»No tiene necesariamente que requerir investigación —añadió—. En la rebatiña de las becas y los subsidios, los Colegios Médicos han olvidado su verdadera razón de ser: formar estudiantes, y ahora comienzan a darse cuenta de ello. Los buenos profesores se volverán más y más importantes, porque la enseñanza será cada vez más difícil.
—A pesar de todo, hay que tener en cuenta mi servicio militar —dijo Rafe.
—Nosotros solicitamos prórrogas para la gente del Cuerpo facultativo —dijo el doctor Longwood—, y las prórrogas se renuevan anualmente.
Sus ojos no decían nada, pero Rafe tenía la incómoda sensación de que ahora Longwood estaba sonriendo para sus adentros.
—Tengo que pensarlo —dijo.
Durante los dos días siguientes trató de decirse a sí mismo que probablemente no solicitaría el puesto.
Luego llegó la mañana de la Conferencia de Mortalidad. Rafe se sentó, silencioso y avergonzado, mientras Longwood crucificaba a Spurgeon Robinson contra la pared de la biblioteca, aunque sabía que podría compartir el tormento con él con sólo decir que el interno le había llamado por teléfono antes de dar de alta a la mujer.
Hubiera bastado con una sencilla frase. Después trató débilmente de convencerse a sí mismo de que si no obró así fue porque el doctor Longwood parecía tan enfermo que era mejor que la reunión terminase lo más rápidamente posible.
Pero sabía que su silencio había sido en realidad el primer paso hacia su candidatura.
Aquella misma tarde, camino del comedor, tropezó con Adam Silverstone, que salía del ascensor.
—Ya veo que ha salido de su lecho de dolor —dijo—. ¿Se encuentra mejor?
—Saldré de ésta.
—¿Por qué no reposa un poco más de tiempo? Esos virus son a veces muy perniciosos.
—Escuche, sé perfectamente que dejó en la estacada a Spurgeon Robinson esta mañana.
Meomartino le miró sin decir nada.
—Es sumamente vulnerable a esta especie —dijo Silverstone—. A partir de ahora, cualquier cosa haga a él es como si me la hiciera a mí.
—Es usted un héroe —dijo Meomartino, sin alzar la voz.
—En casos como éste, yo tengo armas con que defenderme; eso es todo.
—Lo tendré en cuenta.
—Mi lema es: «No irritarse, pasar la cuenta» —dijo Adam.
Le saludó con un movimiento de cabeza y se encaminó hacia el comedor.
Meomartino no le siguió. En lugar de hambre, lo que sentía era una especie de oscuridad en el alma que ya tenía casi olvidada. «Necesitaba calor familiar», se dijo; quizá la reacción de Liz a la noticia de que iba a solicitar el puesto docente mejorase la situación.
Telefoneó y pidió a Harry Lee que le sustituyese mientras él iba a casa a comer.
Era una petición sin precedentes, y el residente, al acceder, no consiguió disimular del todo su sorpresa. «Debería hacerlo con más frecuencia —se dijo Rafe—. El niño va a acabar por no conocer a su propio padre».
La hora punta había pasado hacía ya tiempo, y el tráfico aunque no escaso, era más fluido. Salió de la ciudad en el coche y luego volvió a entrar para ir directamente al aparcamiento de la calle de Charles, dejando el vehículo de modo que casi bloqueaba, aunque no del todo, el futuro tráfico de la angosta calle. Al subir Rafe las escaleras, su reloj marcaba las siete y cuarenta y dos minutos. «Tengo tiempo —pensó—, de comer un bocadillo, besar al niño, abrazar a mi mujer y volver al hospital sin que se me eche en falta».
—Liz —llamó, al abrir la puerta con su llavín.
—No está en casa.
Era la que cuidaba del niño en su ausencia, y cuyo nombre no conseguía recordar. Un joven estaba sentado junto a ella, en el sofá. Los dos estaban algo despeinados y evidentemente habían sido interrumpidos. «Perdonen ustedes, niños
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», pensó.
—¿Pues dónde está?
—Dijo que si llamaba le dijera que fue a cenar con su tío.
—¿El doctor Longwood?
—Sí.
—¿Y dijo cuándo regresaría?
—No lo dijo —la chica se levantó—. Doctor, permítame que le presente a mi amigo Paul.
Rafe asintió, preguntándose si sería buena cosa para su hijo que la encargada de cuidar de él tuviera en casa esta clase de compañías. Probablemente Paul pensaba irse antes de la vuelta de Liz y su tío.
—¿Dónde está Miguel?
—Acostado, acaba de dormirse.
Rafe fue a la cocina y se quitó la chaqueta, dejándola en la silla y sintiéndose como un intruso en su propia casa, mientras en el cuarto de estar la conversación se convertía en una serie de frases sueltas, murmuradas, y risitas contenidas.
Había pan, algo duro, y los ingredientes para un bocadillo de jamón y queso. Había también una botella de ginebra, más que mediada, con martinis ya mezclados. Rafe se dijo que Liz probablemente pensaba sacarla del frigorífico antes de su vuelta habitual del hospital, a la mañana siguiente.
Se hizo el bocadillo y sacó un botellín de cerveza de jengibre y lo llevó todo, cruzando el cuarto de estar, al dormitorio de su hijo, cerrando la puerta ante las miradas curiosas de la pareja sentada en el sofá.
Miguel estaba dormido, con una larga serpiente color naranja llamada Irving contra el rostro, y la almohada en el suelo. Puso el bocadillo y el botellín sobre el escritorio, recogió la almohada y estuvo un rato mirando a su hijo a la semioscuridad de la luz de cabecera. ¿Quitaría de allí al animal disecado? Sabía perfectamente que no había peligro de asfixia, pero, así y todo, lo quitó, lo que, de paso, le dio la oportunidad de mirar el rostro infantil. Miguel se movió, pero no se despertó. El pelo del niño era áspero y oscuro, cortado a la moda de los Beatles, aunque sólo tenía dos años y medio de edad, largo por atrás y por delante en cerquillo, como le gustaba a Liz, pero no a Rafe, en absoluto. Al tío de Liz este corte de pelo le gustaba menos todavía que el «nombre extranjero» del niño, que solía sustituir por el más aceptable de «Mike». Miguel tenía unas orejas grandes, feas y abiertas, que eran motivo de disgusto para su madre. Aparte de esto era guapo, fuerte y musculoso, y tenía la piel clara de su madre y las facciones cálidas y delicadas de su abuela. La señora, mamacita
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.
Sonó el teléfono.
Lo cogió antes que la encargada de cuidar a Miguel, y reconoció la voz de Longwood sin necesidad de que se identificase.
—Pensé que esta noche estaría usted en el hospital.
—Vine a casa a cenar.
Longwood preguntó por varios casos y Rafe le informó, dándose ambos cuenta de que no era posible que el jefe de Cirugía asumiera la dirección personal del bienestar de cada paciente. Contra la oreja, en el fondo, se oían ruidos de restaurante, un murmullo de voces y sonido de cristal contra metal.
—¿Puedo saludar a Elizabeth? —dijo Longwood cuando Rafe hubo terminado.
—¿No está con usted?
—Santo cielo. ¿Tenía que verla yo hoy?
—Sí, a cenar.
Se produjo un breve silencio; luego, el viejo hizo lo que pudo.
—Condenada secretaria, esa chica está siempre confundiéndome las citas. No sé como voy a excusarme con Elizabeth. ¿Me hará el favor de ofrecerle mis más humildes excusas?
La confusión y el embarazo de su voz eran sinceros, pero había algo más, y Rafe se dijo con súbita irritación que se notaba también un deje de compasión.
—Lo haré —dijo.
Colgó, volvió al bocadillo y la cerveza de jengibre y cenó sentado al pie de la cama de su hijo, pensando al mismo tiempo en muchas cosas, mientras el pecho de Miguel subía y bajaba suavemente al ritmo de su respiración. El parecido del niño con la señora
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era notable, sobre todo a la media luz.
Poco después se fue del apartamento, dejándoselo a los jóvenes amantes y volvió al hospital.
Al día siguiente, de madrugada, el doctor Kender y Lewis Chin fueron al dormitorio de Mrs. Bergstrom y le extrajeron un pedazo de carne estropeada que había sido riñón de Peggy Weld. No necesitaron ningún informe patológico para llegar a la conclusión de que el órgano desperdiciado había sido completamente rechazado por el cuerpo de Mrs. Bergstrom.
Después, en la sala de los cirujanos, se sentaron a tomar café cargado y sin azúcar. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Harry Lee.
Kender se encogió de hombros.
—Lo único que se puede hacer es intentarlo de nuevo, con el riñón de algún cadáver.
—La hermana de Mrs. Bergstrom tendrá que ser informada —dijo Rafe.
—Ya se lo dije yo —manifestó Kender.
Salieron de la sala, y Rafe fue al cuarto de Peggy Weld, a quien encontró haciendo el equipaje.
—¿Se va del hospital?
Ella asintió. Tenía los ojos enrojecidos, pero estaba serena.
—El doctor Kender dijo que aquí ya no hago falta.
—¿Y a dónde va?
—A Lexington. No me muevo de Boston hasta que lo de mi hermana se resuelva de una forma o de otra.
—Me gustaría que saliéramos una noche —dijo él.
—Está usted casado.
—¿Cómo lo sabe?
Ella sonrió.
—Pregunté.
Él guardó silencio.
Peggy sonrió.
—Su mujer no le comprende, me figuro.
—Soy yo quien no la comprende a ella.
—Eso no es asunto mío.
—No, es cierto —la miró—. Hágame un favor.
Ella aguardó, sin hablar.
—No se maquille tanto. Es usted muy hermosa. Siento lo del riñón. Y también haber sido yo quien la persuadió a darlo.
—También yo lo siento —dijo—, pero no lo sentiría si no lo hubiera rechazado su organismo. De modo que ya puede dejar de lamentarlo porque soy quien toma las decisiones que me conciernen. Incluso por lo que se refiere a mi maquillaje.
—¿Puedo serle útil en algo?
Ella denegó con la cabeza.
—Tengo mi programa hecho —le tocó la mano, sonriendo—. Doctor, una chica con un solo riñón no puede permitirse el lujo de caer en brazos del primero que quiera complicarle la vida.
—Yo no quiero complicar nada —dijo él, sin convicción—. Me gustaría conocerla mejor. —No tenemos nada en común.
La maleta se cerró de golpe con un clic fuerte y final.
Rafe fue a su despacho y telefoneó a Liz.
—¿Cenaste bien?
—Sí, pero lo estúpido del caso es que me confundí de fecha, y no tenía que cenar con el tío Harland.
—Ya lo sé —dijo él—. ¿Y qué hiciste?
—Acabé llamando a Edna Brewster. Menos mal que Bill tenía que trabajar hasta tarde, de modo que las dos cenamos en «Charles’s» y luego fuimos a su apartamento y cotilleamos. ¿Vienes a casa?
—Sí —respondió él.
—Se lo diré a Miguel.
Rafe despejó la mesa; cerró la puerta y se quitó la ropa blanca. Luego se sentó y miró en la guía el número de teléfono de Edna Brewster.
Era amiga de Liz, no suya, y pareció sorprendida, pero contenta, de oír su voz.
—He estado pensando en algún regalo original para Liz para estas Navidades —dijo—, pero vosotras lo tenéis todo.
Ella gimió.
—Pues yo soy la menos indicada para este tipo de consejos.
—No quiero consejo, querría que te fijes bien cuando estés con ella y trates de averiguar qué es lo que realmente le gustaría que le regalen.
Ella prometió investigar fielmente y Rafe le dio las gracias.
—¿Cuándo la vas a ver? Liz decía el otro día que hace siglos que no salen.
—Meses. ¿Verdad que es estúpido? —dijo ella—. Nunca tiene una tiempo para ver a la gente que le apetece. A ver si los cuatro nos reunimos un día de éstos a jugar al bridge. Di a Liz que le telefonearé, o, mejor dicho, no le digas que me llamaste, que sea nuestro secreto. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —repitió él.
ADAM SILVERSTONE
Adam echó la culpa de su furia a Meomartino por haberlo sacado de la cama, pero, confuso y pensativo, volvió al trabajo, tendiendo a recordar en los momentos más inoportunos a Gaby Pender, echada al sol con los ojos cerrados, su pequeñez perfecta y urgente, su risa rota y tímida, como si no estuviera segura de cómo hay que reírse.
Trató de ahuyentarla de la mente, llenándola con muchos otros recuerdos.
El doctor Longwood le informó del puesto que habría pronto en la Facultad de Cirugía, y Adam comprendió entonces lo que le había pasado a Meomartino. Se lo dijo a Spurgeon, estando los dos en su cuarto, bebiendo cerveza enfriada en la nieve que cubría el alféizar de la ventana.
—Voy a quedarme yo con ese puesto. Meomartino no lo va a conseguir —dijo.
Sus dedos estrangularon una lata vacía de cerveza, abollándola.
—No será sólo por antipatía —dijo Spurgeon—; no se le puede tener tanta antipatía a nadie.
—Eso no es sino parte del asunto. Es que, además, el puesto me interesa de verdad.
—¿Parte del gran programa cósmico de Silverstone?
Adam sonrió y asintió con la cabeza.
—¿El puesto de prestigio que lleva directamente a donde está el dinero?
—Acertaste.
—Estás engañándote a ti mismo, amigo. ¿Sabes lo que es en realidad el gran programa cósmico de Silverstone?
—¿Qué? —preguntó Adam.
—Pura tontería.
Adam se limitó a sonreír.
Spurgeon movió la cabeza.
—Si crees que lo tienes todo previsto, te equivocas de medio a medio, amigo.
—Todo lo que cabe prever —dijo Adam.
Una de las cosas que había previsto era que la falta de conocimiento de Spurgeon sobre el proceso odontoideo era indicio de que el interno tenía que estudiar más anatomía. Cuando se ofreció a trabajar con él en esto, Spurgeon aceptó encantado y el doctor Sack les dio permiso para practicar disecciones en el laboratorio de patología. Trabajaban allí varias veces a la semana. Spurgeon aprendía con rapidez y Silverstone lo pasaba bien ejercitándose.
Una noche, Sack entró y les saludó. Habló poco, pero en lugar de irse lo que hizo fue acercar una silla y observarles. Dos noches más tarde repitió la visita, y esta vez, cuando hubieron terminado, dijo a Adam que fuera con él a su despacho.
—En el departamento de patología del hospital nos haría falta un ayudante de vez en cuando —le dijo—. ¿Le interesa?
Este trabajo no le rendiría tanto dinero como el que hacía en la clínica de urgencia de Woodborough, pero tampoco le agotaría tanto ni le quitaría tanto sueño vital.
—Si, doctor —dijo, sin vacilar.
—Jerry Lobsenz le enseñó bien. Supongo que no le gustaría dedicarse a Medicina interna el año que viene, ¿no es así?