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Authors: César Mallorquí
Sara barrió de un manotazo la superficie de la mesa, llenando el aire de papeles. Corrió hacia la puerta.
Y Dostigres se quedó solo en el pequeño despacho del Sector Tierra, de pie, estático, con los blancos folios, a su alrededor, componiendo un otoño de papel en su lento planeo hacia el suelo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Yubal, mirando con dureza a Sara.
Atardecía en la Abadía de Tintern. El sol, casi a ras del horizonte, arrancaba largas sombras de las ruinas góticas. Sara intentó fingir una sonrisa.
—Tenía que hablar contigo...
—Te dije que no me buscaras.
—Pero... Necesitaba verte, aunque sólo fuera una vez más. Tenía que asegurarme de que tú...
Yubal escrutó el rostro compungido de Sara y frunció el ceño.
—Te lo ha contado todo Dostigres, ¿verdad?
—Dostigres me ha dicho cosas absurdas...
—Dostigres te ha dicho la verdad. —Yubal sonrió con amargura y se volvió hacia los muros caídos de la abadía—. Me gustan las ruinas, Sara. Las ruinas son como yo: nada. Un simple recuerdo, una huella que se borra con el viento...
—¡Pero tú estás vivo! —exclamó Sara, rodeándole con los brazos y apoyando la mejilla en su pecho—. Existes. He besado tus labios, Yubal, he acariciado tu piel, he respirado tu aliento... y eres tan real como yo misma.
Yubal, con tristeza infinita, se deshizo de su abrazo, esta vez sin ira, con ternura.
—Pienso, y pienso que mis pensamientos son los pensamientos de Yubal, el hijo del doctor Pétalo. Recuerdo, y mis recuerdos son los recuerdos de Yubal. Y mi cara en el espejo es la cara de Yubal, y mi voz es la voz de Yubal, y mis deseos, mis sentimientos, son los deseos y sentimientos de Yubal... Pero no soy Yubal. Soy un simulacro, una imitación, un ente creado por Mansión. Soy un fantasma, un tulpa, como los criados de la casa de mi padre.
—¡No es verdad! —gritó Sara, llevándose una mano a la frente—. ¡Eres Yubal, un ser humano! ¡Y te quiero...!
Yubal se alejó unos pasos de ella, cerró los ojos y respiró hondo.
—¿De verdad me quieres? ¿Me quieres tal y como soy? —Abrió de nuevo los ojos—. Mírame, Sara. Mírame bien, y dime si puedes darle tu cariño a esto...
El cuerpo de Yubal se relajó. Transcurrieron unos segundos sin que nada ocurriera, y de pronto algo comenzó a cambiar en él: los rasgos de su rostro parecieron fluir, su cuerpo esbelto se acható y dilató, los ropajes se disolvieron hasta convertirse en un traje de librea. Y, en un instante, Yubal dejó de estar allí para transformarse en un tulpa idéntico a cualquier otro criado de Mansión.
Sara contempló horrorizada la metamorfosis de Yubal. Abrió la boca e intentó decir algo, pero su voz se quebró en un gemido apenas ahogado. El tulpa inexpresivo y difuso en que se había convertido Yubal sonrió tristemente; cuando habló, su voz fue la voz de Yubal.
—¿Sigues queriéndome pese a todo, Sara? —Suspiró—. No... ya no. Es dificil amar a algo así, ¿verdad...?
Sara gritó y retrocedió unos pasos. Agitó la cabeza con incredulidad y horror. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Luego comenzó a correr, alejándose definitivamente del fantasma que había sido Yubal.
Sara en Pasillo Central. El viento aúlla a través de las inmensas palmeras de hierro forjado. Los cortos cabellos de la mujer se agitan, su ropa ondea. Una ráfaga de aire arranca de sus ojos un par de lágrimas, proyectándolas hacia la fuga desmesurada del corredor, entre las dos líneas infinitas de puertas.
Sara corre, protegiéndose los ojos con el antebrazo. Penetra en un ascensor y, entre sollozos, pregunta:
—¿Dónde está Yubal...?
—Yubal se encuentra en la Abadía de...
—¡No! ¿Dónde está el auténtico Yubal?
Una pausa. Finalmente la voz de Mansión responde:
—Yubal murió. Ya no existe.
—Entonces —gime Sara—, ¿quién es el Yubal que he conocido?
—El Yubal que has conocido —dice la voz— soy yo.
Sara oculta el rostro entre las manos y grita:
—¡Llévame a casa!
RESH
Al principio todo fue tristeza y amargura.
El recuerdo de Yubal mortificaba a Sara, afligiéndola de una manera extraña. Por un lado experimentaba la melancolía y la añoranza de los amantes despechados; mas por otro era la rabia de haber sido, de alguna forma, violada la emoción que en ella imperaba.
Bajo ese estado de ánimo no podía seguir viviendo en su piso, tan cerca de Mansión; de modo que hizo las maletas y alquiló, provisionalmente, un pequeño apartamento.
No habló con nadie acerca de lo ocurrido (¿quién podría creerla?), ni siquiera fue a trabajar; durante dos días apenas se movió de la cama, encerrada en la oscuridad de su dormitorio, como queriendo volver a una matriz cálida y protectora. Y así, tumbada, con los ojos muy abiertos y el corazón destrozado, se arrastraron los minutos y las horas, y el tiempo se convirtió en plomo fundido, ardiente, denso y asfixiante.
Pero llegó el fin de semana, y entonces...
Eran casi las diez de la noche del viernes. Sara y Tomás caminaban juntos por la calle. Tomás no dejaba de mirar a su novia; estaba sorprendido y preocupado.
—Sara, ¿qué te pasa?
—Nada.
—¿Cómo que nada? Por Dios, te has cortado el pelo y... y tienes un aspecto muy raro.
—¿No te gusta? —preguntó Sara, inexpresiva.
—No es eso. Pero creo que deberías haberme consultado.
—La próxima vez lo haré.
—Además, no, no me gusta —insistió Tomás—. Pareces otra mujer... No sé, hay algo raro en ti. Eres distinta.
—Es el corte de pelo. —Sara suspiró—. Cuando me crezca volveré a ser la de siempre. —Sonrió mecánicamente—. Anda, date prisa, o llegaremos tarde al cine.
Recorrieron en silencio los pocos metros que les separaban del coche. Tomás estaba sacando las llaves del bolsillo cuando una voz los sobresaltó.
—Buenas noches, Sara. ¿Podría hablar con usted?
Se giraron en redondo y contemplaron la solitaria figura que, cojeando, salía de entre las sombras del callejón.
—¡Déjame en paz, Dostigres! —gritó furiosa Sara—. ¡No quiero hablar contigo! ¿Entiendes?
—Por favor —suplicó Dostigres acercándose a ella—, sólo pretendo explicarme...
—Eh, eh... —intervino Tomás, intentando interponerse entre Sara y el hombre primitivo—. ¿Qué quiere? ¡Váyase!
Dostigres ignoró a Tomás y cogió el brazo de Sara.
—Sólo será un minuto... por favor.
—¡Suéltame! —Sara intentó apartarse—. ¡No me toques!
—¡Aléjese de ella! —Tomás comenzó a forcejear con Dostigres; era como luchar con un bulldozer—. ¡Déjela hijo de puta!
Dostigres soltó el brazo de Sara y se volvió hacia Tomas. Le miró con ojos de animal salvaje.
—¡No me empuje! —rugió. Y lo apartó bruscamente con el antebrazo.
Fue un simple manotazo, pero bastó para que Tomás se elevara por los aires, como un muñeco desmadejado, y fuera a caer violentamente contra unos cubos de basura.
—¡Mi pie! —chilló Tomás retorciéndose en el suelo, mientras se sujetaba el tobillo derecho—. ¡Me lo he roto!
Sara corrió hacia su novio y se arrodilló a su lado. Miró a Dostigres con ojos llenos de cólera.
—¡Eres un peligro! ¡Vete de aquí!
Dostigres extendió los brazos, desolado. Sus ojos se movían, nerviosos, a izquierda y derecha.
—Yo... no quería hacerle nada...
—¡Monstruo! —le escupió Sara, mientras sujetaba la cabeza del dolorido Tomás—. ¡Vuélvete a tu casa de locos y olvídate de mí!
Dostigres quiso decir algo, pero al final, tras un imperceptible temblor de sus labios, optó por desistir. Inclinó la cabeza y asintió. Se dio la vuelta y comenzó a alejarse, cojeando silencioso. La sirena de una ambulancia, como un lamento lejano, llenó de agudos el murmullo nocturno de la ciudad.
Al poco, Dostigres ya no fue más que una figura grotesca perdiéndose en la noche.
—Le juro, Sara, que no deja de sorprenderme. —El abogado enarcó las cejas y se rascó levemente la cabeza—. Vamos a ver si lo entiendo: al principio no tenía el dinero necesario para conservar su casa, pero estaba dispuesta a luchar a brazo partido con el banco. Luego consiguió el dinero. Y ahora, de pronto, decide venderle el piso al banco. Y todo eso en una semana... No lo entiendo.
—Ya no me gusta mi casa. —Los labios de Sara sonreían, pero no sus ojos—. Ahora ni siquiera vivo allí. De modo que quiero deshacerme de ella lo antes posible.
—Bueno, en cualquier caso, no es asunto mío. —El abogado se encogió de hombros—. Creo que hace usted bien. La oferta del banco es muy conveniente. Si quiere podemos ocuparnos ahora mismo del papeleo.
—No. —Sara se levantó—. Volveré mañana. Tengo que ir al hospital.
—¿Le ocurre algo?
—Mi novio sufrió un accidente y tiene un tobillo fracturado. —Se dirigió a la puerta. Antes de abrirla se volvió hacia el abogado—. Cuando se ponga en contacto con la gente del banco, dígales que tengo prisa por cerrar el trato.
—No se preocupe. Ellos también.
Sara vaciló unos instantes. Por fin preguntó:
—Van a derribar el edificio, ¿no?
El abogado asintió en silencio. Sara cerró los ojos y sonrió con tristeza. Luego salió del despacho.
WAW
Los primeros rayos del sol naciente acariciaron el tejado del edificio. Sara miró su reloj: eran la siete menos diez de la mañana. A su lado, Tomás se mantenía de pie, un tanto inestable sobre su muleta.
—Maldita escayola —masculló—; me tiene harto...
—Pronto te la quitarán —dijo Sara. Y añadió—: No deberías haber venido.
—Quien no debería haber venido eres tú. Supongo que ver destruir tu vieja casa no resultará muy agradable para ti. Es mejor que esté contigo.
—Una casa es sólo un montón de cemento y metal. Y nadie siente nada por el cemento y el metal, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué has venido?
Durante unos segundos Sara retuvo el aire en los pulmones. Luego lo exhaló lentamente.
—No lo sé...
Sara contempló el edificio bajo la nueva claridad del amanecer. Estaba rodeado de vallas de seguridad y cintas de plástico a franjas rojas y blancas. Varios carteles advertían sobre la voladura controlada que iba a tener lugar dentro de unos minutos.
Habían transcurrido dos meses desde que Sara abandonara, por última vez, Mansión. Durante ese tiempo, vendió su casa, dejó el apartamento y compró un moderno piso en el centro de la ciudad.
Tomás no formuló pregunta alguna sobre el incidente con Dostigres, ni acerca de los profundos cambios que se habían producido en Sara.
De alguna forma, sabía que había estado a punto de perderla (aunque ignoraba cómo y por qué). De modo que Tomás le pidió a Sara que se casaran. Inmediatamente, sin esperar a obtener la ansiada plaza de notario. Y Sara, sin meditarlo mucho (o, mejor, sin meditarlo en absoluto), dijo que sí. La boda se celebraría a finales del verano.
El equipo de demolición estaba situado frente a la fachada principal del edificio. Sara y Tomás se encontraban justo en el lado contrario, de cara al portal trasero. Sara había insistido en que no quería encontrarse junto a aquella gente, asesinos de edificios vestidos con chaquetas amarillas y cascos de plástico, cuando su viejo hogar se viniera abajo. Prefería estar sola (y eso incluía a Tomás, aunque para evitar herirle no se lo había dicho).
—¿En qué piensas? —preguntó Tomás.
—En nada —mintió Sara.
Porque, en realidad, estaba pensando en Mansión. Al principio no podía hacerlo con objetividad. Todos sus recuerdos de la casa del doctor Pétalo (¿o debía decir de la casa de Dostigres?) conducían a Yubal, y eso dolía. Pero luego sus emociones cambiaron.
Cierto día, hacía tan sólo dos semanas, recibió una carta escrita en papel verdoso. Era de Dostigres.
Querida Sara. He vacilado mucho antes de decidirme a escribirle. Imagino que sigue guardándome rencor, y supongo que tiene razón al hacerlo. Le mentí, es cierto; aunque ojalá me creyese cuando le digo que nunca tuve intención de herirla, que todo se me escapó de las manos y no pude controlarlo, o no tuve el valor necesario para hacerlo. En cualquier caso, reconozco mi culpa, y por ello le pido perdón.
No obstante, quisiera que comprendiese algo: la soledad es un territorio triste, Sara. Siempre. Pero la soledad eterna (literalmente eterna), puede resultar un verdadero infierno. Cuando dejé a los de mi especie y entré en Mansión corté todos los lazos que me unían al mundo primitivo donde nací; sin embargo, después de tantos miles de años, todavía no he conseguido formar parte de nada, ni de nadie. Soy un extraño para mis congéneres, y una especie de gorila inteligente para los humanos normales. El doctor Pétalo y su familia fueron, durante un tiempo feliz, mi única compañía. Y ahora ya sabe lo que les ocurrió. Luego, cuando usted apareció, creí encontrar un oasis en el desierto de la soledad. Pensé que usted podría ser feliz en Mansión y que, con el tiempo, quizá llegara a apreciarme como de verdad soy. Pero las cosas raramente suceden del modo en que uno desea. Lo siento. Mansión es un lugar más triste desde que se fue.
Jorge y Ambrose le envían saludos. El doctor Pétalo pregunta frecuentemente por usted; ahora está intentando crear una variedad tricolor de la azucena silvestre a la que piensa dar su nombre, Sara, ya que, según dice, la azucena es símbolo de delicadeza y sencillez.
Reciba mi respeto y afecto. Dostigres.
Por alguna razón, Sara se sintió apesadumbrada y triste después de leer la carta de Dostigres. Y, de pronto, dejó de odiarle. Porque aquel hombre, alejado de su tiempo y de su gente, era en realidad patético. Un paria viviendo en un palacio excesivo, el rey de un país infinito y hermoso, pero también solitario y melancólico. Porque Mansión, en realidad, era como el Taj Mahal, un estanque de tiempo dedicado a los recuerdos; un lugar inmóvil en un universo en continuo movimiento. Como un libro de ilustraciones, como una galería de pinturas venecianas, como esos instantes anteriores al crepúsculo en los que todo parece detenerse mientras el aire se vuelve denso y dorado.
Y Sara pensó en el doctor Pétalo, extraviado en su cosmos de esporas y polen, siempre en aquel invernadero anclado a un mundo moribundo, donde las flores sueñan sueños lánguidos y marchitos.
Y Sara recordó a Betania, tan amante de la vida, incluso después de la muerte...
Y Sara recordó a Yubal —esta vez sin dolor, con ternura—, un pobre fantasma evanescente viviendo una vida prestada. Ilusorio, insignificante, pero en cierto modo auténtico y real, porque había sido amado.