El Círculo de Jericó (22 page)

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Authors: César Mallorquí

BOOK: El Círculo de Jericó
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—Mutada, ¿en qué sentido? —pregunté.

—Difícil es decirlo. Algunos virus del cultivo papillomas eran. Otros, retrovirus modificados como vectores genéticos.

Me dolía la cabeza y tenía la boca seca. Me resultaba difícil pensar, pero hice un esfuerzo por ordenar la cabeza.

—Los retrovirus empalmarán su ADN con el mío —señalé—. Crearan oncogenes. Cáncer.

—No, no, no, amigo mío. No VIH. 13-L es nuevo tipo de vector. No modifica ADN, y ningún cáncer produce. De señales ARN se trata. Sólo modifican el ARN. No definitivo. Cuando los virus mueran, el ADN restaurará naturalmente el daño.

La fiebre empezaba a subirme. Tenía la sensación de que alguien martilleaba en mi cabeza.

—¿Un retrovirus que afecta al ARN y no al ADN? ¿Para qué?

—Manipulación de proteínas —Nanda sonreía paternalmente a través del cristal—. Simple experimento parcial. 13-L afecte quizá temporalmente a su nivel de somatostatina. Fácil de corregir. Ahora descanse sin temor. De usted nosotros cuidaremos.

Claro que cuidarían de mí. En aquel momento, yo era de vital importancia para ellos.

Al tercer día la fiebre me provocó temblores convulsivos y poco después comencé a sufrir alucinaciones. Apenas podía moverme y vomitaba constantemente. Cuando llegó la noche perdí el conocimiento. Y así permanecí durante seis días.

Fue como estar encerrado en un sótano oscuro, a veces ardiente, a veces helado, pero siempre lleno de sonidos líquidos. No guardo de aquellos días casi ningún recuerdo, salvo el de una curiosa pesadilla que se repetía obsesivamente: en un negro vacío se iba formando una figura humana, por partes, como si de un cuadro cubista se tratase. Primero un ojo flotando en la nada, luego la nariz, un brazo. Más tarde todo desaparecía para volver a empezar. Era una locura de fragmentos humanos danzantes. Pero eso no era todo. Una terrible ansiedad me sacudía, una sensación punzante de hambre infinita, de deseo insatisfecho, de apetito colosal y primario, casi sexual.

Me desperté un sábado por la tarde, sintiéndome extremadamente débil, pero libre de fiebre y dolor. A mi lado se encontraba uno de aquellos astronautas terrestres. A través del cristal de la escafandra distinguí la sonrisa paternal de Jaw Nanda.

—Bienvenido, amigo mío. Curado está. Como una manzana sano. Ya todo ha pasado.

Aun permanecí quince días más en aislamiento. Los análisis confirmaban que el virus mutante había sido eliminado, pero toda precaución era poca. De alguna manera, aquel período de inacción me vino bien. Fui recuperando fuerzas y moral, leía mucho, veía vídeos y hacía algo de ejercicio. Nanda se ofreció a enseñarme algunas posturas básicas de yoga, y a eso nos dedicábamos todos los días a partir de las seis de la tarde. En cierto modo podían haber sido unas tranquilas vacaciones. De no ser por los sueños.

Todo comenzó al tercer día de mi recuperación. Me había acostado pronto, tras ver una vieja película en el vídeo. Me dormí enseguida, y con igual rapidez acudieron a mí los sueños. Hablo en plural y no debería hacerlo, ya que siempre se trataba de lo mismo. No un sueño normal, surrealista y activo, sino un sueño estático y obsesivo.

En él se me aparecía la imagen de una mujer. Una mujer inmóvil, la imagen fotográfica de una belleza rubia que me contemplaba sonriente. Su nombre era Helena.

Y la amaba.

Pero era un amor frustrante y yo sentía deseo, hambre. Quería ser saciado por ella, pero no lo conseguía. Y el hambre crecía, crecía, crecía...

Al principio no le di importancia, sólo eran sueños.

Pero cuando Helena salió de mis sueños para pasar a ocupar la mayor parte de mis pensamientos conscientes, comencé a preocuparme. Durante los primeros días no eran más que apariciones fugaces que me sorprendían cuando estaba distraído o relajado. Pero al poco tiempo se convirtió en algo permanente. Era como un recuerdo obsesivo: el recuerdo de un amor perdido trasmutado en deseo insatisfecho. Y hambre.

Hambre. No un apetito general e indiscriminado, no. Hambre de algo concreto, pero indefinido. Hambre de Helena. ¿Un intenso deseo antropófago?

No dije nada a nadie. Atribuí mi desequilibrio a los estragos de la intensa fiebre alucinatoria que había sufrido. Pero a medida que pasaba el tiempo y la obsesión crecía comencé a temer seriamente por mi salud mental. Dos días antes del fin de la cuarentena se lo conté todo al amable y atento Jaw Nanda.

—¿La imagen de una mujer le persigue? —Nanda parecía extrañamente excitado, aunque era evidente que luchaba por disimularlo—. ¿Una mujer quizá vieja amiga?

—Nunca la había visto.

—¿Y su nombre conoce?

—Se llama Helena. Pero ignoro cómo lo sé. Es... un recuerdo, como una amante que vuelve a mí. ¡Pero no la conozco de nada! Me estoy volviendo loco, doctor Nanda...

A través del cristal vi que el hindú se daba la vuelta en actitud pensativa.

—¿Algo más le sucede? —preguntó sin volverse.

—Hambre... Constantemente la siento. Creo que es ansiedad. Pero muy intensa. Parece hambre.

Lentamente se volvió hacia mí. Me pareció distinguir la sombra de una sonrisa abandonando su cara, pero cuando me habló lo hizo con total seriedad.

—Usted no preocupar. Tras crisis febril normal es sufrir alteraciones en psiquismo. Algo pasajero, con seguridad. Pero discreción recomiendo. Tanto tiempo encerrado no muy bueno para usted. Y si médicos temen por su estado... Retrasarán salida de cuarentena. Error que evitar debemos. Pienso que conozco compuesto medicinal que aliviará problemas suyos. Mañana pasado se lo daré. Y, recordar debe: discreción. En mí confíe.

Confié en él.

Dos días después salía de mi encierro subterráneo. Los compañeros me dieron una fiesta de bienvenida; todo el mundo parecía estar contento con el final de aquella crisis. Nanda me estrechó entre sus brazos y, llevándome a un rincón, me entregó un frasco de comprimidos.

—Poderoso ansiolítico. Usted tomar deberá tres pastillas al día. Verá como problemas desaparecen —Sonrió paternalmente—. Y, de nuevo, bienvenido al mundo, amigo mío. Bienvenido.

Cogí quince días de vacaciones. Era primavera y podía haber hecho un viaje a alguna playa del Mediterráneo. Pero preferí quedarme en la comodidad de mi apartamento de soltero. El medicamento que me había dado Nanda obró milagros. Seguía recordando a Helena, pero la pulsión había desaparecido casi totalmente. Me engañé creyendo que todo había pasado.

Una noche, mientras veía la televisión, llamaron a mi puerta. Al abrir me encontré con el hirsuto rostro de Martín Seoanes.

—¿Puedo pasar?

Le indiqué con un gesto que entrase. Desde mi enfermedad apenas había visto un par de veces a Martín. Ahora, mientras se sentaba en un sillón y echaba un distraído vistazo al televisor, pude comprobar cuánto había cambiado. Su rostro afable se había convertido en una máscara de preocupación. Había perdido peso y mostraba evidente nerviosismo.

—(?) —me dijo—, ¿recuerdas cuando te hablé del proyecto Maya? —Su vista se perdió en el infinito durante unos instantes—. ¿Sabes que la división de GenCorp en España es la que posee la mayor dotación económica? Casi el doble que cualquier centro de Estados Unidos. Curioso, ¿no? Oh, las razones son sencillas. La legislación española es imprecisa con el tipo de actividades que desarrollamos. ¿Sabes que GenCorp posee casi cuarenta y tres mil patentes sobre organismos mutantes? ¿Y sabes cuántas están comercializadas? Treinta y ocho. Las leyes son muy restrictivas con la ingeniería genética. También en lo referente a la investigación. Hay cientos de controles en Estados Unidos. Pero en España, muy pocos, casi ninguno. Por eso está GenCorp aquí, invirtiendo miles de millones sin que nadie pregunte a qué se dedica ese dinero —Suspiró—. Pero yo sí me lo pregunto. ¿Y sabes qué? No hay respuestas. Oh, sí. Existen cantidad de proyectos subsidiarios, sí. Pero la parte del león se la lleva algo llamado Proyecto Maya. Un proyecto que, oficialmente, ni siquiera existe. ¿Entiendes?

No lo entendía. Pero Martín estaba tan excitado que no quise llevarle la contraria.

—¿Quieres tomar algo? —pregunté, pues no sabía qué decirle.

—El Proyecto Maya —prosiguió sin hacerme caso—. Me encontré con él por casualidad. ¿Sabes cómo? Un memorándum confidencial electrónico entró por error en mi terminal. Era del Gran Jefe, Henry Dacosta, e iba dirigido a Jaw Nanda —Sacó un papel del bolsillo y me lo tendió—. Éste es el texto, léelo.

Era un fragmento de papel de impresora. Lo leí.

«Es imprescindible obtener resultados antes del doce de octubre. Asigno presupuesto suplementario de 40 Mm. Espero que esto baste para resolver los problemas. En cuanto a la fase experimental, podríamos acortar los plazos del Proyecto Maya si obviáramos la experimentación con animales. Elige el sujeto más adecuado e infórmame de los avances.»

Alcé la vista y miré interrogador a Martín. Él me devolvió una intensa mirada. Tuve la impresión de que se encontraba bajo los efectos de alguna droga, quizás anfetaminas.

—Y bien, ¿qué te parece? —dijo con un susurro.

—Que hay un proyecto secreto auspiciado directamente desde la central. ¿Por qué tanta preocupación?

—Oh, por nada... —Su tono era irónico—. ¿Por qué va a inquietarme la idea de que se estén realizando experimentos ilegales con seres humanos? —Hizo una pausa y bajó la vista al suelo. Finalmente añadió—: Y también puede ser una tontería pensar que el ser humano con quien se está experimentando eres tú.

Ahora sí que me había sorprendido.

—Ahí no dice nada de experimentos con seres humanos... —señalé alarmado.

—«Obviar experimentación con animales.» «Elegir el sujeto más adecuado.» ¿Qué más quieres? ¿Pancartas?

—¿Y por qué yo? No se menciona mi nombre...

—Descubrí ese memorándum hace casi tres meses. Al poco tiempo recibimos el presupuesto extraordinario anunciado. Iba destinado a mejoras en el equipamiento informático del Laboratorio 7 y a gastos generales de infraestructura. Me puse a bucear en los programas y bancos de datos relacionados con gastos generales. Y allí lo encontré, un acceso reservado bajo un directorio etiquetado con las iniciales PM. ¿Entiendes? PM, Proyecto Maya. He intentado entrar en ese programa, desgraciadamente en vano. Sin embargo, lo que sí hice fue rastrear todas las conexiones del Directorio PM con otros programas de libre acceso. ¿Y qué he encontrado? Un pequeño directorio, que no debería existir, en el que figuran todos tus datos, amigo mío. Desde tu historial académico hasta un completo informe médico sobre tu estado de salud. Estás en el Proyecto Maya, ¿lo sabías?

Negué con la cabeza. Martín se comportaba de forma extraña. Y ahora empezaba a contagiarme su paranoia.

—Esos datos pueden estar relacionados con mi accidente. Posiblemente fueran necesarios para el tratamiento.

—Estoy seguro. Pero no como tú piensas. Descubrí el programa con tus datos casi dos semanas antes de tu infección —Martín sonrió tristemente—. ¿No te has preguntado sobre las extrañas circunstancias en que se produjo el «accidente»? Un congelador misteriosamente descongelado, la caja con el cultivo activo que se cae al suelo en cuanto abres la puerta... ¿Sabes? Al congelador no le pasaba nada. No fue un problema técnico. Ni un fallo de fluido. El congelador sencillamente estaba desactivado. Y la caja de cultivo se encontraba mal colocada porque alguien lo quiso así. Y tú bajaste a los congeladores porque se pretendía que te expusieras a esos virus mutados. Un cultivo del que no hay constancia en ningún sitio, salvo, quizás, en el Directorio PM.

Me levanté y me aproximé a la ventana. Una lejana tormenta había vestido el aire de ozono y la brisa olía a primavera. El aroma a tierra húmeda acarició mi nariz. Me sentía confuso.

—No sé qué decirte... —dije, sin saber qué decir.

—¿Has notado algo extraño? —Martín se incorporó—. Desde tu cuarentena, quiero decir.

Suspiré. Y luego se lo conté todo. Le hablé de mis sueños, de mi ansiedad. Le hablé de Helena, mi amor inexistente. Y del hambre. Y de las pastillas que me daba Nanda. Martín me escuchó en silencio y, cuando terminé mi relato, permaneció unos minutos pensativo. Luego se levantó y se dirigió a la salida.

—No le encuentro sentido, (?). Pero buscaré la respuesta. No comentes con nadie esta conversación. Estaremos en contacto —Abrió la puerta y antes de cruzar el umbral, añadió—: Cuídate.

¿Saben cuándo decidí matar a Nanda? El día en que vi por primera vez a un niño de la nueva era, a un niño-Nanda.

Era un muchacho de tres años, de ojos azules y cabello rubio. En otras circunstancias hubiese sido muy guapo. Pero no lo era. Sus ojos albergaban un brillo extraviado que nada tenía de infantil. Babeaba y gruñía. Sólo podía pronunciar una palabra: Nanda. Esa era toda su realidad. Y ése era todo su futuro. Aquel niño no era ya humano, era una caricatura siniestra, un boceto del futuro que aguardaba a toda la humanidad.

Pero le vi. Vi cómo sus padres le obligaban a comer (alimento para perros), apaciguándole con una foto de su dios.

Entonces pensé: «Voy a matar a Nanda.»

Pero ¿cómo? Su guardia pretoriana es, literalmente, todo el mundo. No hay persona que no esté dispuesta a dar la vida por su dios. Él vive dentro de un palacio inaccesible, en una isla del Egeo. Ahora no hay barcos ni aviones disponibles. ¿Cómo llegar a él?

¿Cómo se puede matar a un dios?

¿Cómo?

Mis vacaciones concluyeron. Me reintegré a mi trabajo en GenCorp. Nanda seguía proporcionándome las pastillas que me permitían mantener a Helena bajo control. No me hacían olvidarla, claro. Simplemente evitaban que se convirtiese en una obsesión. Pero ella seguía estando presente en mis pensamientos. De hecho, había comenzado a fantasear con su imagen. Me sentaba en el retrete y evocaba su rostro; luego imaginaba sus pechos, la delicadeza de su piel, su sexo cubierto de vello rubio, como un retazo de sol. Y me masturbaba.

No era satisfactorio, por supuesto. Pero mitigaba un tanto la pulsión, el hambre que se agazapaba aletargada en mi interior.

Pasaron los meses. El verano llegó y se fue. El otoño llamó a la puerta. Y todo era irrealmente cotidiano.

De vez en cuando me encontraba con Martín en alguno de los blancos pasillos. Él me sonreía, yo le saludaba. Pero no volvimos a hablar del Proyecto Maya. Hasta que, un buen día, los acontecimientos comenzaron a precipitarse.

Primero fue la noticia de la candidatura. Henry Dacosta, el dueño y señor de GenCorp, se presentó como candidato a la presidencia de Estados Unidos. Algo extraño; nunca Dacosta había participado en ninguna actividad política. Y también sorprendente, porque Dacosta, sin hacer la menor campaña, comenzó a subir en todas las encuestas. Al principio consiguió el uno por ciento de los votos. Luego el cinco. Más tarde el diez, el veinte, el cuarenta, el ochenta por ciento de los votos. Personas que jamás habían votado manifestaron su irrefrenable voluntad de ver a Henry Dacosta en la Casa Blanca.

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