El Comite De La Muerte (8 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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«Santo cielo, los instrumentos».

—Miss Fultz —dijo.

Esta vez le miró. Se sintió furioso por el desprecio que vio en sus ojos, que eran de un azul desvaído.

—¿Dónde están las herramientas de cortar?

—Tercera puerta a la izquierda.

Encontró lo que buscaba y vio a Silverstone en el lado femenino de la cuadra.

—Menos mal, iba a dar la voz de alarma —dijo el residente.

—Pasa la mayor parte del tiempo extraviándome.

—Como yo.

Fueron juntos al cuarto 308.

Roger Cort tenía carcinoma intestinal. «Fijándose bien —pensó Spurgeon— podía ya ver al ángel cogido al hombro derecho de Cort».

—¿Has hecho esta operación alguna vez?

—No.

—Pues fíjate bien. La próxima vez serás tú quien la haga.

Estuvo atento mientras Silverstone esterilizaba el tobillo e inyectaba novocaína, poniéndose luego guantes esterilizados y practicando una incisión anterior diminuta en el maleolo medial. Dio dos puntadas, una arriba y otra abajo, introdujo la cánula, y en unos pocos segundos ya estaba goteando glucosa en la sangre de Roger Cort. Silverstone lo hacía parecer todo fácil. «Seré capaz de hacer esto», —pensó Spurgeon.

—¿Y ahora qué se le ofrece al señor? —le dijo.

—Pues café —respondió Silverstone, y fueron a tomarlo.

Lo sirvió la guapa y morena enfermera.

—¿Qué les parece nuestra cuadra? —preguntó.

—¿Qué le pasa a la jefa de ustedes? —Preguntó el residente principal—. No ha hecho más que gruñirme toda la mañana.

La muchacha se echó a reír.

—Es ya una especie de tradición en el hospital. No habla con los médicos más que cuando le son simpáticos, y se lo son poquísimos. Algunos de los que vienen de visita la conocen desde hace treinta años, pero ella sigue sin dedicarles más que gruñidos.

—Menuda herencia me ha tocado —dijo Silverstone, deprimido.

«Por lo menos —pensó Spurgeon— no es mi color lo que le cae antipático». Por alguna razón, esta idea le tranquilizó. Terminó el café y se fue, dejando allí a Silverstone. Cambió algunos vendajes sin tener que preguntar a Miss Fultz dónde estaban las cosas. «Lo mejor será que me dedique a explorar este lugar —pensó, preguntándose de pronto lo que haría si se produjera un caso de ataque cardíaco». No sabía dónde estaba el desfibrilador, ni el resucitador. Una enfermera corría pasillo abajo.

—¿Puede decirme dónde se guarda el material número 99? —preguntó.

Ella se paró como si hubiera chocado contra una pared de cristal.

—¿No tiene nada del 99? —preguntó.

—No —repuso él.

—¿Espera algún caso de urgencia, doctor?

—No.

—Bueno, tengo a una mujer que está vomitando hasta los intestinos —dijo la chica, indignada, y se alejó corriendo.

—Sí, señora —dijo Spurgeon, pero ella no le oyó, ya se había ido.

Exhalando un suspiro se lanzó a la busca, como un explorador en una tierra extranjera y desconocida.

A las ocho de la tarde, treinta y seis horas después del comienzo de su carrera de interno, Spurgeon abrió la puerta de su cuarto, en el sexto piso y se estremeció al recibir de sopetón la ola de calor que salió a su encuentro.

—Santo cielo —dijo en voz baja.

Sólo había dormido allí unas horas la noche anterior, porque los internos son los primeros en ser llamados, mientras que a los residentes sólo se les molesta en casos de cierta gravedad. Ocho o nueve veces había tenido que despertarse para prescribir medicamentos que darían a los pacientes el sueño que a él, el interno, le era negado.

Dejó el saco de papel que llevaba y abrió la ventana de par en par. Se quitó los zapatos, sin desatárselos, y la ropa blanca de trabajo y se arrancó la camiseta empapada en sudor.

Extrajo del saco una caja con seis latas de cerveza y, desgarrando el aluminio del tapón, bebió la tercera parte del contenido de la primera de un solo y largo trago. Luego, suspirando, fue al armario y sacó la guitarra.

Sentado en la cama, terminó la primera lata de cerveza y comenzó a desflorar las cuerdas, cantando, en voz baja, la parte de tenor de un madrigal:

Una rosa en mi jardín, tiene una espina cortante,

y yo en ella me herí dos veces a media tarde.

Y me apresuro a pedir, mientras me corre la sangre,

que mientras me corre la sangre.

Límpiasela a la rosa de la tarde.

«Al diablo —se dijo con tristeza—, el ambiente de este sitio no está bien».

Lo que sus composiciones necesitaban siempre era un auditorio que le admirara, una chica esbelta que le dijera con la mirada: «Qué listo eres, Spurgeon», la leve presión llena de promesas de una rodilla junto a él, a su lado, en la banqueta del piano, y muchos hombres invitándole a copas, como si él fuera Duke Ellington, y pidiéndole que tocara esto o aquello o lo de más allá.

«Eso me lo he perdido», se confesó.

—Culpa tuya, tío Calvin —dijo, en voz alta.

El tío Calvin había pensado sin duda que Spurgeon acabaría tocando el piano en algún tugurio de Harlem matándose por un mendrugo, o por menos incluso. Sonrió y abrió otra lata y bebió a la salud de su padrastro cuyo dinero había hecho de él todo un médico, a pesar de la negativa de Spurgeon a prepararse para heredar el negocio que el viejo había sudado toda una vida por sacar adelante. Y luego bebió a su propia salud, nadando en su propio sudor en aquel cuarto diminuto y sofocante.

—Tío Calvin —confesó, en voz alta—, la verdad es que esto no es realmente lo que yo considero éxito.

Fue a la ventana y miró las luces que estaban empezando a cobrar vida a medida que la ciudad iba oscureciéndose. Por allá abajo tengo que perderme yo, se dijo. Por allá abajo tiene que haber algún apartamento agradable, y quizás incluso algún piano de segunda mano.

—Malditos —dijo, a la ciudad.

Había pasado tres días en el «Hotel Statler» respondiendo a anuncios de apartamentos en el Herald y el Globe. Los agentes de pisos siempre reaccionaban afablemente por teléfono cuando les llamaba el doctor Robinson, pero cuando iba a verles personalmente el apartamento siempre acababa de ser alquilado.

—¿Sabe usted quién era Crispus Attucks? —le preguntó al último de todos.

—¿Quién? —preguntó, a su vez, el otro, nervioso.

—Pues era un hombre de color, como yo. Fue el primer norteamericano que murió en nuestra dichosa revolución.

El otro había asentido con regocijo, y sonrió con alivio al verle irse.

«Tiene que haber casas bonitas donde nos admitan», se dijo.

«Bueno —pensó—, a lo mejor había estado buscando apartamentos demasiado buenos».

La cosa era que él tenía dinero para ir a un buen sitio. Iba a recibir todos los meses un cheque del tío Calvin, aun cuando le había explicado que ahora recibiría un sueldo del hospital.

Discutieron largo y tendido, hasta que Spurgeon, por fin comprendió que todos los terceros jueves de cada mes, al firmar el dichoso cheque, el tío Calvin daría dos cosas: dinero que le importaba porque no siempre lo había tenido; y amor, la cosa más milagrosa de su vida.

«Tío —pensó Spurgeon con ternura—, ¿por qué no habré podido llamarle padre?».

Hubo una época que recordaba como se recuerda una pesadilla, en la que él y su madre habían sido negros pobres, antes de que ella se casara con Calvin y se volvieran negros ricos.

Él dormía entonces en su cuna, junto a la cama de su madre, en un indecente cuartucho de la Calle 172 Oeste. El papel de la pared era de un marrón desvaído, con manchas de humedad en torno al borde superior de una de las paredes, dejadas allí mucho antes, cuando alguien, en el piso de arriba, había desbordado la bañera o roto una tubería. Él siempre se acordaba de aquellas manchas como si fueran huellas de lágrimas, porque, cuando lloraba, su madre las señalaba y le decía que si no dejaba de llorar sus mejillas tendrían marcas iguales que las de la pared. Se acordaba de una mecedora renqueante con el asiento de tartán gastado, de la cocinilla de gas que funcionaba tan mal que el agua tardaba eternidades en hervir, de la mesita de jugar a las cartas en la que no podía dejarse nada de comer de un día para otro porque de las paredes salían animales hambrientos. Se acordaba de todo aquello sólo cuando no le quedaba más remedio. Él prefería acordarse de mamá, de lo guapa que había sido de joven.

Cuando era pequeño, su madre le solía dejar todos los días con Mrs. Simpson, que vivía en el piso de abajo, de tres habitaciones, y tenía tres hijos y un cheque de beneficencia pública en lugar de marido o de trabajo. Mamá no recibía cheques. Siendo él niño, trabajó de camarera en una serie de restaurantes, y este trabajo había acabado por estropearle los pies y engordarle las piernas. Aun así era guapísima. Le había dado a luz siendo aún jovencita, y más arriba de las piernas estropeadas su cuerpo había madurado, sin dejar de ser esbelto y duro.

Mamá a veces lloraba durmiendo y siempre estaba untando con desinfectante el anillo del retrete que compartían con los Henderson y los Catlett. A veces, de noche, después de rezar, Spurgeon murmuraba el nombre de su madre una y otra vez en la oscuridad: Roe-Ellen Robinson…, Roe-Ellen Robinson…

Cuando era pequeño y ella le oía murmurar su nombre le dejaba meterse en su cama. Le rodeaba con sus brazos y le apretaba hasta hacerle gritar, y le arañaba la espalda y le cantaba canciones:

¡El río es hondo y ancho, aleluya, leche y miel en la otra orilla…!

Y le decía lo bien que lo iban a pasar ellos dos cuando llegasen a la tierra de la leche y la miel y él entonces apoyaba la cabeza en su pecho grande y suave y se dormía feliz, feliz, feliz.

Fue a un colegio vecino, un viejo edificio de ladrillo rojo, con ventanas que se rompían más rápidamente de lo que el Ayuntamiento daba abasto para arreglarlas, un patio de recreo situado fuera y, dentro, un olor que apestaba, compuesto más que otra cosa de hedor a gas de carbón y a cuerpos no acostumbrados a los baños y el agua caliente. Cuando empezó el primer grado, su madre le dijo que aprendiese bien a leer y escribir porque su padre había sido un gran lector, siempre con la nariz metida en un libro. En vista de ello, Spurgeon aprendió a leer y llegó a gustarle. Cuando pasó a grados superiores, el cuarto y el sexto, resultaba más difícil leer en la escuela porque solía haber siempre algún jaleo, pero para entonces él ya había aprendido a ir a la biblioteca pública y llevaba libros a casa para leer.

Tenía dos buenos amigos. Tommy White, que era negrísimo, y Fats McKenna, de un amarillo claro y muy delgado
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, motivo por el cual le habían puesto de apodo Fats. Al principio, lo que más le había gustado en ellos era precisamente los apodos, pero luego llegaron a hacerse amigos de verdad. A los tres les agradaba una chica llamada Fay Hartnett, que cantaba como «Satchmo» y hacía ruidos con los labios como una trompeta loca. Solían merodear por los alrededores de la Calle 171 Oeste, jugando a la pelota y metiéndose con los chicos blancos y sus maestros. De vez en cuando, para robar alguna cosa, dos de ellos llamaban la atención del tendero mientras el otro se hacía con el botín, que de ordinario era comestible. Tres sábados por la noche habían tumbado a borrachos, pero de verdad; Tommy y Spurgeon se cogían a los brazos del borracho, juntándoselos a la espalda, mientras Fats, que se creía una especie de Sugar Ray Robinson, se encargaba del resto.

Seguían con interés el desarrollo del cuerpo de Fay Hartnett, y una noche, en el tejado de la casa de pisos de Fats, la chica les enseñó a hacer una cosa que le habían enseñado a ella los chicos mayores. Los tres se jactaron a los cuatro vientos de lo que habían hecho, y un par de noches después Fay volvió a hacerles el mismo favor, junto con un grupo más numeroso de amigos y conocidos suyos. Dos meses más tarde Fay dejó de ir a la escuela, y de vez en cuando la veían por la calle y se reían, porque su estómago estaba hinchándose como si se hubiera tragado una pelota de jugar al baloncesto y alguien estuviera inflándola de aire. Spurgeon no se sentía ni culpable ni responsable; la primera vez a él le había tocado el segundo y la segunda vez el séptimo o el octavo, bien al fin de la cola. Y además, ¿quién sabía cuántas otras juergas habría habido sin ser él invitado? Pero a veces sentía no oír a Fay cantar como Louis Armstrong.

No se imaginaba a su mamá haciendo aquello que solía hacer Fay, abriéndose de piernas y agitándose, toda húmeda y excitada, y, sin embargo, en el fondo de su corazón, él pensaba que probablemente sí que lo hacía, por lo menos de vez en cuando. Roe-Ellen siempre tenía muchos amigos, y a veces pagaba a Mrs. Simpson para que dejara que Spurgeon durmiera en su apartamento, con sus dos hijos, Petey y Ted. Un hombre sobre todo, Elroy Grant, grandote y guapo, que tenía una lavandería en la avenida de Ámsterdam, hacía la corte a mamá. Olía a whisky fuerte y no hacía el menor caso de Spurgeon, que no le podía ver. Siempre iba por ahí con muchas mujeres. Un día, Spurgeon encontró a Roe-Ellen llorando en la cama, y cuando preguntó a Mrs. Simpson lo que le pasaba, ella le dijo que Elroy se había casado con una viuda que tenía un bar en Borough Hall, había cerrado la lavandería y se había mudado a Brooklyn. Mamá anduvo varias semanas como un alma en pena, pero acabó pasándosele, y un día anunció que Spur tendría que portarse con sensatez y ser un hombre, porque ella se había inscrito en un curso de taquimecanografía nocturno y tendría que pasar cuatro noches a la semana en la Escuela Superior Patrick Henry, en Broadway Alto. Las noches que no tenía que ir al curso las pasaba siempre en casa, y para Spurgeon era como estar de vacaciones.

Roe-Ellen asistió a aquellas clases dos años seguidos, y cuando hubo terminado el curso sabía escribir a máquina a setenta y dos palabras por minuto y tomar taquigrafía a cien palabras por minuto, según el método de Gregg. Pensaba que le iba a costar mucho encontrar un buen empleo, pero a las dos semanas de empezar la búsqueda la contrataron como secretaria en la compañía de seguros llamada «American Eagle». Todas las noches volvía a casa llena de entusiasmo y contaba nuevas maravillas: el ascensor tan rápido, las chicas tan estupendas que había en el centro secretarial, las pocas horas de trabajo, lo magnífico que era poder descansar las piernas mientras trabajaba.

Un día, volvió a casa con aire asustado.

—Guapo, hoy vi al presidente.

—¿A Eisenhower?

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