El Comite De La Muerte (45 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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El apartamento del sótano se convirtió en el marco de sus vidas; no lo hubieran cambiado por la Casa Blanca. Hacían el amor llenos de felicidad y con mucha frecuencia, no sintiendo más que una ligera sensación de culpabilidad, y conociéndose cada vez mejor el uno al otro. Gaby se sentía fuerte y libre, como una exploradora, y sabía que ellos dos eran los primeros y únicos amantes del mundo, aunque Adam le había dicho que, a pesar de todas sus fantasías y de todos los libros que había leído en el Colegio Médico, no les iba a ser posible crear un pecado original.

Por primera vez, que ella recordase, se sentía preocupada por su propio cuerpo. La única incomodidad que sentía se debía a las presiones hormonales de la píldora, a las que aún no se había ajustado y que, a veces, por la mañana, le causaban terribles ataques de mareo y bascas. Adam le prometió que los síntomas irían desapareciendo.

Se sentía orgullosa de lo que habían hecho en el apartamento, y le hubiera gustado invitar a él a todos los amigos y conocidos de los dos, pero sólo se decidió por invitar a Dorothy y Spurgeon. Susan Haskell fue, un día, a comer con ellos; se sentía deprimida e incómoda y, evidentemente, esperaba oír chismes sobre lo mal que Adam trataba a Gaby, la cual, en vista de ello, decidió no volverla a invitar más. Pero comprobó que el apartamento estaba convirtiéndose en una especie de salón de tertulia de algunos de los vecinos de la calle de Joy. Janet Williams iba a verla con frecuencia, pero no tanto como para ponerse pesada. Varias veces se presentó acompañada de otro merodeador, el chico grande y rubio que le había traído las flores de papel y que resultó llamarse Carl, tener modales corteses y saber mucho de música y arte. En otra ocasión, fue con ella un individuo barbudo que se llamaba Ralph y parecía no haberse bañado en mucho tiempo; como aturdido y distante, estaba sin duda ebrio de alguna droga. Janet no parecía darse cuenta y le trataba justo igual que a Carl. O que a Gaby. Cuando los merodeadores se iban se llevaban siempre parte de la despensa.

Inevitablemente, cayeron de visita un día en que estaban allí Dorothy y Spurgeon.

—Hola —dijo Janet a su hermana.

—Hola —dijo Dorothy. Esperó un poco mientras se hacían las presentaciones y luego añadió—: ¿No quieres saber cómo están Hormiguita y papá y mamá?

—¿Cómo está Hormiguita?

—Muy bien.

—¿Y mamá y papá?

—Están muy bien.

—Fenómeno —dijo Janet.

Todo el mundo estuvo muy cortés. Adam ofreció copas y mezcló las bebidas, pasó el plato de las almendras saladas y participó en la conversación. El problema surgió cuando Spurgeon dijo algo sobre las elecciones nacionales.

Raphie frunció el ceño y parpadeó. Se había subido a la silla y ahora estaba sentado en el respaldo, con los pies en el asiento como en un trono, dominando la sesión.

—Si se nos hiciera caso —dijo— y se acabara con esta farsa… Los condenados no tendrían entonces a nadie que gobernar. Estamos tratando de explicarlo, pero nadie hace caso.

—Usted no cree realmente que eso funcionara —dijo Spurgeon, sin alzar la voz.

—No me diga usted a mí lo que creo, porque eso lo sé yo mejor que nadie —dijo el otro—. Yo creo que la gente debiera irse a los bosques y tomar drogas y dedicarse a sus cosas.

—¿Y qué le pasaría al mundo si todos tomásemos drogas?

—¿Y qué le está pasando al mundo ahora, que es tan estupendo, con todos ustedes, so burgueses, pasándolo en grande?

—Sin nosotros, los burgueses, como dice usted, no existirían ustedes —dijo Adam—; sin nosotros no podrían ustedes hacer lo que les gusta. Somos nosotros quienes les damos de comer, amiguito, y quienes les proporcionamos ropa y les edificamos las casas en que viven. Ponemos cosas en las latas de conserva que compran ustedes cuando han vendido suficientes flores y posters para comprar latas de conserva, y les enviamos a domicilio el combustible que les calienta la guarida en el invierno. Y les curamos los desperfectos que ustedes mismos se hacen en esos cuerpos que Dios les ha dado —miró a Raphie y sonrió—, y, en cualquier caso, si todos nos volviéramos como ustedes, ustedes querrían ser de otra manera, porque no podrían soportar la idea de que son como los demás.

—Tonterías, hombre.

—Pues entonces, ¿por qué diablos está sentado de esa manera, como un gran sacerdote, contemplando el mundo a sus pies?

—A mí me gusta sentarme así, no hago daño a nadie con ello.

—Nos hace daño a Gaby y a mí —dijo Adam—. Con las suelas de los zapatos está poniendo perdido el asiento de la silla.

—A mí no me venga con psicoanálisis —dijo Raphie—, puedo volver fácilmente ese razonamiento del revés. Es usted muy agresivo. Probablemente estaría trabajando de carnicero en vez de ser cirujano, curándose el complejo de agresividad hincando cuchillos en vacas en lugar de en personas, si no llega a tener padres ricos que le enviaron a la Universidad y al Colegio Médico. ¿Se le ha ocurrido pensar eso?

Gaby y Adam no pudieron contener la risa, y no trataron siquiera de explicar el porqué.

Janet no volvió a llevar a los merodeadores al apartamento, pero dejó de ir de visita por las tardes, aunque seguía yendo por la mañana, a tomar café. Un día estaba sentada en el sofá cuando a Gaby le acometió un ataque de bascas y tuvo que irse del cuarto. Cuando volvió, con el rostro blanco y pidiendo excusas, Janet la miró con expresión de Mona Lisa:

—¿Estás embarazada?

—No.

—Yo sí.

Gaby se quedó mirando a la chica y contestó con gran cautela:

—¿Estás segura, Janet?

—Completamente.

—¿Y qué vas a hacer?

—Que lo cuide mi familia.

—¿Como a Hormiguita?

La chica la miró, fríamente.

—No, mi verdadera familia, aquí, en la calle de Joy. Todos serán sus padres. Pensamos que será estupendo.

Esta conversación la preocupó. La chica necesitaba cuidado médico. ¿Sería Carl el padre? ¿O Raphie? O, pensamiento aún más grave: ¿sabría siquiera Janet quién era el padre?

Pero una cosa era cierta. La chica necesitaba cuidado médico, inmediatamente. Cuando se lo dijo a Adam, éste cerró los ojos y movió la cabeza:

—Diablos, alguien que no sabía hacer bien la cosa.

—La verdad es que buenos somos nosotros para hablar.

—¿No te das cuenta de lo diferente que es? —dijo él.

Ella le miró.

—Claro que me doy cuenta, Adam. Pero no voy a poder pegar el ojo hasta que hagamos algo por esa tonta. ¿Se lo digo a Dorothy?

—No creo que debieras. Por lo menos, todavía no. Si viene al hospital, me encargaré de que la examinen y le den vitaminas y cuanto necesite.

Gaby le besó y esperó, impaciente, la visita siguiente de Janet, pero la chica no volvió a aparecer por el apartamento. Seis días después, subiendo cuesta arriba con un paquete de comestibles, vio a Raphie que venía en dirección contraria.

—Hola, ¿cómo está Janet? —preguntó.

Los ojos de él estaban vidriosos.

—¿Quién? ¿La chica? —respondió—. Su familia cuida de ella.

Y siguió su camino, envuelto en su propio mundo.

Dos días más tarde vio a Carl, que estaba distribuyendo posters, y le preguntó por la chica.

—Ya no vive con nosotros.

—¿Dónde está?

—Creo que en Milwaukee.

—¿Milwaukee? —repitió Gaby, inquieta.

—El chico ese que conoció, vino y se la llevó.

—¿Sabes su dirección?

—La tengo apuntada en algún sitio, en casa.

—¿Me la quieres dar? Me gustaría escribirle.

—Sí, cómo no.

Pero no lo hizo.

Gaby echaba de menos sus visitas matinales. «Mrs. Walters hubiera querido ir a verla y cotillear, si la invitase», pensaba Gaby, pero la patrona no le era simpática, y la eludía. Estaba interesadísima en otro morador del edificio, una mujer pequeña y encorvada que de vez en cuando pasaba junto a ella como una ardilla y volvía siempre con un solo paquete. Su rostro era tenso y como permanentemente a la defensiva contra un mundo hostil. «La pobre parecía una bruja», pensaba Gaby. Se dio cuenta en seguida de quién era.

Un día abrió la puerta y le salió al paso.

—Mrs. Krol —dijo.

Bertha Krol tembló al sentir la mano de Gaby tocarle el codo.

—Soy su vecina, Gabrielle Pender. ¿Quiere entrar y tomar una taza de té conmigo?

Los ojos asustados otearon la calle de Phillips como pájaros que buscan la forma de escapar de la jaula.

—No —murmuró.

Gaby la dejó ir.

La primavera era húmeda y lluviosa. Las náuseas causadas por la píldora iban cesando. La Tierra giraba y los días iban siendo más largos y menos fríos; la lluvia caía con frecuencia y fluía cuesta abajo, por los arroyos empedrados de guijarros, formando pequeñas cascadas en las viejas alcantarillas y los sumideros. En el hospital, Adam intervino en una serie de casos torácicos, y la cirugía cardiaca le tenía cogido como una droga. Una noche, acostados y hablando en la suave oscuridad, le dijo a Gaby lo que era poner la mano en la incisión pectoral y sentir, a través de la fina goma de los guantes, el palpitar de la pequeña bomba rosada, el corazón VIVO.

—¿Cómo es? —preguntó ella.

—Como tocarte a ti.

Adam había dejado ya de poner nombres a los perros. Una cosa era ir al laboratorio de experimentación de animales y oír a Kazandjian que el procedimiento quirúrgico número 37 había fallado, y otra muy distinta ser informado de la muerte de un ser vivo llamado Preciosidad, o Max, o Wallace, o Flor. Se obligó a sí mismo a hacer caso omiso de las lenguas caninas que trataban de besarle la mano, y en su lugar concentró su atención en las guerras microscópicas que, dentro de los animales, estaban librándose entre los antigenos y los anticuerpos.

Después de meses de dejarle trabajar solo, Kender había comenzado a ir al laboratorio y estaba siguiendo cuidadosamente sus actividades.

—En eso del puesto docente los cosas deben estar empezando a ponerse bien —dijo Adam a Gaby una noche, hablándole de Kender, mientras ella se ungía con crema para la piel bajo la lámpara solar.

—A lo mejor no es eso —dijo ella, volviéndose y tendiéndole la crema—. A lo mejor es que Kender está tan interesado en los experimentos que no puede dejarte solo.

—Siempre ha estado interesado en los experimentos sin venir a observarlos —dijo Adam.

Su mano, llena de crema, hacia pequeños ruidos como de succión al frotarla en su lugar favorito, el hoyuelo que había entre el final de la espina dorsal y el comienzo de la prominencia glútea. Aspiraba el olor de la crema sobre la carne cálida y ninguno de ambos se pudo contener cuando se puso a frotarle la parte posterior de la rodilla. Cuando, finalmente, ella se volvió, Adam se manchó de crema la ropa. Al día siguiente, al ir a trabajar, la camisa le escocía contra la leve quemadura que se había hecho en la espalda y el cuello.

Dos noches después, Kender le pidió que le explicase un experimento que Adam estaba seguro de haber descrito ya en el cuaderno de notas.

Adam se lo explicó oralmente; luego, miró al cirujano veterano y sonrió.

—Por lo que a mí se refiere, aprobado —dijo Kender.

—¿Y cómo cree que me saldrá con los demás? —preguntó Adam, arriesgándose, con una sensación intuitiva de que había llegado el momento de la franqueza.

Kender sacó un puro.

—Es difícil decirlo. Lo que sí puedo asegurarle es que el campo es pequeño; sólo hay dos candidaturas: Usted y otra persona. Supongo que ya sabe a quién me refiero.

—Estoy prácticamente seguro.

—Los dos tienen mucha fuerza.

—¿Y cuándo lo sabremos?

Kender movió la cabeza.

—La cosa no funciona así. Sólo se le notifica a uno de los médicos, al que es nombrado para el puesto. El otro candidato se entera de la manera normal, oyéndolo. Nunca se le dice por qué no fue él el escogido, ni tampoco quiénes votaron contra él.

Kender se encogió de hombros.

—Éste es el sistema —dijo—. Por lo menos permite al candidato suspendido consolarse pensando que alguien le tenía antipatía porque no le gustaba el color de sus corbatas, o el color de sus ojos.

—¿Y esa posibilidad es también parte del sistema?

Kender dio una chupada, la punta del puro se encendió como una luz de neón y el laboratorio se puso apestoso de humo.

—Supongo que habrá ocurrido alguna vez —dijo.

Aquella misma noche, el doctor Longwood entró en el laboratorio de experimentación de animales y Adam se dispuso, algo irritado, a aguantar nuevos exámenes y observaciones.

Pero el viejo se limitó a pedirle permiso para examinar el libro del laboratorio sobre la serie de suero antilinfocítico.

Estuvo un rato sentado, como una trágica caricatura, leyendo; la mano que tenía sobre el regazo temblaba y Adam tuvo que apartar la vista. Quizá Longwood percibió esto, porque la mano se puso a juguetear con el llavero mientras él leía, y las llaves hacían un suave tintineo metálico como… ¿como qué?

«Las campanillas del Arlequín», pensó Adam.

—¿Tienen aquí los caballos, en otra parte del edificio? —preguntó Longwood.

—No, doctor —respondió Adam—. El hospital es propietario de los animales, pero se guardan en los laboratorios biológicos del Estado. Extraemos nódulos linfáticos de cadáveres humanos y los trituramos y los mandamos a los laboratorios del Estado, donde se inyectan a los caballos para producir el suero.

El doctor Longwood tocó con un delgado dedo el cuaderno.

—Ha conseguido algún resultado.

Adam asintió.

—El suero retarda el mecanismo del rechazo. Cuando lo usamos, podemos administrar potentes fármacos inmunosupresores, como imurán, en dosis lo bastante pequeñas para dejar al animal cierta protección contra la infección.

Longwood asintió, enterándose de lo que, al parecer, quería saber.

—¿Le gusta este trabajo con animales?

—Creo que me está haciendo mejor cirujano de lo que era.

—Eso sí.

Adam sintió de pronto la fuerza de aquellos ojos.

—¿Y a dónde piensa ir el año que viene, cuando se vaya de aquí?

Esta pregunta le deprimió, dándose cuenta al oírla de que Longwood había decidido prescindir de él. Pero luego se consoló pensando que Kender no estaba, evidentemente, de acuerdo en esto.

—Todavía no lo sé.

—¿Por qué no decide el lugar y me lo dice? Me alegraría ayudarle a encontrar algo.

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