad de que hubiese conseguido apartarse nadando.

Al acercarse a la proa sumergida, Giordino dio la vuelta y volvió a pasar muy cerca del casco; no sabía, o no le importaba, que faltaban menos de dos minutos para que los explosivos estallaran. Las aguas frente a él permanecían sin nadie a la vista cuando se acercó a la popa. Con el corazón en un puño consideró a su pesar la posibilidad de que su viejo amigo no hubiese sobrevivido.

Aumentó la velocidad y comenzaba a virar cuando vio unos cabos tendidos sobre el casco. Por curioso que fuese, los cabos parecían ir desde la borda de babor sumergida, pasar por encima del casco y llegar hasta la quilla a corta distancia de la hélice. Con un brillo de esperanza en los ojos, Giordino aceleró de nuevo y dio la vuelta alrededor del ancho espejo de popa, que se alzaba sobre el mar.

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