El círculo oscuro (2 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: El círculo oscuro
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Tsering tomó la palabra, en un inglés impregnado de la extraña musicalidad del tibetano.

—Amigo Pendergast, te damos bienvenida una vez más a monasterio de Gsalrig Chongg, así como a invitada tuya. Sentaos, por favor, y acompañadnos a tomar té.

Señaló un banco de piedra con dos cojines de seda bordados (los únicos de la sala). Los dos viajeros se sentaron. Al cabo de un rato aparecieron varios monjes con bandejas de latón, en cada una de las cuales había diversas tazas de té muy caliente con mantequilla y tsampa. Bebieron en silencio el té endulzado. Tsering no retomó la palabra hasta que acabaron.

— ¿Qué trae de vuelta a Gsalrig Chongg a amigo nuestro Pendergast? —preguntó.

Pendergast se levantó.

—Gracias por tu bienvenida, Tsering —dijo en voz baja—. Me alegra estar de nuevo aquí. He vuelto para proseguir mi viaje de meditación e iluminación. Permitid que os presente a la señorita Constance Greene, que también viene con la esperanza de iniciar sus estudios.

Cogió la mano de Constance, que se levantó.

Al cabo de un largo silencio, Tsering se acercó a Constance y se quedó delante de ella, mirándola con calma a los ojos. A continuación levantó una mano y le tocó el pelo, palpándolo con delicadeza. Por último acarició con suavidad cada uno de sus pechos, uno tras otro. Ella permaneció de pie sin inmutarse.

— ¿Eres mujer? —preguntó.

—No seré la primera que haya visto… —dijo Constance secamente.

—Sí —dijo Tsering—. No he visto mujer desde que vine aquí, a dos años de edad.

Constance se sonrojó.

—Cuánto lo siento. Sí, soy una mujer.

Tsering se volvió hacia Pendergast.

—Es primera mujer que entra en Gsalrig Chongg. Nunca hemos aceptado a mujer como alumna. Siento decir que no se puede permitir, y menos ahora, en funerales del venerable Ralang Rinpoche.

— ¿Ha muerto el Rinpoche? —preguntó Pendergast.

Tsering inclinó la cabeza.

—Lamento recibir la noticia de la muerte del Altísimo Lama.

Sonrió al oírlo.

—No se ha perdido nada. Ya encontraremos a reencarnación suya, decimonoveno Rinpoche, y así volverá a estar entre nosotros. Soy yo quien lamento responder que no a petición tuya.

—Constance necesita vuestra ayuda. Yo también la necesito. Los dos estamos… cansados del mundo. Hemos venido de muy lejos buscando paz. Paz y curación.

—Sé lo difícil que es viaje que habéis hecho. Sé cuántas esperanzas tenías, pero Gsalrig Chongg ha existido mil años sin presencia de mujer, y no puede cambiar. Debe irse.

Se hizo un largo silencio. Pendergast alzó la vista hacia el personaje viejo e inmóvil que ocupaba el asiento más alto.

— ¿También es la decisión del abad?

Al principio no hubo ninguna señal de movimiento. Un visitante podría haber llegado a confundir aquella arrugada figura con una especie de loco chocho y feliz, que sonreía de forma ausente desde su posición, por encima de todos los demás. Sin embargo, de pronto, su descarnado índice sufrió un temblor apenas perceptible, y uno de los monjes más jóvenes subió y se inclinó hacia él, acercando el oído a su boca desdentada. Al cabo de un momento se irguió y le dijo algo en tibetano a Tsering.

Tsering lo tradujo.

—Abad pide a mujer repetir nombre, por favor.

—Soy Constance Greene —pronunció con voz aguda, pero resuelta.

Tsering lo tradujo al tibetano, aunque el nombre le presentó ciertas dificultades.

Siguió otro silencio, que se prolongó durante unos minutos.

Otro temblor del índice, y más murmullos del anciano monje al oído del joven, que los repitió en voz alta.

—Abad pregunta si es nombre de verdad —dijo Tsering.

Constance asintió con la cabeza.

—Sí, es mi nombre de verdad.

El viejo lama levantó despacio un brazo rígido, y señaló una pared en penumbra con una uña que como mínimo sobresalía dos centímetros por encima del dedo. Todas las miradas convergieron en un fresco escondido detrás de una cortina, como tantos otros en la pared.

Tsering se aproximó, levantó la tela y acercó una vela. La luz reveló una imagen de una riqueza y complejidad asombrosas: una deidad femenina de intenso color verde, con ocho brazos, sentada sobre un disco lunar blanco y rodeada por un torbellino de dioses, demonios, nubes, montañas y filigranas de oro, como si la hubiera sorprendido una tormenta.

El anciano lama habló un buen rato al oído del monje joven, mascullando con su boca sin dientes. Después se apoyó en el respaldo y sonrió, mientras Tsering volvía a encargarse de la traducción.

—Su Santidad pide dirigir atención a pintura thangka de Tara Verde.

Los monjes se levantaron de sus asientos, murmurando y haciendo ruido con los pies, y formaron respetuosamente un círculo alrededor de la pintura, como alumnos en espera de la explicación del profesor.

El viejo lama hizo un gesto con su brazo huesudo, incitando a Constance Greene a unirse al círculo, cosa que ella se apresuró a hacer, mientras los monjes se apartaban para dejarle sitio.

—Esto es pintura de Tara Verde —siguió traduciendo Tsering—. Es madre de todos budas. Tiene constancia. También sabiduría, actividad mental, rapidez de pensamiento, generosidad e intrepidez. Su Santidad invita a mujer a acercarse para ver mándala de Tara Verde.

Constance dio unos pasos inseguros.

—Su Santidad pregunta por qué pusieron a alumna nombre de Tara Verde.

Constance miró a su alrededor.

—No sé qué quiere decir.

—Tu nombre Constance Greene. Este nombre contiene dos atributos importantes de Tara Verde. Su Santidad pregunta de dónde viene nombre.

—Greene es mi apellido. Es un apellido inglés muy común, aunque no tengo ni idea de sus orígenes. Mi nombre, Constance, me lo puso mi madre. Era muy frecuente en la época en la que nací. Evidentemente, cualquier parecido entre mi nombre y Tara Verde es pura coincidencia.

El abad empezó a temblar de risa, a la vez que hacía el esfuerzo de levantarse con la ayuda de dos monjes. Tardó poco en ponerse de pie, aunque de forma muy precaria, como si un simple codazo pudiese derrumbarle. Sin dejar de reír, volvió a hablar con voz poco audible, mostrando las encías rosadas mientras parecía que los huesos le castañeteasen de alegría.

— ¿Coincidencia? No existe. Alumna ha hecho chiste gracioso —tradujo Tsering—. A abad le gustan chistes buenos.

Constance miró a Tsering, después al abad, y otra vez a Tsering.

— ¿Eso quiere decir que dejan que me quede a estudiar?

—Quiere decir que estudio ya ha empezado —dijo Tsering, sonriendo a su vez.

Capítulo 2

En uno de los remotos pabellones del monasterio de Gsalrig Chongg, Aloysius Pendergast descansaba en un banco junto a Constance Greene. Una hilera de ventanas de piedra ofrecía una espectacular vista de la garganta de Llölung, con las grandes cumbres del Himalaya al fondo, bañadas por un suave y rosado resplandor de alta montaña. Hasta allí subía el rumor de una cascada, desde la cabecera del valle de Llölung. Mientras se ponía el sol en el horizonte, una trompeta dzung alargó al máximo una nota profunda cuyo eco viajó por los barrancos y montañas.

Casi habían pasado dos meses. Era julio, y con él había llegado la primavera a las estribaciones altas del Himalaya. El fondo de los valles se teñía de un verde salpicado de flores, mientras las laderas se cubrían de rosas silvestres.

Ninguno de los dos decía nada. Les quedaban dos semanas de estancia.

Volvió a sonar el
dzung
, mientras la luz, de un rojo intenso, se apagaba en el gran triunvirato de montañas: el Dhaulagiri, el Annapurna y el Manaslu, tres de las diez cumbres más altas del mundo. El crepúsculo llegó rápidamente, invadiendo los valles como una inundación de aguas oscuras.

Pendergast salió de su ensimismamiento.

—Progresas bien en tus estudios. Extremadamente bien. El abad está contento.

—Sí.

La voz de Constance era suave, casi distante.

Pendergast puso una mano sobre la de ella, un contacto tan leve y etéreo como el de una hoja.

—Aún no habíamos hablado de ello, pero quería preguntarte si… si todo fue bien en la clínica Feversham. Si no hubo complicaciones en el… proceso.

Pendergast titubeaba más de lo normal como si por una vez le faltasen las palabras.

La mirada de Constance permaneció clavada en las montañas, frías y nevadas.

Pendergast vaciló.

—Me habría gustado acompañarte.

Ella inclinó la cabeza sin salir de su mutismo.

—Constance, siento por ti un gran afecto. Quizá hasta ahora nunca me haya expresado con suficiente claridad al respecto. Si es así, te pido disculpas.

Constance inclinó aún más la cabeza, ruborizándose.

—Gracias.

Su tono ya no era distante, sino que temblaba un poco de la emoción. Se levantó de golpe, apartando la vista.

Pendergast también se puso en pie.

—Perdona, Aloysius, pero es que siento la necesidad de estar un rato a solas.

—Por supuesto.

Vio cómo se alejaba el cuerpo esbelto de la joven, que desapareció como un fantasma en los pasillos de piedra del monasterio. Entonces, sumido en profundas reflexiones, volvió la vista hacia el paisaje montañoso.

Cuando llegó la oscuridad al pabellón, dejó de oírse el
dzung
, aunque sus últimos ecos persistieron durante unos segundos entre las montañas. El silencio era absoluto, como si la llegada de la noche trajese consigo una especie de inmutabilidad. De pronto se materializó una figura en las profundas sombras del pie del pabellón. Un viejo monje, con túnica de color azafrán, hacía gestos a Pendergast con su arrugada mano, usando el familiar movimiento de muñeca que en tibetano significaba «ven».

Pendergast caminó lentamente hacia el monje, que se volvió y se fue despacio hacia la oscuridad.

Pendergast le siguió, intrigado. El monje le llevó en una dirección inesperada; por diversos pasillos en penumbra que conducían a la celda del famoso anacoreta emparedado: un monje que se había dejado encerrar en una habitación que tenía el tamaño justo para permitirle sentarse y meditar; emparedado de por vida, una sola vez al día alimentado con pan y agua que le hacían llegar retirando el único ladrillo suelto.

El viejo monje se paró frente a la celda, una simple pared oscura, sin nada que la distinguiese. Muchos miles de manos habían pulido sus antiguas piedras, las manos de quienes acudían a pedir sabiduría a tan peculiar anacoreta. Decían que le habían emparedado a los doce años; ahora se acercaba a los cien, y era un oráculo famoso por sus excepcionales dotes proféticas.

El monje golpeó dos veces la piedra con una uña. Esperaron. Un minuto después empezó a moverse la única piedra suelta del muro, deslizándose muy lentamente entre las demás. Apareció una mano arrugada, blanca como la nieve, con venas azules y translúcidas, que hizo girar la piedra lateralmente, formando un pequeño hueco.

El monje se agachó hacia el agujero y murmuró en voz baja. Después se giró para escuchar. Transcurrieron varios minutos. Pendergast oyó un leve susurro al otro lado. El monje se irguió, aparentemente satisfecho, e hizo señas a Pendergast de que se acercase. Mientras obedecía, Pendergast vio que la piedra recuperaba su anterior posición, guiada por una mano invisible.

De repente pareció como si del interior de la roca contigua a la celda de piedra surgiese un ruido, un profundo chirrido. Al instante se abrió una rendija, que se ensanchó hasta convertirse en una puerta de piedra que rechinó al abrirse por algún mecanismo invisible. Del otro lado llegó un aroma peculiar, como de algún desconocido incienso. El monje tendió la mano, invitando a Pendergast a entrar. Una vez que el agente estuvo al otro lado del hueco, cayo en la cuenta de que el monje no le había seguido, Pendergast estaba solo.

Apareció otro monje en la oscuridad con una vela que goteaba cera. A lo largo de las siete semanas pasadas en Gsalrig Chongg (y de sus anteriores estancias), Pendergast se había familiarizado con los rostros de todos los monjes, pero aquel era nuevo. Supo que acababa de acceder al monasterio interior, sobre el que corrían rumores nunca confirmados: el sanctasanctórum oculto. Al parecer era el anacoreta emparedado quien vigilaba dicho acceso (sobre el que, por lo que sabía de Pendergast, pesaba una rigurosa prohibición). Se trataba de un monasterio dentro del monasterio, donde media docena de monjes de clausura pasaban toda su vida en la más profunda meditación y en un incesante estudio de la mente, sin ver jamás el mundo exterior, ni entablar contacto directo con los monjes del resto del monasterio, custodiados por el anacoreta invisible. A Pendergast le habían contado que aquellos monjes estaban tan retirados del mundo que si les diese la luz del sol les mataría.

Siguió al extraño monje por un pasillo estrecho, que llevaba a la parte más profunda del complejo monástico. Los pasadizos se volvieron más toscos. Pendergast cayó en la cuenta de que eran túneles abiertos en la roca viva, túneles que mil años atrás habían sido enlucidos y cubiertos de frescos que ahora prácticamente habían borrado el humo, la humedad y el tiempo. El pasadizo cambiaba varias veces de dirección, dejando atrás pequeñas celdas de piedra con budas o pinturas thangka, iluminadas con velas y perfumadas con incienso. No se cruzaron con nadie, ni vieron a nadie; el laberinto de salas sin ventanas daba sensación de vacío, humedad y abandono.

Finalmente, tras lo que parecía un viaje sin final, llegaron a otra puerta. Esta tenía listones de hierro engrasado, fijados con gruesos remaches. Apareció otra llave, que abrió la cerradura, no sin dificultades.

Al otro lado, una sala pequeña recibía escasamente la luz de una lámpara de mantequilla. Las paredes estaban revestidas con una meticulosa taracea de madera antigua y bruñida a mano. Flotaba en el aire un humo acre, con fragancia a incienso. Los ojos de Pendergast tardaron un poco en darse cuenta de algo tan extraordinario: la estancia estaba llena de tesoros.

En la pared del fondo había decenas de cofres profusamente repujados de oro, herméticamente cerrados, junto a pilas de bolsas de cuero que en algunos casos se habían abierto a causa de la podredumbre y habían vertido su contenido de gruesas monedas de oro. Había de todo: desde antiguos soberanos ingleses y estáteras griegas hasta monedas mogoles de oro macizo. Alrededor, pequeños barriles con las duelas hinchadas y podridas dejaban escapar rubíes, esmeraldas, zafiros, diamantes, turquesas, turmalinas y peridotos, en bruto y tallados. Otros barriles parecían llenos de pequeños lingotes de oro, y de kobans ovalados japoneses.

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