El Comite De La Muerte (52 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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—No quiero ir a la plaza —dijo ella.

—¿Por qué no?

—Ve tú. Paséate y mira a las chicas y mientras vuelves yo hago el desayuno.

En vista de ello bajó de la cama, se lavó, se vistió y, en plena bella mañana de verano, se fue de paseo por la cuesta.

San Francisco era historia. Este año era la Plaza de Boston.

Algunas de las personas que se paseaban por allí eran veteranos y otros recién llegados, o seudohippies, que de vez en cuando se vestían estrafalariamente, pero que, así y todo, tenían gracia. Los hombres eran menos interesantes que las mujeres, y no siempre por razones físicas, se dijo Adam a sí mismo, puritanamente; los varones tendían a ser muy convencionales dentro de su anticonformismo, juntándose en grupos y compartiendo una limitada variedad de marcas tribales. Las mujeres mostraban tener más imaginación, pensó tratando de no mirar a la pelirroja que, envuelta en una manta gris y a pesar del calor que hacía, tocaba el tambor a la manera hindú; llevaba una pluma en la cinta con que se sujetaba el pelo y, al pasar junto a él, con unos pies descalzos maravillosos, Adam leyó las letras ARMADA NORTEAMERICANA, que se movían al ritmo del tambor, en la parte posterior de la manta.

Adam dio una vuelta por la plaza, pero ni las más bellas hippies le parecían comparables a su esposa.

Ahora pasaba mucho tiempo sintiéndose agradecido en su fuero interno por lo que poseía; cada día que transcurría tenía mejor suerte.

Cuando él y Gaby se enteraron de que le había sido concedido el puesto de profesor los dos se sintieron súbitamente ricos. Una de las chicas que ella conocía del colegio iba a dejar su apartamento, en un primer piso de la avenida de la República, mucho mejor, desde cualquier punto de vista, que el sótano de la calle de Phillips, más grande, y, además, en una casa convertida en apartamentos, con una venerable magnolia al otro lado de la pequeña verja de hierro. Pero decidieron no aprovechar la oportunidad; acabarían mudándose, porque los dos pensaban que, para el niño, estaría bien disponer de más espacio y conocer la hierba, cosa que en la ciudad era imposible.

Pero como tenían la choza de Truro para cuando quisieran ir a respirar aire puro ahora preferían seguir en la cuesta de Beacon. Gaby decidió ahorrar y que cada mes pondría en la hucha el dinero de más que les hubiera costado el apartamento de la Avenida de la República («¿no es eso lo que llaman una canastilla?»), de modo que cuando hiciera falta ropa para el niño tendrían dinero con que comprarla.

Por su parte, Adam encontró la excusa que buscaba para dejar de fumar. En lugar de acumular complejos de culpabilidad porque era médico y consumía tabaco, lo que hacía ahora era dejar, a intervalos razonablemente regulares, en una caja de cartón diseñada para muestras de patología, el precio de una cajetilla, ahorrando así para comprar al niño un cochecito de fabricación inglesa como uno que él y Gaby habían admirado en el Jardín Público. El aspecto financiero del embarazo había sido resuelto. Gaby estaba siendo cuidada por el doctor Irving Gerstein, jefe del Servicio de Obstetricia y Ginecología del hospital, que no solamente era el mejor obstétrico que Adam conocía, sino además se daba muy buena maña con padres inminentes. Un día, Adam fue con él a la cafetería del hospital y se pusieron a hablar de la pelvis estrecha de Gaby, tomando él café y Gerstein melón. Cogiendo una gran semilla negra entre el índice y el pulgar, Gerstein la había roto en la punta, de modo que el contenido saliese de golpe.

—Así de fácil será el nacimiento de tu hijo —le había dicho.

Y ahora, de vuelta al apartamento, Adam se sentía feliz y hambriento. Comió toronja, huevos y jamón frito, que Gaby le había preparado, alabando inmoderadamente los panecillos del supermercado; pero Gaby parecía reservada y curiosamente reticente.

—¿Ha pasado algo? —preguntó él, comenzando su segunda taza de té.

«Un aborto», se dijo, como embotado.

—Tu padre, Adam —dijo ella.

Gaby quería ir con él, pero Adam insistió en ir solo. Entregó a las Líneas Aéreas Allegheny casi todo el dinero del cochecito inglés y voló a Pittsburgh. El humo que antes lo cubría todo había sido ahora disuelto por la tecnología, y el aire parecía allí igual de puro que en Massachusetts. No había nada nuevo bajo el sol: el tráfico era parejo al de Boston; el taxi le llevó a un hospital muy parecido al General del condado de Suffolk; en el tercer piso, encontró a su padre en una cama pagada por los contribuyentes, muy parecido a los otros despojos humanos que el doctor Silverstone veía a diario en su hospital.

Le habían administrado calmantes en abundancia, porque sufría de delirium tremens y no saldría de él en bastante tiempo. Adam se sentó en una silla junto a la cama, mirando el rostro demacrado, cuya palidez era acentuada por el revelador matiz de la ictericia. Las facciones, notó con horror, eran iguales que las suyas.

«Qué desperdicio de energía humana», pensó. Uno podía hacer cosas, o deshacerlas. Y, sin embargo, el naufragio humano recibía con frecuencia larga vida sin merecerla, mientras que otros…

Pensó en Gaby, diciéndose que era una lástima no poder limpiar un cuerpo de enfermedad y pasársela a otro.

Avergonzado, cerró los ojos y escuchó el ruido de la cuadra, un gemido, una risita delirante llena de desdén, una respiración ruidosa, un suspiro. Llegó una enfermera y Adam pidió ver al residente.

—El doctor Simpson vendrá después, cuando haga las visitas —dijo ella—. ¿Son ustedes parientes? Cuando lo trajeron no hacía más que decir que se había dejado algunas cosas donde vivía. ¿Sabe usted algo de ellas?

—No —respondió Adam.

—¿Sabe su dirección?

Adam sonrió. No la sabía, pero un cuarto de hora después volvió y le dio un papel.

Tenía algo que hacer mientras esperaba. Bajó y tomó un taxi, no sintiendo la menor sorpresa cuando el taxista le dejó ante un edificio de tres pisos, de viejo ladrillo rojo, una antigua casa de apartamentos convertida ahora en pensión.

Por la rendija que dejaba la puerta entreabierta habló con la patrona, que, a pesar de ser ya por la tarde, seguía con el pelo en rizadores metálicos. Preguntó por el cuarto de Mr. Silberstein.

—No vive aquí nadie que se llame así.

—Es mi padre. ¿No le conoce?

—No dije eso, fue superintendente aquí hasta hace unos pocos días.

—Vine a por sus cosas.

—Era basura, trapos. Lo quemé. Esta mañana vino un nuevo superintendente.

Dio media vuelta para irse.

—Me debía ocho dólares —dijo ella, mirándole mientras Adam sacaba la cartera y los contaba.

Cuando se los tendió, salió una mano y cogió los billetes.

—Era un borracho y un vagabundo —gritó, como a modo de recibo, por la rendija.

Cuando volvió al hospital vio que su padre ya había recobrado el conocimiento.

—Hola —dijo.

—¿Adam?

—Sí. ¿Cómo estás?

Los ojos azules, inyectados en sangre, trataron de enfocarle. La boca sonrió.

Myron Silberstein carraspeó.

—¿Cómo quieres que esté?

—Ponte bien.

—¿Vas a estar aquí mucho tiempo?

—No, pero volveré pronto. Tengo que irme hoy mismo. Mañana es mi último día de jefe de cirujanos residentes.

—¿Eres ya un gran hombre?

—Todavía no.

—¿Vas a ganar mucho dinero?

—Lo dudo, papá.

—No importa —dijo Myron, tímidamente—. Aquí tengo todo lo que necesito «Su padre pensaba que estaba respondiendo con cautela sobre sus posibilidades económicas para protegerse de su codicia», pensó Adam, con pena.

—Fui a por tus cosas, a tu cuarto —dijo, sin saber lo que había perdido e incierto de si convenía contárselo todo.

—¿Te las dieron? —preguntó su padre.

—¿Qué tenías?

—Cosas viejas.

—La patrona las quemó.

Myron asintió.

—¿Qué cosas eran? —preguntó Adam, curioso.

—Un violín. Un siddur.

—¿Un qué?

—Siddur. Un libro de oraciones hebreas.

—¿Rezas?

La idea, no sabía por qué, le parecía increíble.

—Lo compré en una librería de segunda mano. —Myron se encogió de hombros—. ¿Vas a la iglesia?

—No.

—Te engañé.

No era una excusa, se dijo Adam; era, simplemente, la afirmación tajante de un hombre que ya no tiene nada que ganar contando mentiras. Sí, me engañaste, y de muchas maneras, pensó. Quería decirle que le compraría las cosas perdidas, pero vio que el delirium tremens estaba comenzando de nuevo. Su padre fue sacudido como por un vendaval, el endeble cuerpo se curvó bajo el dolor precordial y comenzó a agitarse, y la boca se abrió, dando un grito silencioso.

Durante un rato siguió allí sentado, mirando al hombre acostado, un viejo que había pedido a gritos su violín y su viejo libro de rezos. Notó que las manos de su padre no habían sido limpiadas debidamente. Grasa, o algo parecido, se había incrustado en la piel tiempo atrás, y en el hospital no habían tratado de limpiarla.

Cogió un cuenco de agua caliente, fisohex y guata, dejando que las manos se empapasen y lavándolas suavemente hasta que quedaron limpias.

Al secarle la mano derecha la examinó casi con curiosidad, notando los arañazos y las unas rotas, las magulladuras y las callosidades; los dedos, antes finos y largos, se habían embrutecido y engrosado. Contra su voluntad, recordó otras cosas, y sintió, con la memoria, los dedos acariciándole el cabello y cogiéndole por el cuello, tenso de amor y dolor.

«Papá», pensó.

Se cercioró de que su padre estaba dormido antes de tocarle la mano húmeda con los labios.

Cuando entró de nuevo en el apartamento de Boston encontró a su mujer a gatas, pintando una cuna que no había visto hasta entonces.

Ella se puso en pie y le besó.

—¿Cómo está? —preguntó.

—No muy bien. ¿De dónde has sacado eso?

—Mrs. Kender vino esta mañana a preguntarme si podía ayudarla en la tienda de beneficencia. Cuando llegué se me echó encima y me enseñó esto. El colchón estaba horrible, y lo tiré, pero lo demás está perfectamente.

Se sentaron.

—¿Está de verdad muy mal? —preguntó ella.

Adam explicó lo que le había revelado el historial clínico de su padre, que le había mostrado el residente. Un hígado con cirrosis, que funcionaba pésimamente, anemia, posible daño en el bazo, delirium tremens complicado con depauperación e insomnio.

—¿Qué se puede hacer por una persona en tal situación?

—No pueden darle de alta, porque una borrachera más acabaría con él. —Movió la cabeza—. Su única esperanza estriba en un tratamiento psicoterapéutico concentrado. Los hospitales del Estado tienen buen personal, pero están saturados. Es dudoso que le admitan.

—No deberíamos ir a buscar el niño —dijo ella.

—No tiene nada que ver.

—Si no nos hubiéramos casado.

—Habría sido lo mismo. No tiene derecho al seguro médico hasta dentro de año y medio, y un tratamiento probablemente costaría más de cuarenta dólares diarios. Yo no voy a ver tanto dinero junto ni aun con el puesto de profesor —dijo, retrepándose en el asiento y mirando a su mujer—. La cuna es bonita —añadió, fatigado.

—Tengo que seguir pintándola. No tiene más que una capa de pintura. ¿Le das tú una mano final?

—De acuerdo.

—Y le pondremos calcomanías graciosas, de niños.

Adam se levantó, fue a sacar una camisa y ropa blanca del cajón y se dirigió al cuarto de baño a ducharse y mudarse.

La oyó marcar un numero en el teléfono y luego, al abrir el agua, oyó las distintas inflexiones de su voz.

Cuando volvió al cuarto de estar, anudándose la corbata, la vio sentada, esperando.

—¿Hay por aquí algún buen hospital particular para él?

—No vale la pena hablar de esto.

—Sí que vale la pena —replicó ella—. Acabo de vender la tierra de Truro.

Adam dejó la corbata.

—Vuelve a llamar.

—Era el corredor de fincas de Provincetown —dijo ella, tranquila—. Me ha dado, creo yo, muy buen precio. Veinticuatro mil dólares. Dice que él sólo conseguirá tres mil dólares de ganancia, y le creo.

—Pues llámale otra vez y dile que has estado hablando con tu marido y has decidido no vender.

—No —dijo ella.

—Sé perfectamente lo que significa para ti ese sitio y que quieres que tus hijos lo conozcan.

—Que se busquen ellos sus guaridas —dijo ella.

—Gaby, no te lo puedo permitir.

Ella le comprendía perfectamente.

—No estoy manteniéndote, Adam. Soy tu mujer, has aprendido a darme, pero aceptar cosas de mí es más difícil, ¿no?

Ella le cogió la mano y tiró de él hasta que logró que se sentara a su lado. Adam puso la cara entre sus pechos; el jersey viejo de Gaby olía a pintura y sudor y al cuerpo que él tan bien conocía. Mirando hacia abajo, Adam vio en su pie descalzo un círculo imperfecto de pintura blanca reseca, y alargando la mano se la limpió. «Dios mío, la quiero», pensó, perplejo.

La piel de ella estaba aclarándose, había dejado de usar la lámpara solar al quedar embarazada, y ahora, a medida que el verano iba transcurriendo, su mujer se volvía más y más blanca de tez, en proporción inversa al atezamiento de los demás.

Palpó el estómago cálido, redondo.

—¿No te están prietos los pantalones?

—Todavía no. Pero no podré seguir usándolos mucho más tiempo —dijo, con cierta arrogancia en la voz.

«Por favor —pensó—, que me sea posible seguir dándole y recibiendo de ella durante mucho más tiempo».

—Ya sé que no será lo mismo, pero algún día te compraré otra casa en ese sitio.

—No hagas promesas —dijo ella, acariciándole la cabeza, y por primera vez se sentía inclinada a protegerle maternalmente—. Querido Adam, crecer duele, ¿no?

Llegó algo tarde al hospital, pero aquel día no había mucho trabajo y pasó la primera hora en su despacho. Había estado preparándose para aquel día desde hacía semanas y estaban ya terminando casi todos los informes clínicos. Ahora estaba anotando la última de las fichas clínicas y pensando que en aquellos papeles había doce meses de su vida.

Detrás de la puerta esperaban cuatro cajas de latas de sopa en conserva que había pedido en el supermercado de la calle de Charles tres días antes para guardar los libros y revistas que tenía en la estantería de su despacho. Ahora pensaba con terror en la tarea que le esperaba: despejar y limpiar el escritorio, cuyos cajones, debido a su desbarajuste habitual, estaban atiborrados de cosas. La decisión de cuáles había que guardar y cuáles tirar era difícil de tomar, pero Adam resolvió ser inexorable y el cesto de los papeles comenzó a llenarse. El objeto final que salió del último cajón era una roca blanca, pequeña, muy pulida, que le había regalado uno de sus pacientes cuando dejó de fumar. Se llamaba «piedra de nervios» y, por lo visto, frotándola menguaba la tensión nerviosa cuando acuciaba el deseo de la nicotina. Estaba seguro de que no valía para nada, pero le gustaban su peso y su color; también su mensaje: que las cosas sobreviven al tiempo. Pero ahora resultó contraproducente, porque le recordó el tabaco, dándole deseos de fumar un cigarrillo.

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