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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (44 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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—Y, técnicamente, lo es. Nació sesenta mil años antes de tu época, al final del período interglaciar Riss-Würm. Pero no te dejes engañar: Dostigres es muy inteligente. Y, quizá, la única persona totalmente honesta que he conocido.

—¿Es un cromagnon?

—Aquí las razas no importan, Sarita.

—¿Quién construyó Mansión? ¿El doctor?

—Oh, no. Pétalo no podría crear algo así... Ignoro de dónde ha salido este lugar. Ni siquiera sé si lo que se esconde detrás de él es ciencia o magia. Aunque supongo que, a partir de cierto punto, esa distinción carece de sentido. A veces pienso que se construyó sola, que Mansión es como un ser vivo, que crece y se reproduce. Quién sabe. —Sacudió la cabeza—. En cualquier caso, Pétalo no es más que, por así decirlo, el administrador.

Sara bajó la mirada y meditó unos instantes.

—¿Qué les pasa al doctor y a su hijos? —preguntó—. Quiero decir que, bueno... a veces se comportan de forma rara. Por ejemplo, Yubal dice que algo horrible ocurrió aquí. Y parece siempre tan triste...

—Ay, Sarita. —La cara de Ambrose se ensombreció—. Pregúntaselo a ellos. Pero ten cuidado, puedes hacer mucho daño...

—Ayúdeme, Ambrose —suplicó Sara—; por favor...

El anciano se agitó nervioso y puso cara de mal humor.

—Soy débil con las jovencitas, ésa siempre ha sido mi desgracia. —Cerró los ojos y apoyó el mentón en las manos. Tras una pausa dijo—: De acuerdo. Ven conmigo.

Ambrose se incorporó y tomó de la mano a Sara. Abandonaron en silencio la biblioteca del Congreso y entraron en un ascensor de Pasillo Central. El anciano dijo en voz alta:

—Llévanos a Arcadia.

Un parpadeo de estrellas les condujo frente a una puerta marcada con la inscripción
daleth-kaph-resk
.

Ambrose no dijo en qué lugar ni en qué tiempo se encontraba Arcadia, y Sara tampoco lo preguntó. La puerta de Mansión les había llevado a una pradera rocosa, salpicada de olmos, con un macizo montañoso como telón de fondo. A pocos pasos de ellos el terreno se convertía en una breve colina sobre cuya cima se alzaba un sencillo paralelepípedo de piedra. Cuando se acercaron, Sara descubrió que se trataba de una tumba, en uno de cuyos costados aparecía una inscripción tallada: «Et in Arcadia ego.» La lápida no ostentaba fecha ni epitafio alguno, tan sólo un nombre: Rosa Pétalo.

—Rosa Pétalo fue una mujer muy dulce, y muy bella —murmuró Ambrose—. Betania, su hija, se parece mucho a ella. Pero Rosa era más gentil. Todo el mundo la adoraba.

—¿Quiere decir que ahí está...? —Sara vaciló y señaló la tumba—. ¿Es la mujer del doctor...?

—El cuerpo de Rosa no se encuentra en esa tumba; Dostigres la erigió más bien como una especie de monumento a su memoria. Creo que se inspiró en un cuadro de Poussin... —Ambrose se encogió de hombros—. Pero sí, Rosa Pétalo murió. —¿Aquí? Creí que en Mansión nadie moría. ¿Cómo fue? —No lo sé. —Ambrose se alejó unos pasos de Sara. —¿Es la muerte de su madre lo que atormenta a Yubal? —Ya basta, niña —dijo el anciano, claramente molesto—. Pregúntaselo a ellos, no a mí. —Masculló unas ininteligibles palabras en inglés y con aire malhumorado comenzó a alejarse.

Sara se quedó sola, confusa, envuelta por la melancólica calma de aquel paraje solitario y triste. Rozó con los dedos la áspera frialdad de la lápida y cerró los ojos. Rosa Pétalo, pensó, ¿qué fue de ti?

Encontró al doctor Pétalo en el Invernadero. Sara contempló maravillada la belleza de aquella estructura de hierro y cristal; pero aún mayor fue su asombro cuando el doctor, siempre risueño, comenzó a enseñarle su extraña colección botánica: flores cantoras que atraían insectos imitando sus sonidos; un raro arbusto, de exótica procedencia, cuyas semillas volaban como mariposas; mandragoras alienígenas que, al madurar, se desprendían de sus raíces y caminaban. Hiedra serpenteante, anémonas giratorias, nenúfares blancos que cambiaban de color según el estado de ánimo de quien los mirase...

—¿Dónde se encuentra el Invernadero, doctor? —preguntó Sara, intentando ver a través del cristal cubierto de vaho.

—En la Tierra, querida. Pero en una Tierra del futuro, tres mil millones de años después de tu época. El clima es más frío y todo está cubierto de hielo y nieve, salvo la franja del Ecuador. Nosotros estamos en algún sitio de lo que antes fue África, aunque la forma de los continentes ha cambiado mucho. Me gusta este lugar, es tranquilo y relajante. —Señaló hacia una puerta de cristal—. Si quieres, luego puedes dar un paseo. Hay un camino, y todo parece diferente, trastocado, como un cuadro de Van Gogh.

—¿Todavía hay gente?

—No, querida. Casi toda la vida está en el mar. En la superficie sólo quedan plantas y algunas, muy pocas, especies animales. La Tierra se ha vuelto un planeta moribundo.

—Doctor Pétalo... usted no es médico, ¿verdad?

—¡Cielos, no! —Su risa hizo que algunas plantas se agitaran sorprendidas—. Ni siquiera biólogo, la botánica es sólo un hobby. Obtuve el doctorado en filosofía, por la Universidad de Siena. —Se encogió de hombros—. Ostentar el título de «doctor» es, por una parte, amabilidad de quienes me rodean, y por otra pura vanidad académica.

—Discúlpeme si me entrometo, pero... —Sara vaciló—. Su hijo Yubal parece muy atormentado. ¿Es por la muerte de su madre?

La sonrisa del doctor se congeló. Su mirada se extravió en un mar de confusión. Sus ojos se anegaron de lágrimas y, en silencio, comenzó a llorar, sin cambiar la expresión, con el fantasma de la sonrisa aún bailando en sus labios. Sara se acercó a él y le puso una mano sobre el hombro.

—Yo... lo lamento. Perdóneme, lo siento mucho...

—La valeriana griega tiene hermosas flores azules. Al madurar, las anteras estallan, soltando una nube de polen naranja. —su voz era átona. Con la mirada perdida, la sonrisa muerta y el manantial de sus lágrimas fluyendo silencioso, el doctor siguió hablando, extraviado, sobre botánica.

—¿Desea estar solo? —Sara no sabía qué hacer, ni qué decir. El doctor parecía ignorar su presencia—. Saldré fuera unos minutos...

Sara vaciló un instante, luego se apartó del doctor Pétalo, cruzó la puerta de cristal y salió al exterior.

El sol era de color rojizo, y el cielo rosado, y la hierba violeta. Algunos ¿árboles? salpicaban una llanura desmedida que se perdía en el horizonte. El sendero que surgía del Invernadero conducía impreciso hacia una pequeña elevación rocosa que se alzaba a lo lejos. Sara comenzó a caminar. Le preocupaba la reacción del doctor, pero el paisaje era tan extraño, tan melancólico, que pronto su atención se vio prendida de los insólitos colores, de la quietud extrema, fantasmagórica, de aquel mundo otoñal.

Al aproximarse, Sara comprobó que la formación rocosa podía ser, quizá, las ruinas de un edificio. Pero unas ruinas inconcebiblemente viejas y erosionadas.

Comenzó a rodearlas, y entonces los vio. Eran tres seres pequeños, parecidos a monos sin pelo ni cola, con largas y menudas extremidades. Estaban tumbados sobre el suelo bajo unas matas de flores, inmóviles, quizá dormidos o muertos. Sara se acercó con precaución.

¡Las flores! ¡Eran orquídeas azules, moteadas de naranja, como la flor mágica del doctor...!

Uno de los seres abrió los ojos y clavó en la mujer sus pupilas inmensas. Sara sintió que el corazón le daba un vuelco y retrocedió unos pasos. Los dos seres restantes descorrieron sus párpados y, siempre inmóviles, la miraron con fijeza. Sara rodeó rápidamente las ruinas y corrió hacia la construcción
art nouveau
, tan irreal y extravagante en aquel paisaje surrealista.

Jadeaba al entrar en el Invernadero. El doctor Pétalo estaba manipulando tranquilamente unos macizos de flores, como si nada hubiese ocurrido.

—¿Qué te pasa, niña? Pareces asustada. —Sara le contó su experiencia en las ruinas. El doctor sonrió—. Querida, has tropezado con los pucks; son inofensivos. Viven en simbiosis con ciertas orquídeas. ¿Te fijaste en ellas? Los pucks; les doy ese nombre porque parecen duendes, se tumban debajo y duermen, aportando con su aliento el dióxido de carbono y la humedad que la planta necesita. A cambio, la flor concede a los pucks la extraordinaria capacidad de abandonar su cuerpo, de viajar astralmente. Quién sabe en qué lugar del cosmos se encontraban cuando los despertaste...

—Esas orquídeas... son como la flor de su tarjeta. —Las llamo
Orchis Somniator
, orquídea soñadora. Mira, ven. —El doctor se dirigió a uno de los anaqueles cubiertos de plantas y cogió un pequeño tiesto de terracota en el que crecía una solitaria orquídea azul. Se lo tendió a Sara, advirtiéndole—: No necesita mucha agua, ni particulares cuidados. Comprobarás que no hace tanto efecto en los seres humanos como en los pucks, pero si duermes cerca de ella es muy probable que sueñes con aquello que más desees.

—Gracias, doctor. Es una flor muy hermosa. —Sara contempló la delicada orquídea. Luego miró a Pétalo, buscando en él los rastros de la crisis provocada por la mención de su mujer. Pero el doctor parecía absolutamente normal, de modo que Sara pensó que era mejor dejarlo solo—. Debo irme. Ha sido usted muy amable al enseñarme el Invernadero.

—Ha sido un placer, querida. Vuelve cuando quieras.

Sara comenzó a alejarse, pero luego cambió de idea; se acercó al doctor y, poniéndose de puntillas, le besó en la mejilla.

—Es usted muy bueno, doctor. Le ruego que disculpe mi indiscreción de antes. Perdóneme.

— ¿Perdonarte...? ¿Por qué?

El doctor parecía auténticamente desconcertado. Verdaderamente ignoraba de qué estaba hablando Sara.

Eran más de las nueve de la noche cuando Vázquez bajó al aparcamiento subterráneo del edificio Electrocom. Le irritaba quedarse hasta tan tarde, pero Martín Pereda, el presidente de la compañía, había insistido en verle, y le tuvo esperando casi dos horas y media. ¿Para qué? Para decirle que había que readmitir a Sara Aludel. ¿Por qué? Porque ella tenía algo de gran interés para la empresa.

¿Qué demonios podía tener de importancia Sara Aludel...? Ah, daba igual, Vázquez sabía ser dócil con sus superiores. ¿Readmitir a Sara? Sí, por supuesto.

Ya llegaría su momento y, entonces, sabría lo que hacer con aquella calientabraguetas.

El aparcamiento estaba silencioso y oscuro. Vázquez pulsó el interruptor, pero las luces no se encendieron. Masculló una maldición y caminó hacia su coche bajo el débil resplandor de las lámparas de seguridad.

Estaba a punto de introducir la llave en la cerradura cuando se dio cuenta de que un excremento de pájaro, como una gota de leche petrificada, ensuciaba el techo de su BMW 525i. Profirió un taco y comenzó a arrancar el guano, con cuidado de no rayar la pintura. Entonces vio que alguien salía de las sombras y, cojeando, se aproximaba a él. —¿Señor Vázquez?

Era un hombre muy bajo, de brazos largos y aspecto simiesco. Vestía con elegancia, pero era atrozmente feo.

—¿Qué quiere? —preguntó Vázquez con desconfianza. —Soy un amigo de Sara Aludel —dijo Dostigres, la voz neutra y profunda—. Usted ha estado molestándola. He venido a pedirle, por favor, que deje de hacerlo.

—¿Qué deje de...? Escucha: dile a tu amiga que está empezando a fastidiarme. Y que quien me busca, me encuentra. —Hizo un gesto despectivo—. Y ahora largo, payaso.

—Señor Vázquez —suspiró Dostigres—. Entre en razón, no quisiera verme obligado a hacer uso de la fuerza.

Vázquez le miró con incredulidad. ¿Aquel enano cojo le estaba amenazando? Sonrió feliz: había llegado el momento de amortizar el gimnasio. Adoptó una postura de arte marcial y dijo:

—Mira, gilipollas, soy cinturón negro de karate, así que más vale que te largues corriendo...

Dostigres se movió rápido, muy rápido. Tan veloz como una fiera salvaje. Con una mano sujetó a Vázquez por las solapas y lo levantó del suelo. Con la otra, le abofeteó dos veces, haciéndole perder la conciencia por unos segundos. Luego le sacudió para despertarle y, manteniéndole siempre en vilo, le dijo con voz grave:

—Nunca, jamás... —con la mano libre, Dostigres descargó un puñetazo sobre el capó del coche, provocando una gran abolladura— se le ocurra... —un nuevo puñetazo y el parabrisas se deshizo en pedazos— volver a molestar... —el puño, como una maza, aplastó el techo— a Sara Aludel... —Otro golpe y la portezuela se dobló por la mitad—. Ahora, se lo voy repetir, punto por punto, para dejarlo claro.

Dostigres, sujetando siempre a Vázquez con la mano izquierda, repitió el rítmico ritual destructivo. Cuando acabó, el BMW parecía el resultado de un choque múltiple. Entonces Dostigres acercó la cara de Vázquez a la suya y, casi gruñendo, le dijo:

—Si no me hace caso, si me entero de que usted perturba, aunque sea ligeramente, a Sara Aludel... volveré, le arrancaré el corazón y me lo comeré. Y más vale que me crea, porque no sería la primera vez que hago algo así.

Entonces Dostigres frunció los labios y, mostrando los dientes, rugió.

Fue un bramido inhumano, bestial, la amenaza convertida en grito. Vázquez, paralizado de miedo, notó que sus esfínteres se dilataban y ensuciaba el fondillo de los pantalones. Cuando Dostigres le soltó, cayó al suelo como un títere al que se le cortan las cuerdas.

—Le dejo, señor Vázquez —dijo cortésmente Dostigres—. Espero que este encuentro sea productivo, y que las cosas hayan quedado definitivamente aclaradas. Buenas noches.

Tras una inclinación de cabeza, el secretario del doctor Pétalo, distante como un dios prehistórico, se perdió entre las sombras metálicas del silencioso aparcamiento.

Sara ha vuelto a su piso. Ahora se encuentra tumbada en la cama de su habitación, durmiendo tranquila junto a la orquídea azul y naranja.

Es de noche. La ventana está abierta y un suave viento ondea los visillos blancos. El pálido resplandor eléctrico de la ciudad difumina la escena en tonos violetas. La flor resplandece en la semioscuridad.

Sara se agita. Los ojos, detrás de los párpados cerrados, comienzan a moverse a gran velocidad. Su rostro se ilumina con una dulce sonrisa. Está soñando.

La flor mágica hace que sueñe con Yubal.

Y es el sueño más sensual y húmedo que jamás haya experimentado.

ZAYIN

Martín Pereda, el presidente de Electrocom, guiñó los ojos y parpadeó cuando se encendieron las luces de su despacho. Cogió la tarjeta verdosa y la sopesó con reverencia.

—Sin duda es algo muy... sorprendente. —Se volvió hacía Lucas Delgado—. ¿Está seguro de que no hay nada así en el mercado?

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