—No, no tiene nada que ver con el matrimonio. Me refiero a un estado de ánimo. Me estoy volviendo muy conservadora.
—La gente de color no tiene derecho a ser conservadora.
—¿Se preocupa mucho por las cosas, políticamente?
—Dorothy, ¿es que tengo que decirte que soy negro? —respondió él.
Este primer tuteo a ella pareció caerle bien, aunque no se sabía si era por el tuteo o por la respuesta.
Spurgeon se puso a construir castillos de arena, y la muchacha se arrodilló y cavó un hoyo en la playa para sacar arena húmeda del fondo; luego, cogió también ella arena húmeda y modeló un rostro, con los ojos fijos en las facciones de Spurgeon, y sus dedos, largos y finos, acariciaban la arena de una manera que le estaba desconcertando. «Tenía razón en lo que había dicho sobre su talento», pensó él, mirando al rostro de arena, que realmente no se le parecía mucho.
Finalmente, cuando estaban los dos cubiertos de arena ella se puso en pie de un salto y corrió al agua; él la siguió, hendiendo la fría brisa y descubriendo con alivio que el agua le cubría la piel como una seda cálida, en comparación con el aire, que era más fresco. Ella seguía mar adentro y él salpicaba bravamente, para seguir a su lado. Justo antes de rendirse Spurgeon, ella se volvió y comenzaron a nadar, con los cuerpos juntos, pero sin tocarse.
—Nadas estupendamente —jadeó él, con el pecho dolorido.
—Vivimos junto a un lago. Paso mucho tiempo en el agua.
—Yo no aprendí a nadar hasta los dieciséis años, en la Riviera. —Se dio cuenta de que ella pensaba que estaba bromeando—. No, de verdad te lo digo.
—¿Y qué hacías tú allí?
—Nunca conocí a mi padre. Era marino mercante, en buques-cisterna. Mi madre se casó otra vez, teniendo yo doce años, con un sujeto estupendo. El tío Calvin. Cuando yo hacía preguntas sobre mi padre, lo único que me decía mi madre es que estaba muerto. Por eso, un verano, a los dieciséis años, decidí tratar de ver el mundo como él lo había visto. Ahora me parece una tontería, pero me figuro que pensé que a lo mejor le encontraría, vete a saber cómo. Por lo menos, ahora le comprendo.
Ella nadaba con poco movimiento, con el traje blanco de baso sumergido, sus hombros oscuros y suaves sobre la superficie, lo que la hacía parecer desnuda y bella.
—No me parece una tontería —dijo.
En el labio superior, sobre la gran boca rosada, había aparecido un levísimo bozo al secársele el agua salada al sol. Spurgeon hubiera preferido borrárselo con la lengua, pero alargó un dedo húmedo y se lo pasó suavemente por el labio.
—Sal —explicó, al echarse ella hacia atrás—. Bueno, pues no conseguí trabajo en un buque-cisterna; tuve suerte, dije que tenía dieciocho años y logré entrar en el Ile de France de pianista. La primera noche que pasamos en El Havre la niebla era muy densa, y yo pasé el tiempo por la calle, mirándolo todo, y les decía que no a las putas y trataba de imaginarme que era mayor y más fuerte y que tenia mujer y un hijo pequeño esperándome en Estados Unidos, pero claro es que no lo conseguía. No conseguía imaginarme siquiera cómo tenía que haberse sentido mi padre.
—Es la cosa más triste que he oído en mi vida.
Spurgeon decidió aprovecharse de su tristeza; se le acercó, torpón como una foca enamorada, y le tocó la boca con la suya. Ella comenzó a apartarse, y luego, cambiando de idea, le puso las manos en los hombros y sus labios suavemente contra los suyos durante un breve momento, un beso salino, sin pasión, pero con mucha ternura.
—Yo me acuerdo de cosas mucho más tristes —dijo él, asiéndola de nuevo. Ella entonces le mostró los dientes y le puso los pies contra el pecho, apartándose de él. No fue una verdadera patada, pero bastó el impulso para que Spurgeon se hundiese y tragara agua, y cuando dejó de toser los dos se dijeron que ya era hora de volver a la orilla. Salieron a nado, con carne de gallina. Spurgeon se ofreció a frotarla con la toalla para hacerla entrar en reacción, pero ella rehusó. Fue corriendo a lo largo de la playa, y Spurgeon se dio cuenta en seguida de que esto era incluso mejor que mirarla andar. La carrera duró demasiado poco y los dos volvieron a la manta; ella abrió lo que a Spurgeon le había parecido un bolso de costura y que resultó contener una excelente merienda.
—Pero todavía no me has explicado cómo aprendiste a nadar —le dijo ella.
—Ah, si —Spurgeon estaba comiendo ensalada de atún con pan de centeno—. Hicimos el viaje de ida y vuelta todo el verano, de Manhattan a Southampton, de allí a El Havre, con dos días de parada, y luego la vuelta. Es un buque elegante y yo estaba ahorrando dinero, pero no veía más que agua. Me asustaba la idea de coger el vapor nocturno a Paris. Luego, hacia esta época del año, el buque estuvo una semana en El Havre, para ser reparado. Había un ayudante de sobrecargo, un individuo llamado Dusseault. Su mujer tenía una tienda para «primos» en Cannes, y él me dijo que, si quería, me llevaría en el coche y yo le ayudaría a conducir. Tardamos treinta horas. Mientras él se acostaba con su mujer yo me pasaba los días en la playa y miraba los bikinis. Una pandilla de hippies franceses me adoptó, o cosa parecida. Una chica muy joven me enseñó a nadar en tres días.
—¿Hiciste el amor con ella? —preguntó Dorothy al cabo de un rato.
—Era una chica blanca. Yo todavía recordaba vívidamente la avenida de Amsterdam. Por aquella época hubiera preferido cortarme el pescuezo.
—¿Y ahora?
—¿Ahora?
Durante años la muchachita francesa había sido parte principal de sus fantasías sexuales y sociales. Repetidas veces Spurgeon se había preguntado a sí mismo lo que habría ocurrido si llega a quedarse allí, cortejándola, casándose con ella, europeizándose. A veces el sueño perdido le entontecía de anhelo y amargura; la mayor parte del tiempo, sin embargo, llegaba a la conclusión de que el resultado habría sido desastroso. La bella muchachita probablemente se habría convertido en una mujer avasalladora; la gente, con el tiempo, habría notado el color de su piel, la serpiente habría acabado por entrar en el Jardín del Edén.
—…Ahora…, la verdad es que haces demasiadas preguntas —dijo.
Spurgeon la invitó a cenar, pero ella rehusó.
—Me están esperando mis padres.
—Te llevo en coche.
—Está demasiado lejos —objetó ella, pero él insistió. Rió al ver su furgoneta «Volkswagen»—. No eres músico, eres una especie de recadista.
—Un director de orquesta es un recadista. Tiene que llevar al que toca el contrabajo, dos que tocan el cuerno y el de los tambores.
Ella no dijo nada.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—Pareces asustada.
—¿Qué sé yo quién eres? —dijo, de pronto—. Un hombre que ha liado conmigo en la playa. Un trastocado o un pervertido sexual, o algo peor.
Él rompió a reír.
—Soy un vagabundo —dijo—. Voy a llevarte a una isla desierta y entrelazarte coronas de flores en el pelo.
Estuvo a punto de confesar que era médico, pero estaba pasándolo muy bien y su regocijo fue lo bastante espontáneo para calmarla. Su estado de ánimo cambió y se puso a hablar, alegrándose casi. A Spurgeon le gustaba el mero hecho de estar con ella, y un momento después el coche iba ya camino del portazgo de Massachusetts, hacia un lugar llamado Natick. La casa estaba a dos minutos del portazgo, un chalet muy limpio, de tejado de uralita, en una zona que, excepción hecha de ellos, era blanca. La madre de Dorothy era delgada y seria, con facciones agudas que insinuaban lejanos contactos con la raza blanca. El padre era un hombre oscuro y callado, que tenía aspecto de pasarse la vida cuidando del prado, podando el seto y haciendo ansiosas comparaciones entre su huerto y los de sus vecinos anglosajones y semitas.
Los padres de la muchacha le tendieron la mano con cierto recelo, pero, evidentemente se alegraban de que su hija le hubiese traído a casa. Había allí otra niña, de tres años, de pelo negro ensortijado y piel de color café con leche, llamada Marion. Spurgeon, involuntariamente, se puso a mirar de una cara a otra, notando la identidad de las facciones.
«Es hija de Dorothy», se dijo.
Mrs. Williams tenía una perspicacia instintiva.
—La llamamos Hormiguita —dijo—, por lo pequeña que es. Es de Janet, mi hija menor.
Le invitaron a sentarse en la rotonda, detrás de la casa, a la sombra de vides fragantes, pero llenas de mosquitos. Mientras Spurgeon hablaba, Mr. Williams le escanció cerveza que él mismo había ayudado a hacer.
—Control de calidad. Pruebo el producto según va siendo elaborado. Durante el proceso de fermentación voy haciendo pruebas químicas y bacteriológicas.
Había entrado en la cervecería de barrendero, y luego, durante seis años, había trabajado de cargador, le explicó, mientras su mujer y su hija escuchaban en silencio, con una paciencia que evidentemente era producto de una larga costumbre. Había tenido que aprobar una serie de pruebas y exámenes para conseguir su empleo actual. Y lo más impresionante de todo:
—Contra tres hombres blancos.
—Maravilloso —dijo Spurgeon.
—Lo importante es la educación prosiguió Mr. Williams. Por eso me gusta tanto que Dorothy sea maestra y ayude a la gente joven —Ladeó la cabeza—. ¿Y tú a qué te dedicas?
Spurgeon y la muchacha hablaron al mismo tiempo.
—Es músico.
—Soy médico.
Sus padres estaban desconcertados.
—Soy médico —dijo él—, interno de cirugía en el Hospital General del condado de Suffolk.
Todos le miraron: los padres con admiración, la chica con rabia.
—¿Te gusta el pastel de pollo? —le preguntó Mrs. Williams, alisándose el delantal.
Le gustó la forma de servirlo, humeante, con la corteza desmigajante y más carne magra que verdura, regado con zumo fresco de fruta y acompasado con patatas que probablemente procedían de su propio huerto, que era grande y estaba en la parte trasera de la casa. De postre tomaron compota de manzana y té helado con limón. Mientras las mujeres levantaban la mesa, Mr. Williams puso discos viejos de Caruso, rayados, pero interesantes.
—Era capaz de romper un vaso solo cantando —dijo Mr. Williams—. Hace años, antes de hacerme controlador de calidad, solía hacer un poco de todo para ganarme unos dólares los fines de semana, ¿sabes? Un sábado por la mañana estaba limpiando un garaje en Framingham, en el centro, y una dama muy emperifollada vino y tiró un montón de discos de Caruso al cubo de la basura.
—Señora —le dije—, está usted tirando un fragmento de su cultura, —pero ella me miró con desdén y yo cogí los discos y los metí en el coche.
Escucharon la gran voz muerta, con la niña, ligera como un copo de nieve, en las rodillas de Spurgeon, mientras de la cocina llegaba ruido de platos lavados a mano. Después de Caruso, Spurgeon buscó entre los discos para ver si había algo de jazz o música de protesta, pero no encontró nada. Había un piano viejo, usado y repintado, pero que sonaba muy bien al tocarlo Spurgeon.
—¿Quién toca el piano?
—Dorothy estuvo aprendiendo.
Las mujeres volvían de la cocina.
—Di exactamente ocho lecciones. Sé tocar bien tres canciones de niños, más unos cuantos fragmentos de otras cosas. Spurgeon toca como un profesional —les dijo a sus padres, con aviesa intención.
—Tócanos algunos himnos —pidió la madre.
«Al diablo», pensó él. Se sentó en el taburete giratorio y tocó Steal Away, Go Down Moses, Rock of Ages, That Old Rugged Cross y My Lord, What a Morning. Ninguno de los cuatro cantaba bien, y los blancos que van por ahí diciendo que el negro nace con el instinto del ritmo debieran haber oído a Mr. Williams. Spurgeon escuchaba a la chica, no como habría escuchado a una cantante profesional, sino como una persona escucha a otra, oyendo su voz, fina y llena de emoción, cantando con su madre y su padre; Spurgeon se sintió como el pez que juguetea con el anzuelo hasta que, de pronto, se da cuenta de que ya lo tiene en la garganta.
Elogiaron calurosamente lo bien que tocaba al piano y él hizo algunos comentarios hipócritas sobre lo bien que cantaban. Luego, los padres fueron a acostar a la niña y hacer café. En cuanto se vieron solos, ella comenzó a reñirle.
—¿Por qué mentiste?
—No mentí.
—Les dijiste que eres médico.
—Y es que lo soy.
—Y a mí que eres músico.
—Y lo soy. Era músico antes de ser médico, pero ahora soy médico.
—No te creo.
—Peor para ti.
Volvió el padre, y luego la madre, con una bandeja. Tomaron café y dulce de plátano. Spurgeon vio que había ya oscurecido y dijo que tenía que irse.
—¿Vas a la iglesia? —preguntó la madre.
—No, señora. En estos seis años últimos no habré ido ni cinco veces.
Ella guardó silencio un momento.
—Me parece bien que seas sincero —dijo luego—. ¿Y a qué iglesia vas cuando vas?
—Mi madre es metodista —respondió él.
—Nosotros somos unitarios. Si quieres venir con nosotros mañana por la mañana, estaremos encantados.
—He oído decir que el unitario es uno que cree en la paternidad de Dios, la hermandad del hombre y la vecindad de Boston.
Henry Williams se echó a reír ruidosamente, pero Spurgeon vio, por lo tensos que se habían puesto los labios de Mrs. Williams, que había dicho una tontería.
—Los dos domingos próximos estoy de servicio en el hospital. Me gustaría mucho sentarme junto a Dorothy en la iglesia dentro de tres domingos, si me invitan.
Vio que los dos la miraban a ella.
—No he ido a la iglesia últimamente —dijo Dorothy, con voz muy clara—. He estado yendo al Templo Once de Boston.
—¿Eres musulmana?
—No —intervino su madre rápidamente—; lo que pasa es que está muy interesada en ese movimiento.
—Algo de lo que dicen está bien —terció Henry Williams, como a desgana—, no cabe la menor duda.
Spurgeon les dio las gracias y se despidió. La muchacha le acompañó hasta la puerta del jardín.
—Me caen bien tus padres —dijo él.
Ella se apoyó contra la puerta.
—Mis padres son el tío Tom y su mujer. Y tú —dijo, volviendo a abrir los ojos y mirándole— te los has metido en el bolsillo a los dos. A mí me dices que eres una cosa y a ellos que eres otra. Ven a la playa conmigo el próximo fin de semana.
—Pienso que eres muy hermosa, pero no me gusta mendigar. Gracias por traerme a tu casa.
Estaba ya fuera cuando la voz de ella le detuvo.