Una de las fragatas francesas de la cala optó por jugársela. Cortó el cable del ancla, se abrió paso como buenamente pudo a través de un improbable agujero y marchó al este ante la tormenta, con toda la lona de que disponía, para reunirse con el barco de línea en su derrota de regreso a Francia. El resto se rindió ante semejante despliegue de fuerzas, ya que a esas alturas el
Bellona
se había unido a los demás navíos en la cala.
—William —dijo Jack Aubrey a Reade, al regresar al buque de pertrechos—, le ruego que vaya corriendo a ver al doctor y le informe de que el capitán Geary nos prestará algunos marineros para que nos ayuden con las bombas; este capitán cuidará de que regresemos a bahía Bantry para las reparaciones, mientras el
Warwick
remolca al desgraciado
Stately
. Dígale que todo ha ido bien y que espero volver cabalgando en un día o dos. Hay un trecho corto por tierra, es por ello que se supo en Bantry la noticia de nuestra presencia; según parece, un muchacho montado en un asno avisó que por fin habían llegado los franceses.
* * *
Por fin habían llegado los franceses, tanto habían ansiado su ayuda, prometida hacía tiempo. La situación parecía ir por mal camino; sin embargo, ahí estaba finalmente el espléndido barco francés, cargado de gente y cargado de armas.
Se retiró la marea, lejos, increíblemente lejos, y el barco francés tocó fondo con la madera malherida crujiendo e incluso cediendo bajo su peso. Se encerró a la mayoría de prisioneros bajo cubierta, aunque algunos echaron una mano al trozo de presa en diversas tareas, y otros ayudaron a Stephen a trasladar a los heridos al hospital del Sagrado Corazón, situado en lo alto, más allá de Duniry. Algunos habitantes del pueblo habían formado parte de uno u otro de los regimientos irlandeses que sirvieron bajo bandera francesa antes de la Revolución, y no habían olvidado la lengua; fueron ellos quienes descubrieron el propósito de la expedición y la naturaleza del cargamento que transportaba el barco. Se extendió la noticia, y para cuando Stephen volvió del hospital acompañado por el padre Boyle encontró a una muchedumbre ruidosa y amenazadora junto al barco encallado, cuyo costado, que daba a la costa, estaba prácticamente seco. Se había colocado una especie de escalera, y en una plataforma a sus pies formaba la guardia de los infantes de marina del
Bellona
, con aspecto cruzado y aprensivo, ya que no sólo los del pueblo se sentían tentados de apedrearlos, sino que, además, la playa rebosaba algas, barro y todo tipo de inmundicias, y las mujeres, que ya se habían soltado el pelo, eran perfectamente capaces de arrojarles lo que fuera necesario, y echar a perder la factura de sus uniformes.
La gente abrió paso al padre Boyle y a Stephen.
—Me temo que pretenden subir por el costado —les susurró un joven oficial.
—Hombres de Duniry, son las armas lo que deseáis —dijo Stephen en gaélico, al volverse mientras subía la escala.
—Así es, y las conseguiremos —gritaron a modo de respuesta.
—Si os hacéis con esas armas, armas que provienen del mismo hombre que ha tenido prisionero al santo padre, que se volvió turco en El Cairo y que rindió culto a Mahoma, se convertirán en vuestra ruina y en vuestra muerte; Dios se interpone entre nosotros y el mal. ¿No sabíais que toda la baronía se ha levantado en armas al conocer la llegada del francés? Los propietarios rurales de todo Cork Occidental y del condado de Kerry están en pie de guerra, y se ahorcará a todo aquel que sea atrapado en posesión de un mosquete de este barco. Al anochecer no encontraréis más que horcas a vuestro paso, y ni un solo tejado cuya paja no arda. —Se volvió al cura y exclamó—:
Mors in olla, vir Dei: mors in olla
. Por el amor de Dios, convénzalos de que se tranquilicen, querido padre, o mañana a estas horas habrá docenas de viudas. —Recurrió de nuevo al gaélico para decir—: Hubo un profeta llamado Elíseo, tal y como nuestro buen padre Boyle podría contaros, quien, en compañía de sus discípulos, fue invitado a una comida en el desierto. Sin embargo, alguien exclamó con una voz retumbante, que surgió como un rugido del interior de su pecho: «¡No la toquéis, oh, hombre de Dios, que la olla está envenenada!». Paisanos, ese maldito barco será para vosotros como la mortífera olla del profeta. Y así será si os atrevéis a tocarlo, Dios no lo quiera. —Y subió hasta llegar a cubierta de la presa, dejándolos en silencio.
Después, a lo largo de aquella noche y durante toda la mañana siguiente, los propietarios, la milicia y los soldados, con el aparato habitual de triángulo, cadenas y fuego, registraron Duniry, además de todas las propiedades y cabañas de las proximidades. No encontraron nada a excepción de cierta cantidad de licor ilícito, que se bebieron.
Al día siguiente, en misa, Stephen fue recibido con el respeto debido a un representante de la corona en el condado, y probablemente con mayor afecto. Más de uno le preguntó si honraría su casa probando sus manjares, y muchos acercaron al barco obsequios en forma de pudín, crema y jalea. A esas alturas había llevado a cabo todas las operaciones quirúrgicas de urgencia, y los médicos del lugar se habían hecho cargo del resto de pacientes. Disponía de tiempo libre, tiempo para pasear por los alrededores, y sucedió que uno de los muchos gentilhombres del lugar, que se habían acercado a ver el barco francés, llamó su atención desde un dócar.
—¡Maturin! ¡Cuánto me alegro de verle! Habrán pasado años… Venga, acompáñeme a esta tabernilla ilícita y tomemos un trago de jerez; ¿o prefiere un trago de aguardiente, del que podrá fiarse más? ¿Cómo está? Por mi honor que me alegra oír eso. Yo también, yo también. Doy por sentado que se dirigía a visitar a Diana. Salí con ella a finales de marzo, con los perros de Ned Taaffe. Menudo día, matamos dos zorros. Tabernero. Tabernero: dos copas de jerez, si es tan amable, y algo sólido para bajarlas. ¿No tendrá usted anchoas por alguna casualidad?
Stephen observó el vino, levantó la copa, y dijo haciendo una reverencia:
—Que Dios le bendiga. —Cogió su elegante reloj, lo colocó bajo la luz y observó atentamente la manecilla de los segundos hasta que ésta completó una vuelta.
Su amigo le observaba a su vez, también con toda la atención del mundo.
—Sin duda está tomándose el pulso —dijo.
—Así es. Recientemente he padecido una miríada de emociones fuertes, y querría asignar un cálculo al efecto general, al efecto físico, dada la imposibilidad de que la calidad pueda verse sujeta a una medición. Mi cálculo alcanza los ciento diecisiete por minuto.
—Ése es el número más afortunado del mundo, según creo; número primo, imposible dividirlo o multiplicarlo por otro.
—Está usted en lo cierto, Stanislas Roche: ni mucho ni poco. Escuche. ¿Sería tan amable de hacerme un favor? ¿Me llevaría a Bantry en su elegante coche, hasta que pueda alquilar un caballo o un calesín?
—Voy a hacer algo más que eso, dado que Bantry se encuentra en la dirección contraria al menos la mitad del camino. Le llevaré a Drimo, ¿no le parece encantador por mi parte?
—Un acto digno de inscribirse con letra dorada —respondió Stephen con aire ausente.
Y ausente, muy ausente, fue la conversación que mantuvieron durante todo el trayecto. Por suerte, Stanislas tenía conversación de sobras para dos. Describió los pormenores de la jornada de caza con los perros de Ned Taaffe, la destreza de Diana al sortear una cantidad prodigiosa de terraplenes y arroyos a lomos de un castrado árabe y, en fin, hasta el menor detalle de una larga cacería a través de un terreno que Stephen desconocía por completo, cacería que terminó de forma tan sorprendente como inesperada.
—¿No le parece asombroso? —preguntó Stanislas.
—Estoy profundamente asombrado —respondió Stephen sin faltar un ápice a la verdad. Sin embargo, lentamente resolvía su estado de confusión, dotaba de cierto orden a sus asuntos, casi mentalizado de que en cuestión de unos minutos podía ver aquello que más deseaba su corazón, fueran cuales fuesen las consecuencias. Al parecer, Diana había residido desde hacía tiempo con el coronel Villiers, un anciano familiar de su primer marido. Aunque Stephen no recordaba si era un tío, o un tío segundo, sí sabía que el caballero había servido en la India, y que era un gran amante de la pesca.
—Ya hemos llegado —dijo Stanislas al tirar de las riendas—. Y no hemos tardado nada. Ahora sea usted tan amable de abrir la puerta, ¿quiere? Casi nunca encuentro a nadie en la caseta del guarda. Oh, antes de que se me olvide, como oficial al servicio del rey debería informarle de que, en cierta manera, tendría que estar de luto. Está mañana estuve en Bantry, tal y como ya le he dicho, observando al
Bellona
y al
Stately
, y le habían puesto una especie de palo, me refiero al
Stately
. Para disgusto mío vi que ondeaba una bandera a media asta. Envié a alguien a preguntar si eso suponía que el valiente capitán Duff había muerto. No, dijeron; sólo ha perdido la pierna. La bandera, que por supuesto ondeaba también en las demás embarcaciones, cosa que pude comprobar al observarlas, se debía a la muerte de un miembro de la realeza, bueno, casi de la realeza, el duque de Habachtsthal, dueño del castillo Rossnacreena, representante de la corona en este condado. Según parece se degolló en Londres el jueves pasado, y la noticia acaba de llegar.
Este comentario añadió asombro al conjunto de emociones, un asombro que no tenía tanta importancia como el anterior, por supuesto, pero que era asombro al fin y al cabo. Con la muerte de ese hombre no habría dificultad alguna para obtener los perdones de Padeen y Clarissa, y la fortuna de Stephen estaría a salvo en cualquier lugar. Si la aceptaba, podía regalar una corona de oro a Diana.
—Stanislas —dijo Stephen desde el margen del camino—. No abriré la puerta. Me despido de usted en este momento y le agradezco lo bien que se ha portado conmigo. No he visto a Diana desde hace tanto tiempo y tantos millares de millas marinas… Querría verla a solas.
—Claro, claro. Lo entiendo perfectamente. Ella también se llevará una sorpresa.
—Que Dios le bendiga, Stanislas.
Accedió a un amplio patio al atravesar el portillo, un patio algo estropeado por un muro derruido de piedra gris de veinte pies de extensión, y por el esqueleto de un bergantín de dos toneladas apuntalado junto a la fuente que había en el centro. Detrás del patio, la casa que se extendía ante su mirada bajo el sol brillante tenía dos alas y un bloque central de tres pisos, con un pórtico clásico y una estupenda escalinata, enteros la mayoría de los peldaños.
Estaba a punto de llegar a la escalinata, entre cuyos peldaños crecía una curiosa hepática, cuando la puerta se abrió y se oyó la voz de Diana:
—¿Es usted el del pan?
—No —respondió Stephen.
Diana surgió de la oscuridad, con una mano sobre los ojos, a modo de sombrilla.
—Stephen, amor mío, ¿eres tú? —Bajó la escalinata, perdió pie al llegar al último escalón y cayó en sus brazos con lágrimas en los ojos.
Se sentaron allí mismo, muy juntos.
—Menuda costumbre tienes de aparecer por sorpresa, cuando coincide que tengo tu nombre en los labios y tu imagen en mi cabeza. Pero, Stephen, querido, si estás amarillo y delgadísimo. ¿Te han dado de comer? ¿Has estado enfermo? Estarás de permiso, supongo. Debes quedarte, el coronel te obsequiará con salmón, anguila y trucha ahumadas. Llegará antes de la hora de comer. Dios mío, cuánto me alegra verte, amor mío. Ahora iremos a descansar; tienes un aspecto lamentable. Ven, acompáñame a la cama.
—¿A tu cama?
—A mi cama, pues claro que sí. Y no debes abandonarla jamás. Stephen, nunca más deberías hacerte a la mar.
FIN
Notas.-
1) En Cambridge, se conoce al laureado en matemáticas como Wrangler, voz que en sus acepciones más comunes alude a pendenciero y querellador (
N. del T.
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2) Seven Dials, zona de Londres conocida entonces por su pobreza y sordidez. (
N. del T.
)
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