El Comite De La Muerte (49 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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Se veían fotografiados en los periódicos y en las pantallas de la televisión, objetos inamovibles, junto con los restos de los vehículos y de la gente que mataban periódicamente pero Gaby sabía que ella tenía la vida garantizada, condenada a ir goteando poco a poco, no a terminar en un relámpago o en un trueno; si trataba de volver ligeramente el volante al acercarse a un paso superior, su mano no obedecería.

Más tarde, a velocidad vertiginosa por entre el intenso tráfico de la carretera 24, se dio cuenta de lo tonta que había sido regalando la planta a Mrs. Krol. Casi con seguridad, Bertha Krol se emborracharía, chillaría y tiraría la planta por la ventana. La tierra fertilizadora, comprada en la tienda a buen precio, se esparciría por la calle de Phillips, junto con la basura de Bertha, y la planta nunca crecería hasta convertirse en árbol.

Adam llamó al ver la puerta cerrada, y luego gruñó, sorprendido, porque el periódico de la mañana no había sido recogido. El apartamento estaba oscuro, pero Adam vio en seguida la nota bajo el tiesto de las flores.

Adam:

Decir que la he pasado bien sería un insulto a nosotros dos. Recordaré estos días mientras viva. Pero nos habíamos puesto de acuerdo en que si alguno de los dos quería poner fin a esto, lo haría, sin más. Y me temo que tengo necesidad, pero verdadera necesidad, de romper. Llevaba algún tiempo queriendo hacerlo, pero no tenía el valor de decírtelo a la cara. No pienses demasiado mal de mí, pero acuérdate de mí de vez en cuando. Sé feliz, querido doctor.

G
ABY
.

Se sentó en el sofá y volvió a leer la nota; luego telefoneó al psiquiatra del «Beth Israel», que no supo decirle nada.

Notó las pocas cosas que se había llevado. Sus libros seguían allí. El televisor, el tocadiscos. La lámpara solar. Todo seguía allí. Sólo se había llevado su ropa y su maleta.

Poco después llamó a Susan Haskell y le preguntó si estaba Gaby allí.

—No.

—¿Me avisarás si sabes de ella?

Una pausa.

—No, no creo.

—¿Qué quieres decir?

—Te ha dejado, ¿no? —En su voz se notaba un deje de triunfo—. Si no, no me vendrías con esas cosas. Bueno, pues si viene aquí no seré yo quien te lo diga.

Le colgó, sin más, pero eso daba igual. Gaby no estaba allí. Pensó un rato más, luego cogió de nuevo el teléfono y llamó a la Universidad Cuando le respondieron de la centralita, dijo que le pusieran con el servicio médico de estudiantes.

Pidió prestado a Spurgeon el Volkswagen. Cuando iba ya por el puente de Sagamore, sentía miedo de lo que encontraría al apearse del coche. Una vez pasado Hyannis, apretó el acelerador, conduciendo como lo hacía ella. Era demasiado temprano para que hubiera mucho tráfico. La carretera estaba prácticamente desierta. Al norte de Truro se metió en la carretera 6 y fue luego, después de pasar junto al faro, por el camino de arena que conducía a la playa.

Cuando el Volkswagen llegó a la cima del promontorio, Adam vio el Plymouth azul aparcado junto a la puerta.

La choza estaba abierta, pero vacía. Salió y se encaminó hacia el acantilado. Desde la altura se veía la playa blanca, extendiéndose varios kilómetros en ambas direcciones, azotada por el viento y cubierta con los restos de las tormentas invernales. Faltaba el banco de arena.

No se veía a nadie.

¿Estaría Gaby allá abajo, bajo el agua? Ahuyentó tal idea de su muerte.

Luego, al volverse hacia la choza, la vio que iba, despacio, siguiendo la cima del acantilado, a cosa de medio kilómetro de distancia. Sintiéndose débil de puro alivio, corrió a su encuentro; antes de alcanzarla, ella pareció intuir su presencia y se volvió.

—Hola.

—Hola, Adam.

—¿Qué le pasó al banco de arena?

—Se ha movido unos centenares de metros. Hacia Provincetown. A veces, las mareas de invierno hacen esto.

Ella comenzó a andar en dirección a la choza, y Adam se puso a su lado. Más adelante, allí habría bayas. Las plantas que ahora pisaba llenarían el aire de aroma de arándano.

—Adam, ¿por qué viniste? Deberías haber dejado la ruptura como estaba, sin… esto.

—Vamos a la casa y charlaremos.

—No quiero ir a la casa.

—Entonces sube al coche e iremos a dar una vuelta.

Se dirigieron hacia donde estaba el Plymouth. Adam abrió la portezuela para que ella subiese por el lado del pasajero y él se puso al volante.

Durante algún tiempo condujo sin hablar volviendo a la carretera y luego al Norte.

—Estuve hablando con el doctor Williams —dijo, por fin.

—Ah.

—Tengo una serie de cosas que decirte, y quiero que escuches con mucha atención.

Pero no supo qué decir. Hasta entonces, nunca había estado enamorado, y ahora se daba cuenta súbitamente de que el amor creaba diferencias en la idea de la muerte inminente, de la misma forma que las creaba en la cama. «Dios —rezó, lleno de pánico—, he cambiado de opinión. En adelante, pensaré en mis pacientes como si los amase, pero ahora ayúdame a escoger bien las palabras».

Ella miraba por la ventanilla.

—Si supieras que yo podía ser victima de un accidente de automóvil, ¿te negarías por ello a ti misma el tiempo precioso que te quedaba de estar conmigo?

Esto le pareció flojo, incluso a él mismo, algo arrogante y no, en absoluto, lo que había estado tratando de decir. Vio que los ojos de ella relucían, y que estaba haciendo esfuerzos por no llorar.

—El doctor Williams me dijo que trataste de obligarle a hacerte poco menos que una profecía. En casos como el tuyo no es raro que el paciente viva todo el tiempo normal de una vida. Podíamos pasar cincuenta años juntos.

—O uno, Adam, o ninguno.

—Eso es, o uno. A lo mejor, no te queda más que un año de vida —dijo él, tajante, pero, diablos, Gaby, ¿no ves lo que eso quiere decir hoy en día? Estamos al borde de la edad de oro.

Ya se ha extraído el corazón humano para trasplantarlo a otra persona. Y riñones, y córneas.

Y ahora pulmones e hígados. Están inventando una maquinita que dentro de muy poco tiempo hará las veces de corazón. Para un paciente, cada semana es, en la actualidad, muchísimo tiempo. En algún lugar del mundo hay ahora un grupo de investigadores estudiando todos los problemas importantes.

—¿Incluso la anemia aplástica?

—Incluso la anemia aplástica, y los resfriados. ¿No te das cuenta? —dijo, con desesperación—. En realidad, la esperanza es la base misma de la Medicina. Me enteré de eso este año.

—No puede ser, Adam —dijo, con serenidad—. ¿Qué clase de matrimonio iba a ser el nuestro, con eso cerniéndose siempre sobre nosotros? No sólo para ti, sino para mí también.

—Tenemos siempre cosas como ésas cerniéndose sobre nosotros, lo mires por donde lo mires. Yo podría morir el año que viene, o que una condenada bomba explote mañana a mi lado. No hay garantías de ninguna clase. Lo que hay que hacer es vivir mientras se está vivo, apurarlo todo, apurar hasta la última gota.

Gaby no respondió.

—Para eso hace falta tener valor. Quizá te parezca mejor la solución de Raphie: desconectarse. Eso, desde luego, es más fácil.

No tenía más argumentos. Se sentía exhausto e inútil.

Siguió conduciendo en silencio, sin saber cómo conseguir que ella comprendiera.

Poco después vieron algo frente a ellos, una convención de gaviotas, girando y graznando y cayendo hacia el suelo como si se creyeran halcones. Había coches aparcados a lo largo del lado derecho de la carretera.

—¿Qué pasa? —preguntó Adam.

—¿Dónde estamos? ¿En Brewster? Ah, los sábalos, me parece —dijo Gaby.

Aparcaron, se apearon y fueron hacia el río. Adam no había visto nunca nada parecido.

Los peces estaban apretujados casi como en lata, de orilla a orilla, e iban corriente arriba, una fantástica flotilla de aletas dorsales hendiendo la superficie del agua. Bajo las aletas dorsales, se veían los cuerpos de un verde grisáceo plateado iridiscente, cuyas aletas ventrales abanicaban graciosamente; las colas hendidas, cientos de miles de ellas, se agitaban en suave ritmo. Estaban esperando, pero, ¿a qué?

—¿Qué son? —preguntó él.

—Sábalos. Mi abuelo solía traerme a verlos todas las primaveras.

Las gaviotas graznaban y estaban dándose un banquete.

En la orilla, los seres humanos, con redes y cubos que no podían dejar de llenarse sacaban del agua los inquietos peces.

Algunos niños se tiraban peces vivos unos a otros.

En cuanto se producía un vacío en la masa casi compacta de peces, se llenaba al instante de nuevos y plateados cuerpos que, nadando lentamente, llegaban del mar.

—¿De dónde vienen esos peces? —preguntó Adam.

Gaby se encogió de hombros.

—De Nueva Brunswick, probablemente. O de Nueva Escocia. Vienen a desovar en el agua dulce donde nacieron.

—Piensa en la cantidad de enemigos naturales con que tienen que enfrentarse para llegar aquí —dijo él, aterrado—: ballenas, tiburones, toda clase de peces grandes.

Ella asintió.

—Anguilas, gaviotas, seres humanos.

Fue orilla arriba. Adam la siguió, y vio el motivo de que la mayor parte de los peces estuvieran inmóviles. El río se levantaba en una serie de gradas, como una docena, cuyos remansos caían en pequeñísimas cataratas que permitían dejar pasar solamente un pez a la vez. Los sábalos nadaban hacia el chorro de agua, entrando por él en los remansos superiores; y cada grada era más trabajosa de pasar porque los saltos anteriores les habían costado esfuerzo y energía.

—Mi abuelo y yo solíamos escoger un pez y subir con él río arriba.

—¿Por qué no hacemos nosotros lo mismo? —propuso él—. Escoge tú.

—De acuerdo. Éste.

Su pez tendría unos veinticinco centímetros de longitud.

Le observaron esperar pacientemente la oportunidad, saltar entonces y avanzar luego por el agua que caía del remanso inmediatamente superior, donde volvía a esperar. Así subió las primeras seis gradas con aparente facilidad.

—Escogiste un campeón —dijo Adam.

Quizá fuera esta frase lo que dio mala suerte al sábalo.

Cuando trató de subir al remanso siguiente, el agua que caía resultó demasiado torrencial para él: lo frenó en pleno salto y lo llevó de nuevo, aleteando torponamente, al remanso de donde había saltado.

La vez siguiente lo consiguió, pero la otra le costó tres saltos.

—¿Y por qué se esfuerzan tanto, sólo por desovar? —preguntó él.

—La preservación de la especie, me figuro.

Ahora, su pez se movía más lentamente entre salto y salto como si incluso nadar le resultara fatigoso. Cada vez que acertaba, a Adam y Gaby les parecía que era gracias a la fuerza de voluntad de ellos, pero el cuerpo, en forma de torpedo, estaba casi exhausto.

Cuando llegó al penúltimo remanso se quedó en el fondo, descansando casi inmóvil, y sólo las agallas, con su movimiento rítmico, indicaban que seguía vivo.

—Ay —dijo Gaby.

—Ánimo —dijo él.

—Anda, pobrecillo.

Le vieron hacer cuatro intentos vanos de salvar el obstáculo final, y cada vez el intervalo era más largo.

—Me parece que no va a poder —dijo Adam—. Creo que si alargo la mano podría cogerlo y ponerlo arriba.

—Déjalo en paz.

Una gaviota descendió y, pasando junto a ellos, fue hacia el pez.

—¡No, no, no! —gritó Gaby, amenazando al ave con la mano. Estaba llorando—. ¡Déjalo en paz, condenada!

La gaviota se remontó, graznando indignada, y fue río abajo en busca de más fácil presa.

Como sintiendo el peligro recién pasado, el sábalo saltó adelante, pero chocó y cayó grotescamente. Al instante volvió a intentarlo, saltando una vez más y remontándose contra el agua que caía. Cernióse en el aire un momento, ya en la cima, y luego, aleteando, cayó por fin en el agua quieta del remanso más alto.

Gaby seguía llorando.

Un momento después, en un movimiento de éxtasis triunfante, la cola se levantó, y el sábalo desapareció en las aguas profundas del remanso.

Adam tenía a Gaby muy apretada contra sí.

—Adam —dijo ella, como hablando a su hombro—, quiero tener un hijo.

—No sé por qué no lo vas a poder tener.

—¿Me dejas?

—Casémonos en seguida, sin más. Hoy.

—¿Y tu padre?

—Nosotros tenemos nuestras vidas que vivir. Hasta que me sea posible manteneros a los dos, él tendrá que arreglárselas como pueda. Debiera haberme dado cuenta de esto antes.

La besó. Otro sábalo salvó de un salto, como un atleta, el obstáculo cayendo en el remanso final como en ascensor.

Gaby estaba otra vez riendo y llorando al mismo tiempo.

—No tienes idea —dijo a Adam—. Para casarse hay que esperar tres días.

—Tenemos tiempo de sobra —dijo él, dando gracias a Dios y al magullado pez.

El martes por la mañana Gaby bajó la cuesta de Beacon y por el puente de Fiedler fue a la Explanada donde había comenzado todo. Al borde del río abrió el bolso y sacó la cajita de las píldoras. La tiró todo lo fuerte que pudo, y la madreperla falsa relució al sol antes de tocar el agua. La había tirado muy mal, pero era lo mismo. Se sentó en un banco, junto al agua, y le agradó la idea de que la cajita, en el agua lenta del Charles, seria quizá tanteada curiosamente por algún pez o alguna tortuga. Tal vez la marea la llevase al puerto de Boston, y, en tiempos futuros, alguien la encontrara en la orilla, entre almejas y erizos de mar y un caparazón de cangrejo y la mandíbula de una lija y un botellín de «Coca-Cola» pulido por la arena, y acabara siendo puesta en una vitrina, como reliquia del homo sapiens antiguo, del ya lejano siglo XX.

Aquella tarde, como intuyendo que iba a ser un regalo de boda, Bertha Krol llamó por primera vez a su puerta y devolvió la planta de aguacate con el mismo silencio con que la había aceptado. No había tirado el aguacate por la ventana.

Además, el follaje ya no estaba agostado, aunque fue imposible conseguir que dijera una palabra cuando Gaby le preguntó si le había dado algo. Adam pensaba que la había regado con cerveza.

Se casaron el jueves por la mañana, siendo los padrinos Spurgeon y Dorothy. Al volver a casa desde el Ayuntamiento, lo primero que hizo Gaby fue arrancar del buzón la cinta que llevaba su apellido de soltera. En su lugar quedó una marca pálida, no pintada por el tiempo, que ella contempló con afecto mientras siguieron viviendo en el apartamento de la calle de Phillips.

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