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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (21 page)

BOOK: El comodoro
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—Pues te honro por ello.

—Me alegra oír eso, aunque algunos dirían que es una pena. Pese a todo, no creo que te complazca tanto oír que me ofrecí a personarme ante el hombre en cuestión para pedirle una satisfacción.

—Pero vamos a ver, Jack, ¿no crees que tu actitud arrastra cierta contradicción? Por un lado, la decencia —y no me referiré a la caridad cristiana, y, por otro, una salvaje ansia de venganza…

—Stephen, no creo que seas la persona adecuada para hablarme a mí de salvajes ansias de venganza, pues ambos tenemos las manos manchadas. A los dos nos han descalificado. Y si existe una contradicción aparente, puedo responder a ella de esta guisa: creo, es más, estoy plenamente convencido, de que estoy en lo cierto en cuanto a lo primero; y que estoy prácticamente en lo cierto respecto a lo segundo. ¿Has llegado en tus estudios matemáticos a la ecuación de segundo grado, Stephen?

—De hecho mis estudios en la materia no alcanzaron el pie de la tabla de multiplicar.

—La ecuación de segundo grado concierne a la segunda potencia de una cantidad desconocida, pero nada más. La raíz cuadrada.

—Ah, ¿de veras?

—Y mi argumento es el siguiente: una ecuación cuadrática tiene dos soluciones, y ambas son acertadas, demostrables y comprobables. Existe una contradicción aparente pero irreal entre ambas respuestas.

Stephen sintió que pisaba terreno peligroso; aunque no hubiera temido la posibilidad de infligir dolor, su mente estaba tan agotada que, a pesar de dar con posibles objeciones a los argumentos de Jack, apenas era capaz de formularlas.

—Jack —dijo en un tono completamente diferente, después de reflexionar un rato—, has mencionado antes las Berlings. ¿Cuándo piensas hablarme de ellas?

—Vaya —dijo Jack, que lo comprendió perfectamente bien—, pues son un grupo de rocas, aunque tú las llamarías islas, que se alzan en pleno mar como la cima de una montaña, un poco al sur de las Farilhoes, a unas dos leguas al oeste noroeste de cabo Carveiro, en Portugal. Son muy peligrosas en mitad de una borrasca, y más de un barco que cubre la ruta de Lisboa ha lamentado no contar con un buen vigía de noche y no haberse mantenido bien a la mar. Sin embargo, suponen un punto de encuentro ideal si uno no quiere acercarse a la barra del Tajo y esperar la pleamar; y en condiciones atmosféricas moderadas es posible permanecer fácilmente al pairo, a sotavento de ellas, largadas las artes de pesca a ver si pica la pescadilla. —Reflexionó mientras veía la silueta de las Berlings alzarse sobre el mar de mayo, cálido y tibio—. Estando en el
Bellerophon
de guardiamarina —continuó—, el capitán despachó al piloto, el señor Stevens, a reconocerlas, y éste me llevó con él porque sabía que a mí me encantaba ese tipo de trabajo. Siempre fue muy amable conmigo o con cualquier otro joven que demostrara interés por levantar planos o reconocer costas. Existe una satisfacción enorme en la triangulación y el cálculo de un rumbo, Stephen.

—Estoy convencido de ello.

—Recuerdo algunas de las comprobaciones que hicimos, las que casaban perfectamente. Y también recuerdo los gigantescos bancos de aves marinas.

—¿De qué especie?

—Oh, de todas las especies habidas y por haber. Tú seguro que sabrías reconocerlas. Recuerdo que el piloto me dijo que la mayoría eran petreles, pero como estaban asustadas no me pareció que volaran como suelen hacerlo estas aves. Y algunas estaban más cubiertas de plumaje blanco que los de la especie común. Estaban asustadas porque accedimos a una caverna enorme que no tenía fondo, y las aves surgieron volando en la penumbra como un alud de nieve. La cueva seguía y seguía, y no creas: tenía un techo alto, y al final vimos luz al doblar una esquina en el extremo opuesto, porque la cueva no acababa allí, no. Al llegar a la salida, la luz penetraba oblicua y pudimos distinguir innumerables murciélagos…

—¿Murciélagos, Jack? Me sorprendes. ¿Tan lejos de tierra? Supongo que no los observarías con detenimiento.

—Estuvimos muy ocupados midiendo el brazaje, pero me di cuenta de que algunos eran grandes como perdices, bueno… quizá como codornices, y que había otros más pequeños. Estoy casi seguro de que uno tenía las orejas largas. Lo vi recortarse contra la entrada de la caverna antes de que saliera volando.

—Cuánto me gustaría poder pasar una o dos horas entre murciélagos. Háblame de la superficie de las rocas, de la vegetación, de aquellos lugares donde anidaban las aves; doy por supuesto que tendrían sus nidos allí.

—Pues sí que los tenían, sí, y justo uno encima del otro, casi como las gentes que viven en Seven Dials
[2]
; aunque, tal y como yo lo veo, la mayoría de petreles surgieron de esa cueva. Estaba llena de hendiduras, recovecos y agujeros.

—Qué alegría. Pero vamos, háblame de la vegetación, y hazme una descripción somera de las aves.

Conversaron y conversaron hasta que se hubo perdido el eco del cañonazo de la tarde, cenaron juntos y repasaron ese viaje a Portugal que llevaron a cabo en la
Surprise
, durante el cual Stephen hubiera apreciado el contorno de las Berlings de haber estado en cubierta, y en el que, después de desembarcar en Lisboa, se enteraron de que habían ordenado sacerdote a Sam. Se trataba de Sam Panda, el hijo ilegítimo y negro de Jack, concebido en El Cabo. Discutían aún qué oportunidades tenía de obtener una prelacía cuando el buque de pertrechos se abarloó al navío. Jack Aubrey era tan protestante como cualquier persona que abjurase del Papa y del Impostor, pero como sentía todo el cariño del mundo por Sam se había convertido en un experto en los entresijos de la jerarquía eclesiástica, tanto como podía serlo en la sucesión de almirantes. Conversaba con ilusión de los protonotariados apostólicos y de sus diversas hileras de botoncitos color violeta cuando entró Reade, se descubrió la cabeza y dijo:

—Acaba de abarloarse la goleta, señor, con su permiso, y todo está dispuesto —dijo observando a Stephen de forma significativa, con lo que venía a decir que Killick había subido a bordo una valija con toda la ropa que, según él, necesitaría el doctor Maturin, incluidas diversas camisas.

—Gracias, señor Reade —dijo Stephen. Entró apresuradamente en la cabina dormitorio que compartía con Jack, guardó una suma considerable de dinero en su bolsillo, y después metió en su pecho la bolsa de piel de llama en la que guardaba las hojas de coca, además de la ampolleta que contenía la solución de raíz de fresno y la pistola de cañón giratorio—. Adiós, Jack —dijo al salir, mientras se abrochaba el abrigo—. Por favor, cuida tus intestinos. Hay algo en tu rostro que no me dice nada bueno del estado de tu hígado. Si te encontraras mal esta noche, pídele mañana al señor Smith que te dé ruibarbo. Todo mi cariño para Sophie, por supuesto. Me daré toda la prisa del mundo, como siempre que puedo. Bueno, que Dios te bendiga.

* * *

La sensación de apremio que le había acompañado desde el preciso momento en que recibió el mensaje de sir Joseph, y que en algún momento indeterminado había desaparecido para verse sustituida por cierto grado de espacio más que de tiempo, volvió con fuerzas renovadas al descender por la escala del costado del
Bellona
en plena oscuridad; su deseo largamente frustrado se vio satisfecho, satisfecho más allá de cuanto había podido desear.

El viento, una brisa fuerte del suroeste que obligaba a tomar rizos a las gavias, alentaba el mar extraño y un poco cruzado que reinaba en puerto, y cuando Reade —que había virado la
Ringle
para aproar al castillo de Southsea— ordenó marear la trinquetilla para separarse del imponente costado del
Bellona
y principiar la andadura, la goleta emprendió un movimiento curioso y azogado como un caballo al que sostuvieran las riendas, balanceándose primero sobre un casco y luego sobre el otro, ansioso por soltarse.

Se alzó el pico de cangreja, cuya vela flameó antes de acuartelarla como el fruto de una enorme colada. La escota se cazó con brío a popa, y de inmediato se inclinó la cubierta justo antes de que todo el empuje impulsara al barco a deslizarse con alguna que otra cabezada. Franqueó el puerto sin alterar su rumbo, pues Reade y Bonden habían aprovechado todas las horas libres que tuvieron para aprender a gobernarla con maestría y cariño. Largaron la mayor y el foque, y con Bonden al timón y Reade al mando echó a andar hacia los demás barcos fondeados frente a Saint Helens.

Habían pedido a Stephen que aprovechara las maniobras para estibar sus pertenencias como buenamente pudiera en tan poco espacio, y cuando subió a cubierta la goleta tomaba el viento por la amura de estribor. Todas las velas de cuchillo estaban tensas como la piel de un tambor, habían largado el velacho así como todo lo que pudieran soportar los estayes a proa, y en aquel momento Reade, Bonden y dos de los veteranos de Shelmerston se preguntaban si aguantaría también las alas y las rastreras.

Los de Shelmerston, Mould y Vaggers, constituían excelentes ejemplos de lo que podía llamarse «relatividad náutica»: ambos eran fieles seguidores de Seth, miembros respetados de la congregación, aunque ninguno de ellos hubiera encontrado dificultad alguna en reconciliar la importación de bienes de tapadillo con la más estricta probidad en todos sus tratos personales. En aquel momento, uno de ellos decía que si las alas y rastreras en cuestión hubieran pertenecido al rey, las habría arriesgado sin titubear, pero puesto que la embarcación era propiedad privada del capitán Aubrey, que bueno, quizás… y sacudió la cabeza. Este tipo de discusiones en la Armada real no suponían el pan de cada día, tampoco se animaba a los hombres a llevarlas a cabo, pero aquella ocasión en concreto era sin duda excepcional. Mould y Vaggers, por decirlo de algún modo, eran contrabandistas, y tanto su pan como su libertad dependían en gran medida de que lograran andar más rápido que los cúteres que cuidaban las costas, o que los barcos de guerra que intentaran detenerlos. Eran los contrabandistas más prósperos de Shelmerston, y aunque por lo general navegaban en un lugre llamado
Flying Childers
, también habían cosechado éxitos en una goleta que, aunque por supuesto no poseía tan bellas líneas como la
Ringle
, era la más rápida de aquellas aguas; su opinión de las alas y las rastreras era, por tanto, la opinión de unos auténticos maestros, y su autoridad se veía acrecentada por el hecho de que no navegaban de nuevo con el capitán Aubrey porque necesitaran dinero. Nada más lejos de la realidad, por supuesto: todos aquellos que hacía ya tanto tiempo embarcaron con él en la
Surprise
, y que habían sobrevivido para contarlo, habían tenido tanta suerte con el reparto del botín que si querían podrían convertirse en sus propios amos. Había quien prefería gastar el dinero a espuertas para después afrontar una pobreza total. No obstante, éste no era el caso de los hombres responsables del pueblo, los ancianos, los diáconos y los presbiterianos de las diversas sectas y capillas; y la razón que justificaba la presencia constante de Mould, Vaggers y de muchos de sus amigos era una revelación, quizás ilusoria y ciertamente inoportuna, respecto a que los seguidores de Seth en Shelmerston tenían permitida la poligamia (es más, incluso se recomendaba su práctica), revelación esta que había sido tan mal recibida por las señoras Mould y Vaggers, por citar sólo dos ejemplos, que el
Bellona
, pese a ser un navío de guerra, parecía en comparación un remanso de paz.

Durante el viaje de regreso, Stephen había subido de vez en cuando a la goleta, pero siempre con aguas calmas y a plena luz del día. Ahora, al subir por la escala de chupeta hasta la cubierta inclinada y resbaladiza, no pudo reconocer ni dónde estaba. Poco podía ver, y lo poco que veía era desconocido para él. Poco significaba para él la enorme botavara del palo mayor, confuso borrón blanco a sotavento, y aunque si se detenía a considerarlo con calma era casi seguro que podía enumerar las diferencias fundamentales que existían entre un aparejo redondo y un aparejo de velas de cuchillo, en aquel momento no tenía tiempo para ello. Su pie, henchido de un ánimo explorador, dio contra una cornamusa, la cubierta hizo una cabriola, perdió el equilibrio y rodó pesadamente hasta topar contra una de las carronadas de la
Ringle
, a la que se agarró con fuerza.

Le recogieron con las preguntas típicas de gentes de mar: «¿Se había hecho daño?» «¿Acaso había olvidado que siempre debía reservar una mano para sí mismo y otra para el barco?» «¿Por qué no había pedido ayuda a cualquiera de ellos?»

Por una vez, Stephen respondió secamente, ante lo cual abrieron los ojos sorprendidos, pues el doctor solía comportarse como un corderito de tierra adentro, apreciaba en lo que valía un buen consejo y demás amonestaciones, y solía por lo general agradecer el hecho de que volvieran a ponerlo en pie y, si era necesario, incluso contribuía a ello. No obstante, eran criaturas incapaces de guardar ningún rencor, y cuando comprendieron que su viejo compañero deseaba quedarse donde estaba, cerca de lo que en aquella embarcación denominaban proa, donde aquellas velas no oscurecían su ángulo de visión, y seguir ahí de pie, pese a la oscuridad y el frío, respondieron amablemente que no era buena idea, no en ese tipo de barquichuela que más podía llamarse nave de carreras que una goleta cristiana, y que ni siquiera contaba con una empavesada para impedir que el gato se fuera al agua. Vamos, que era mejor no permanecer allí, a menos que se atara a ese candelero cercano.

Y así lo hizo, asegurado a ese candelero de proa, siguió de pie hora tras hora. Una parte de él acusaba la fuerza del vendaval mientras las mortíferas olas de proa rompían espumeantes sobre las amuras, rociándolo de agua, y el negro y moteado mar discurría ante sus ojos, todo ello envuelto por un vasto popurrí de sonido embriagador. El resto de él consideraba su futuro inmediato con toda la agudeza y concentración de la que era capaz. Hacía tiempo que su mano, por propia voluntad, se había cerrado sobre la bolsa que contenía las hojas de coca, aunque finalmente se contuvo. «Podría justificarlo aduciendo que si bien la crisis actual merece de toda la claridad de pensamiento y anticipación posibles, debo reservar las hojas en caso de declararse otra crisis que pueda ser incluso más urgente; aunque mucho me temo que mi reticencia pueda deberse a una simple superstición y al deseo ferviente de imponerme a una causa sobrecogedora, de superar y dejar atrás una mera sofistería.»

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