—¿Es cierto que Barker y Overly van mejorando? —preguntó Jack a Stephen.
—Así es —respondió Stephen, que había permanecido horas enteras sentado con ellos, convenciendo primero a sus vecinos de que la fiebre amarilla no era infecciosa, pese a lo cual no cruzaron palabra con los enfermos, se cuidaron mucho de respirar el aire que respiraban éstos y permanecieron todos dándoles la espalda. Después aseguró a los pacientes que tenían muchas posibilidades si se aferraban a la vida con todas sus fuerzas y no se abandonaban a la desesperación. Nadie a bordo hubiera tenido más autoridad en este particular, y aunque el tercero, avanzada la enfermedad, murió casi de inmediato, lo más probable era que Barker y Overly encontraran finalmente otro modo de reclamar el Cielo.
—Ah —dijo Jack asintiendo con la cabeza—, menudo truco traer a bordo ese potto.
—Qué el diablo se lleve tu débil alma, Jack Aubrey. Estás hecho todo un pagano impío y un infame perro supersticioso —exclamó Stephen, profundamente irritado.
—Oh, te ruego que me perdones —dijo Jack muy sonrojado—. No era eso lo que pretendía. En absoluto. Sólo quería tranquilizar a los hombres. Estoy seguro de que tus cuidados también les ayudaron a recuperarse. No me cabe la menor duda.
Navegaron a la orza, a la orza y sin demoras con vientos en su mayor parte procedentes del suroeste, vientos que a menudo rolaban pero que jamás encalmaban: no apareció ninguna condenada calma chicha del golfo con las densas brumas portadoras de fiebres que soplaban desde la costa. Para cuando alcanzaron Saint Thomas vieron una nube coronando la cumbre que remontaba el horizonte a setenta leguas al sur suroeste cuarta este; Stephen había ganado catorce libras de peso y sus calzones se mantenían en su lugar sin necesidad de recurrir al alfiler.
—He ahí nuestra salvación —exclamó después de que le hubieran arrancado de un plácido sueño reparador para que pudiera ver la cima en cuestión.
—¿A qué te refieres? —preguntó Jack con suspicacia. Más de una vez le había apartado de la ruta, o se había visto tentado a hacerlo por culpa de islas remotas en las que se rumoreaba que anidaba un primo del fénix, curiosa gallina sin duda, o los lagartos partenogenéticos (aquello fue en el mar Egeo), y no tenía la menor intención de desembarcar al doctor Maturin en Saint Thomas para que llevara a cabo otra de sus interminables expediciones. Cualquier marino habría reparado en el particular cúmulo de nubes que se formaban por la amura de estribor, empujadas por los anhelados alisios del sureste.
—Mi querido comodoro, ¿cómo te las compones para ser tan extraño? No será porque no te he dicho una y mil veces a lo largo de toda esta mortífera semana que apenas me queda un dracma de cinchona en el dispensario, ya sabes, la infusión de corteza de jesuita. Mis pacientes aquejados de fiebres la han consumido de día y de noche. Además, ¿no habrás olvidado que los demás barcos me han privado de varios cuartos de Winchester? ¿No recuerdas que a ese patán, al que no vamos a nombrar, no se le ocurrió otra cosa que echar por tierra todas mis existencias de damajuana? ¿No es Saint Thomas la mejor isla del mundo para conseguir corteza de la mejor calidad, corteza que nos garantizará librarnos de enfermos en un abrir y cerrar de ojos? Y no sólo corteza, sino los amables frutos de la tierra, cuya carencia se vuelve cada día más evidente.
—Eso supondrá perder un día —dijo Jack—. Aunque debo admitir haber oído algunas quejas al respecto de la corteza, tanto por la cantidad como por la calidad.
—La infusión de corteza de jesuita es un específico soberbio para combatir la fiebre —dijo Stephen—. Es necesario que nos hagamos con esa corteza.
En circunstancias que no podría recordar con exactitud, probablemente durante una fiesta celebrada en Keppels Head, en Portsmouth, Jack había dicho que la «infusión de corteza de jesuita era peor que su mordedura», comentario acogido con gran algarabía y admiración cordial. Sonrió al recordarlo y al observar el rostro inocente y serio de su amigo (nada más alejado del de un lagarto partenogenético) dijo:
—Muy bien. Pero será llegar e irse, el tiempo necesario para desembarcar a toda prisa, comprar una docena de botellas de infusión y de vuelta a bordo. —Y añadió para sí—: Qué no daría yo por que las cosas fueran tan simples.
Y no lo fueron, por supuesto. Nunca lo eran tratándose de puertos que no pertenecieran a su majestad. Primero estaba la cuestión del saludo, pues ninguna de las embarcaciones del rey podía efectuar el saludo debido a un fuerte extranjero, a un gobernador o a un dignatario local sin haberse asegurado antes de que les devolverían el saludo con el mismo número de cañonazos. Eso suponía despachar a un oficial, acompañado por un interprete; suerte que el señor Adams tenía ciertos conocimientos de portugués. También estaba la cuestión de la práctica…, pero después de que los quince cañonazos de rigor reverberaran a lo largo y ancho de bahía Chaves, un hombre enviado por el capitán del puerto apareció en una bella galera, y al oír que la escuadra venía de la costa de los Esclavos adoptó un porte serio y observó que, puesto que se había registrado un brote de plaga en Whydah hacía tres días, tendrían que someterse a cuarentena antes que de que nadie pudiera desembarcar. Stephen razonó con él en privado, convencido como estaba de la posible laxitud de las reglamentaciones al respecto. Finalmente se decidió que el doctor y un bote de cada uno de los barcos podrían pasar unas horas en tierra, pero nadie se adentraría a más de un centenar de pasos de la orilla.
Tal y como más de uno esperaba en la escuadra, el segundo teniente de la
Thames
y el joven oficial de infantería de marina del
Stately
, que habían compartido con Stephen aquella conflictiva comida, aprovecharon la ocasión, la primera que se presentaba, para resolver sus desacuerdos. Ellos y sus segundos se adentraron a más de cien pasos de la orilla, pero no mucho más, al ver que había un conveniente cocotero a mano. Allí se mesuró el terreno, y al caer el pañuelo ambos jóvenes efectuaron un disparo al estómago del contrario. A ambos los llevaron de vuelta al bote, y la cuestión de la hombría y la combatividad del
Stately
siguió en suspenso.
—¿Tú sabías algo de esta refriega, Stephen? —preguntó Jack aquella noche, cuando Saint Thomas se hundía en el extremo sur del mar y el
Bellona
recuperaba el tiempo perdido mareando las alas y las rastreras, extendidas para aprovechar la caricia de los alisios del sureste.
—Palabra que estuve presente cuando se efectuó la provocación.
—De habérmelo dicho, podría haberlo impedido.
—Tonterías. Se produjo una ofensa en toda regla, y el infante de marina del
Stately
tenía todo el derecho del mundo a responder a ella. No se ofreció una disculpa, no se retiró la ofensa. No había otra salida, como estoy seguro podrás comprender.
Jack no pudo negarlo.
—Espero de veras que ese joven no muera —dijo sacudiendo la cabeza—. Si muere, lo más probable es que el pobre Duff se ahorque. ¿Crees que se recuperará? Me refiero al del
Stately.
—Sabe Dios. No lo he visto. Terminó antes de que hubiera arreglado lo de la apoteca, y lo único que vi fue su sangre en la arena. Pero sucede a menudo que las heridas en el abdomen tienen un desenlace fatal, si se dañan las vísceras.
Ambos jóvenes murieron de resultas del duelo, pero no antes de que el segundo teniente, a instancias del capellán de la
Thames
, hubiera reconocido que estaba equivocado y enviara el mensaje de rigor a Willoughby, el infante de marina, que respondió dándole las gracias y deseándole una pronta recuperación. No obstante, la reconciliación se vio limitada a quienes se habían enfrentado en duelo. Aumentó la hostilidad entre ambos barcos, hecho patente a juzgar por los gritos de «¡Ha! ¡Los del barco de maricas!» siempre y cuando hubo posibilidad de que los oyeran, o «¡Cuidado con esas nenas!» cuando no la había, todo eso por parte de la
Thames
. El
Stately
advertía al otro por la «¡Laxitud de estayes!», o lo conminaba «¡A cubrirse de lona ahí!». No es que se presentaran muchas ocasiones para mostrarse rudos, puesto que si bien varió la intensidad de los maravillosos alisios, nunca llegó a caer el viento hasta el punto de no poder navegar, tal y como solía suceder en las zonas de calmas ecuatoriales, lo cual hubiera facilitado las visitas de cortesía entre barcos, así como las invitaciones entre los diversos grupos de oficiales: tampoco el comodoro forzó una calma artificial al ordenar ponerse al pairo, ni siquiera en domingo. La verdad es que le obsesionaba la posibilidad de llegar tarde, y aunque en días menos ventosos de lo normal llamaba a la
Ringle
para que recorriera la línea y preguntara a sus capitanes cómo andaban, insistía constantemente en su máxima de «No perder ni un minuto: no hay un minuto que perder», y la obedecía hasta el punto de prohibir a los barcos que visitaba que acortaran de vela para que pudiera subir a bordo con mayor facilidad. En una ocasión comió a bordo del
Stately
, y aunque había dado el mando de un bergantín al primer teniente, el más emperrado en abogar contra el capitán Duff, que había querido arrestarlo, lamentaba encontrar una muestra tan evidente de tensión en la mesa del capitán: los oficiales no parecían muy cómodos, y Duff, aunque era un buen anfitrión, se mostraba nervioso y carente de autoridad.
—Es un tipo bueno, amable y gobierna el barco como un marino de primera, pero parece incapaz de aceptar un consejo —dijo Jack al volver.
Sin embargo, aquél fue el único día triste de un total de diez, pues diez días, ni más ni menos, tardaron en arribar a Freetown —de no ser por la poco marinera
Thames
, la cosa hubiera quedado en ocho—, y el resto del tiempo disfrutaron de una deliciosa travesía, de un mundo al que se habían acostumbrado en los vastos confines del Pacífico y al cual volvían como se vuelve al entorno natural de uno, compuesto por los debidos rituales y ceremonias de a bordo, todos ellos separados por el tañido de las correspondientes campanadas, igual que en un monasterio. Ocho campanadas para la guardia de media, momento en que quienes tenían la obligación de obsequiar al sol con una cubierta inmaculada debían abandonar sus coyes: exactamente dos horas antes de que asomara el astro; ocho campanadas para la guardia de ocho a doce de la mañana, cuando los oficiales medían la altura del sol de mediodía y a fuerza de silbato se llamaba al rancho. Campanas y pitos todo el santo día, y también un poco de música: el toque del tambor siguiendo la melodía del
Corazones de roble
paraanunciar la comida en la cámara de oficiales —aunque en la
Aurora
, cuyo oficial de infantería de marina había organizado una banda entre sus hombres, lo hacían a lo grande—, de nuevo el tambor para la generala y el zafarrancho, y durante muchas noches los violines, las gaitas o el diminuto pífano que tocaban para los marineros que bailaban en el castillo de proa. Más campanadas durante toda la noche, quizás algo enmudecidas. Estas medidas formales habían existido, por supuesto, durante las agotadoras jornadas en que se arrastraron por las costas del Golfo: sucedía a menudo que el
Bellona
paireaba, ocioso. Pero sólo ahora recuperaban todo su significado, y en un tiempo sorprendentemente corto esta parte del viaje pareció haber durado una eternidad.
Para Jack y Stephen también la noche recuperaba su habitual estructura repartida entre la cena y la música. De vez en cuando disputaban una partida de ajedrez o jugaban a las cartas, sobre todo si la mar se empeñaba en impedir que Stephen controlara el violonchelo; o charlaban animados sobre los amigos que tenían en común, sobre los viajes que habían hecho juntos; rara vez hablaban del futuro, causa de desvelos para ambos, tema del que solían zafarse si era posible.
—Jack —dijo Stephen cuando el cabeceo del barco le obligó a rendir el arco. Se mostró apocado porque sabía lo mucho que a Jack le desagradaba tratar de cualquier tema que pudiera arrojar una mácula sobre su profesión—, ¿te afligiría mucho hablarme un poco más de la sodomía en la Armada? Uno a menudo oye cosas, y la perpetua reiteración del Código Naval con esa alusión al «pecado detestable y contra natura de la sodomía» hace que forme parte del mundo naval. Sin embargo, aparte de tu primer comando, el bergantín
Sophie…
—Era una corbeta —apuntó Jack, enojado.
—Pero si tenía dos palos. Los recuerdo perfectamente: uno delante, y el otro, si me sigues, detrás. Por el contrario, una corbeta, tal y como nunca cejas de repetirme, tiene sólo uno, más o menos en medio.
—Aunque no tuviera un solo palo, o cincuenta, seguiría siendo una corbeta desde el momento en que leí mi nombramiento a bordo. Yo era comandante, o sea, un teniente que aún no ha sido ascendido a capitán de navío. Cualquier cosa que esté bajo el mando de un comandante se convierte instantáneamente en una corbeta.
—Bien, en esa
embarcación
había un marinero que no podía contener su pasión. En aquel caso fue por una cabra, si no recuerdo mal. Pero aparte de eso no recuerdo ningún otro ejemplo, y eso que a estas alturas ya estoy hecho todo un lobo de mar.
—No me sorprende que sea así. Pero cuando uno se detiene a pensar cómo son las cosas bajo cubierta, con trescientos o cuatrocientos hombres apretados, la cantidad de cosas que uno ve cuando se doblan los coyes y la naturaleza pública de los beques, resulta difícil imaginar un lugar menos adecuado para tales travesuras. Aunque sí se da de vez en cuando en los pocos agujeros y rincones que posee un barco de guerra, y también en la intimidad de las cabinas. Recuerdo un caso horroroso que sucedió en Córcega en el año noventa y seis. La
Blanche
, al mando del capitán Sawyer, y la
Meleager
, al mando del capitán Cockburn, George Cockburn, ambas fragatas de treinta y dos cañones de doce libras, habían navegado en conserva el año anterior y sucedió algo de eso en lo que Sawyer estaba involucrado. ¿Recuerdas a George Cockburn, Stephen?
—Sí. Un hombre excelente, un marinero de raza.
—Pues reunió a todos los hombres de ambos barcos que estaban en el ajo y les hizo jurar que guardarían silencio sobre aquel asunto. Eso hizo. Pero resultó que al año siguiente Sawyer volvió a la carga, llamando a los muchachos del trinquete a su cabina y apagando la luz. Y, por supuesto, favorecía a esos tipos y no permitía que sus oficiales los apremiaran en el cumplimiento del deber, de modo que la disciplina comenzó a irse al diablo. Después de hacer de su capa un sayo, el primer teniente solicitó la formación de un consejo de guerra, que se le concedió, y a Sawyer no se le ocurrió otra cosa que defenderse alegando cargos contra casi toda la cámara de oficiales. El pobre George Cockburn se vio arrastrado a una situación terrible. Disponía de ciertas pruebas de la culpabilidad de Sawyer gracias a la correspondencia privada que le había dirigido, que el propio Sawyer le había dirigido. Pero eran privadas, tan confidenciales como pueda serlo la correspondencia de cualquiera. Por otro lado, si Sawyer se salía con la suya, todos sus oficiales se enfrentarían a la ruina, y un capitán que no tenía que estar al mando de nada seguiría estándolo. De modo que por el bien del servicio sacó a colación las cartas, pálido como la muerte cuando lo hizo y mucho después. Los jueces dieron vueltas y más vueltas a las pruebas, como un anclote sobre el cable, y declararon inocente a Sawyer del acto en sí, pese a declararlo culpable de indecencia, de modo que no lo ahorcaron sino que lo expulsaron de la Armada. D'Arcy Preston, un paisano tuyo, según creo…