Apartó la sábana y mostró la pierna del paciente, robusta, pero de aspecto malsano, con una herida ulcerada muy fea de unos diez centímetros de diámetro.
—¿Siente fría la pierna, Mr. Stratton?
—Sí, constantemente.
—Hemos probado con antibióticos y emplastos, pero la pierna no se cura y ha perdido color —dijo Silverstone. Se volvió al residente a quien había criticado por llegar tarde—. Doctor Potter, ¿qué le parece a usted?
Potter volvió a sonreír, con aire deprimido, pero no dijo nada.
—¿Doctor Robinson?
—Un arteriograma.
—Muy bien. ¿Dónde inyectaría usted la sustancia de contraste?
—En la arteria femoral —dijo Spurgeon.
—¿Qué? ¿Es que tienen que operarme?
—No estamos hablando de operaciones, o por lo menos todavía no —respondió Silverstone—. Si tiene fría la pierna es porque la sangre no circula como debiera. De lo que ahora se trata es de averiguar el motivo. Vamos a inyectar cierta tintura en una arteria de su ingle y luego tomaremos unas fotos.
Mr. Stratton enrojeció.
—Eso no lo aguanto —dijo.
—¿Qué quiere decir?
—¿Por qué no siguen con el método del doctor Perlman como hasta ahora?
—Porque el doctor Perlman lo intentó y no le salió bien.
—Pues seguro.
Se produjo un breve silencio.
—¿Dónde está el doctor Perlman? —dijo el otro—. Quiero hablar con el doctor Perlman.
—El doctor Perlman ya no es aquí residente principal —repuso Silverstone—. Tengo entendido que ahora es el capitán Perlman y está camino de Vietnam. Yo soy el doctor Silverstone, el nuevo residente principal.
—Ni siquiera era capaz de aguantar inyecciones cuando estaba en la marina mercante —dijo el otro.
Se oyó una risita en el extremo del grupo que rodeaba la cama. Silverstone se volvió y miró fríamente hacia allá.
—Parece que tiene gracia que un hombre de mi corpulencia tenga miedo, demonios —dijo Stratton—, pero creedme que gracia no tiene ninguna, y al primero que me ponga la mano encima lo voy a dejar en el sitio.
Silverstone puso la mano, como sin darse cuenta en el pecho del paciente. Los dos se miraron. Inesperadamente, a Mr. Stratton se le humedecieron los ojos.
Nadie rió. «Su rostro —pensó, perplejo, Spurgeon— tenía la misma expresión de temor que el de la prostituta del otro lado de la cuadra; tan parecidos eran ambos que se hubiera dicho que eran hermanos».
Esta vez, Silverstone no buscó pañuelos de papel.
—Y ahora va a escucharme —dijo, como quien habla con un niño travieso—. No puede perder el tiempo. Si nos crea usted problemas, los que sean, cuando tratamos de examinarle, le dejaremos para que se las arregle como pueda. Y le advierto que de eso de dejarnos en el sitio, nada. No podrá dejar en el sitio ni a una hormiga. Se quedará sin pierna, o será usted quien se quede en el sitio. ¿Me comprende?
—Carniceros —murmuró Mr. Stratton.
Silverstone dio media vuelta y se alejó, seguido obedientemente por catorce sombras vestidas de blanco.
Se congregaron en el anfiteatro quirúrgico para celebrar la Conferencia de Mortalidad.
—¿Qué diablos quiere decir eso de Conferencia de Mortalidad? —murmuró Jack Moylan, el interno que estaba junto a Spurgeon, después de mirar el programa mimeografiado del primer día.
Spurgeon lo sabía. También celebraban conferencias de mortalidad en Nueva York, aunque él, por ser estudiante, no había podido asistir a ellas.
—Es una reunión en la que los errores salen a pedir cuentas al que los cometió —dijo.
Moylan pareció sorprendido.
—Acabarás llamándolo el Comité de la Muerte, como todos. Todo el personal quirúrgico se reúne para pasar revista a las muertes que se han producido y decidir si hubiera sido posible impedirlas; y, si es así, por qué no se impidieron. Es una manera de continuar la educación y el control quirúrgico. Una especie de control de responsabilidades, para tenernos siempre alerta.
—¡Santo Dios! —exclamó el otro.
Estaban sentados en las hileras de asientos, en grada, tomando café o «Pepsi-Cola» en vasos de cartón. Una de las enfermeras pasaba bandejas de galletas. Delante de todos Silverstone y Meomartino, sentados a ambos extremos de una mesita, hojeaban los historiales. Por razones administrativas y docentes, los empleados del hospital estaban divididos en dos grupos, el equipo azul y el equipo rojo. Los casos que dependían del equipo rojo eran examinados por Meomartino, mientras que los del equipo azul los supervisaba Silverstone. Junto a un asiento vacío, al comienzo de la primera fila, el segundo jefe de los servicios quirúrgicos, doctor Bester Caesar Kender («Cuando hay jaleo basta llamar a Kender»), ex coronel de aviación muy aficionado a los cigarros puros, que había ganado fama como especialista en cirugía renal y era autor de innovaciones en el trasplante de riñones, estaba contando un chiste verde al doctor Joel Sack, jefe de los servicios de Patología. Eran ambos un curioso contraste humano: Kender era alto, hirsuto, de tez colorada y el acento suave y lento del condado patatero de Maine todavía se notaba en su manera de hablar, mientras Sack era calvo y de aire refitolero, como un mono enfurruñado.
Sentados juntos, estaban los dos chinos del hospital, el doctor Lewis Chin, nacido en Boston y cirujano visitante y el doctor Harry Lee, de cara de luna, residente ya en su tercer año, de Formosa como para hacer de contrapeso, había también dos mujeres: la doctora Miriam Parkhurst, también visitante, y la doctora Helena Manning, muchacha fría y segura de sí misma, residente desde hacía un año.
Todos se levantaron cuando entró en la estancia el jefe de Cirugía, Spurgeon derramándose «Coca-Cola» en la pernera de su bella vestimenta blanca.
El doctor Longwood saludó con un movimiento de cabeza y todos se sentaron obedientemente.
—Caballeros —dijo.
»Doy la bienvenida a los recién llegados al Hospital General del condado de Suffolk.
»Éste es un hospital municipal muy lleno de trabajo, donde hay muchísimo quehacer y exige a cambio muchísima dedicación.
»Nos gusta hacer las cosas bien y esperamos que todos ustedes harán cuanto puedan por conseguirlo.
»La reunión que está a punto de comenzar se llama Conferencia de Mortalidad. Es la parte de la semana que más importancia tiene para el desarrollo profesional de ustedes. Una vez que salen de la sala de operaciones, la cirugía realizada se convierte en cosa pasada. En esta reunión, sus errores y los míos serán sacados a la superficie y examinados con minuciosidad por sus compañeros. Lo que ocurre aquí es, quizá, más importante que lo que ocurre en la sala de operaciones, por lo que se refiere a convertirles a ustedes en verdaderos cirujanos.
Cogió unas galletas, se repantigó en un asiento de primera fila e hizo una señal a Meomartino:
—Empiece usted doctor.
Al leer el encargado del servicio quirúrgico los detalles, se vio con claridad que el primer caso era corriente: un hombre de cincuenta y nueve años con carcinoma grave del hígado que no había buscado curación hasta que era demasiado tarde.
—¿Prevenible o inevitable? —preguntó el doctor Longwood, limpiándose las migas.
Todos los veteranos votaron «inevitable», y el jefe se mostró de acuerdo.
—Demasiado tarde —dijo—, lo que indica la necesidad de diagnosticar a tiempo.
El segundo caso era una mujer que había muerto de un ataque cardíaco mientras estaba siendo trataba en el hospital por lesiones gástricas. No había tenido anteriormente ninguna enfermedad cardiaca y la autopsia había revelado que sus lesiones no eran serias. De nuevo los cirujanos consideraron que la muerte había sido inevitable.
—De acuerdo —dijo el doctor Longwood—, pero quiero advertir que de no haber fallecido de un ataque cardíaco la habríamos tratado equivocadamente. Debiera haber sido abierta y explorada. Un artículo interesante publicado hace dos meses en el Lancet subrayaba que el porcentaje de supervivencia de cinco años en casos de tumores gástricos tratados médicamente, sean o no serios, es del diez por ciento. Cuando el paciente es explorado para averiguar qué es exactamente lo que tiene, el porcentaje de supervivencia de cinco años aumenta, hasta llegar a un cincuenta a setenta por ciento.
«Esto es una clase —pensó Spurgeon, calmándose y comenzando a pasarlo bien—; no es más que una clase».
El doctor Longwood presentó a la doctora Elizabeth Hawkins y al doctor Louis Solomon. Spurgeon notó un ligero cambio en el ambiente y se fijó en el doctor Kender, el experto en riñones, que se había inclinado hacia delante, jugueteando nerviosamente con algo en su manaza.
—Tengo mucho gusto en que los doctores Hawkins y Solomon hayan aceptado nuestra invitación y estén ahora aquí con nosotros —dijo el doctor Longwood—. Son residentes del servicio pediátrico, donde estaban acabando su internado al ocurrir el fallecimiento que vamos a examinar a continuación.
Adam Silverstone leyó los datos del caso de la niña de cinco años Beth-Ann Meyer, que había sufrido treinta por ciento de quemaduras en el cuerpo al ser escaldada con agua hirviendo. Después de dos injertos cutáneos en la cuadra pediátrica del hospital, una noche, a las tres, había vomitado, atascándosele algo de comida en la garganta. Un residente de anestesia había tardado dieciséis minutos en llegar, y cuando acudió la niña había muerto.
—No hay excusa alguna que justifique la tardanza del anestesista en llegar al lugar del incidente —dijo el doctor Longwood—, pero, dígame… —los ojos fríos se fijaron en la doctora Hawkins y luego en el doctor Solomon—, ¿por qué no hicieron ustedes una traqueotomía?
—Ocurrió con gran rapidez —respondió la muchacha.
—No teníamos instrumentos adecuados —arguyó el doctor Solomon.
El doctor Kender mostró, entre el índice y el pulgar, el objeto que tenía en la mano.
—¿Saben ustedes lo que es esto? —dijo.
El doctor Solomon carraspeó.
—Una navaja de bolsillo.
—Siempre llevo una encima —dijo el experto en riñones, sin alzar la voz—. Con ella podría abrir en canal una garganta en un tranvía.
Ninguno de los dos residentes pediátricos contestó. Spurgeon no conseguía apartar los ojos del pálido rostro de la muchacha. «Están arrinconándoles —pensó—; lo que están diciéndoles es: Ustedes mataron a esa niña, ustedes».
El doctor Longwood miró al doctor Kender.
—Prevenible —dijo éste, a través del puro.
Al doctor Sack.
—Prevenible.
Al doctor Paul Sullivan, cirujano externo.
—Prevenible.
A la doctora Parkhurst.
—Prevenible.
Spurgeon permanecía inmóvil mientras la palabra iba rodando, como una piedra helada, en torno al perímetro de la estancia, incapaz ya de mirar a los dos residentes pediátricos.
«Dios —dijo—, que no me ocurra esto nunca a mí».
Le asignaron a la cuadra Quincy, con Silverstone, y los dos fueron allí juntos. Era una hora de mucho ajetreo para las enfermeras, la hora de tareas como cambiar vendajes y tomar temperaturas, servir zumo de frutas y traer y llevar orinales, entregar píldoras y completar historiales. Estuvieron un rato en el pasillo mientras el residente miraba las notas que había tomado durante las visitas matinales y Spurgeon observaba a dos enfermeras estudiantes, haciendo camas y riendo como locas; finalmente, el doctor Silverstone levantó la vista.
«Y habló el Señor —pensó Spurgeon—, y dijo…».
—Harold Krebs, operación de prostatectomía, habitación 304, necesita dos unidades de sangre. Comenzar un I.V. para Abraham Batson en el 310. Y luego recoger los instrumentos y poner un catéter central venoso en Roger Cort, 308.
Una vieja delgada y de pelo ralo, con la insignia de jefa de enfermeras en el gorro, estaba en el archivo de los historiales clínicos. Spurgeon pasó junto a ella murmurando excusas, y descolgó el teléfono.
—¿Tiene el número del banco de sangre? —le preguntó.
Sin mirarle, la mujer le pasó la guía de teléfonos.
Marcó el número, pero comunicaba.
Una enfermera morena muy guapa y con buen tipo, envuelta en un uniforme de nylon, entró y se puso a escribir un recado en la pizarra: Doctor Levine, por favor, llame a Wayland 872-8694.
Marcó el número de nuevo.
—¡Diablo!
—¿Necesita algo doctor? —preguntó la enfermera joven.
—Estoy tratando de hablar con el banco de sangre.
—Es el peor número de todo el hospital. La mayor parte de los internos lo que hacen es ir ellos y recoger la sangre personalmente. La persona por quien hay que preguntar allí se llama Betty Callaway.
Le dio las gracias y se fue corriendo. Volvió a pasar junto a la jefa de las enfermeras y colgó de nuevo el teléfono. «La vieja bruja blanca —pensó—, debiera habérmelo dicho. La verdad —se dijo, deprimido—, ni siquiera sé encontrar el dichoso banco de sangre».
Se inclinó de nuevo y miró el nombre de la vieja.
—Miss Fultz —dijo.
Ella siguió escribiendo, como si nada.
—¿Puede decirme por dónde se va al banco de sangre?
—Sótano —respondió ella, sin levantar la vista.
Lo encontró después de preguntar tres veces más y encargó la sangre que necesitaba a Betty Callaway, esperando impaciente mientras ésta buscaba el tipo de sangre de Harold Krebs. Volviendo a subir en el lento ascensor, se maldijo a sí mismo por no haber tomado al principio la precaución de darse una vuelta por el hospital, enterándose bien de dónde estaba todo.
Tal y como estaban pasando las cosas, a Spurgeon no le hubiera sorprendido ver que el paciente del 304 tenía venas invisibles, pero Harold Krebs resultó ser un hombre con sistema venoso bueno y bien definido, apto para la introducción de catéteres, de modo que la transfusión se llevó a cabo sin dificultad.
Ahora, la intravenosa para el 310. Pero ¿dónde se guardaban los I.V.? «No podía preguntárselo a Miss Fultz —pensó y entonces cambió súbitamente de idea—: ¿por qué dejarme asustar por esa vieja bruja?».
—Armario del pasillo —respondió ella, aún sin levantar la vista.
«Vieja bruja, usted me va a mirar —se dijo Spurgeon—; no es más que piel negra, no hace daño a los ojos».
Cogió los I.V. y, naturalmente, Abraham Batson, el del 310, resultó ser lo que él había esperado encontrar en el 304, o sea un viejecito reseco, con venas como pelos y marcas de inyecciones dejadas por otros que, como él, habían intentado la empresa y fallado. Hicieron falta ocho punzadas extra, con acompañamiento de gemidos, miradas y gruñidos, y sólo entonces volvió a verse en libertad.