Me disponía a hacerme un corte en la palma cuando recordé la sangre vampírica que corría por mis venas. No creía que una pequeña cantidad pudiera perjudicar a Sam, pero aun así...
Bajé el cristal y meneé la cabeza.
—No —dije—. No quiero hacerlo.
—Vamos —me urgió Sam—. No tengas miedo. Sólo tienes que hacerte un cortecito...
—No —repetí.
—¡Cobarde! —gritó—. ¡Tienes miedo! ¡Gallina! ¡Cobarde! —Y empezó a cantar—: ¡Miedica, miedica!
—Pues sí, soy un miedica —reí. Era más fácil mentir que decir la verdad—. Todo el mundo le tiene miedo a algo. No vi que te murieras de ganas por bañar al hombre-lobo el otro día.
Sam hizo una mueca.
—Eso es diferente.
—A falta de caballos, que troten los asnos —repuse con pedantería.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó.
—No estoy seguro —admití—. Es algo que mi padre solía decir.
Estuvimos bromeando un rato, y luego saltamos al suelo y cruzamos el patio hacia la casa del vigilante. El paso del tiempo había echo que las puertas se pudrieran, y a la mayor parte de las ventanas se les habían caído los cristales. Pasamos por un par de habitaciones pequeñas y luego por una más grande, que debió haber sido el salón.
En medio del suelo había un gran agujero, que evitamos con cuidado.
—Mira arriba —me dijo Sam.
Lo hice, y me encontré mirando directamente al tejado. Los suelos entre aquel piso y los de encima se habían venido abajo con el paso de los años, y todo lo que quedaba de ellos eran unos agujeros de bordes irregulares. Podía ver la luz del Sol brillando a través de un par de agujeros en el tejado.
—Sígueme —dijo Sam, y me condujo hacia una escalera que ascendía por un lado de la habitación. Empezó a subir y yo le seguí despacio, no muy convencido de que hacer aquello fuera muy prudente (a cada paso, las escaleras crujían, y parecía que iban a venirse abajo), pero no quería que me llamaran gallina dos veces en el mismo día.
Nos detuvimos en el tercer piso, donde terminaban las escaleras. Desde allí se podía tocar el techo, y lo hicimos.
—¿Podemos subir al tejado? —pregunté.
—Sí —dijo Sam—, pero es demasiado peligroso. Las tejas están sueltas y podrías resbalarte. De todos modos, hay algo mejor que subir al tejado.
Caminó a lo largo de la pared de la habitación más alta de la casa. El borde saliente medía unos dos pies de ancho, pero mantuve la espalda contra la pared, porque no me apetecía tentar a la suerte.
—Esta parte del suelo no se caerá, ¿verdad? —pregunté con nerviosismo.
—Nunca lo ha hecho —repuso Sam—. Pero siempre hay una primera vez para todo.
—Gracias por tranquilizarme —rezongué.
Sam se detuvo un poco más lejos. Estiré el cuello para poder ver por dónde iba, y me di cuenta de que habíamos llegado a un entramado de vigas. Había unas seis o siete largas tablas de madera extendidas de un lado al otro de la habitación.
—Esto era el ático —explicó Sam.
—Me lo imaginaba —dije.
Miró hacia atrás y esbozó una amplia sonrisa.
—¿Pero puedes imaginar lo próximo que vamos a hacer? —inquirió.
Lo miré fijamente, y luego miré las vigas.
—No querrás decir... No irás a... Vas a cruzarlas, ¿verdad?
—Exacto —dijo, y puso un pie en una viga.
—Sam, no es una buena idea —dije—. Cuando estábamos en las vías te costaba mantener el equilibrio. Si tropiezas aquí...
—No lo haré —dijo—. Allí sólo estaba haciendo el tonto.
Puso el otro pie en la viga de madera y empezó a caminar. Avanzó lentamente, con los brazos extendidos a cada lado. Se me encogió el corazón. Estaba seguro de que se caería. Miré hacia abajo y supe que no sobreviviría a la caída. Había cuatro pisos incluyendo el sótano. Era una gran caída. Una caída mortal.
Pero Sam llegó a salvo hasta el otro lado, donde se dio la vuelta e hizo una reverencia.
—¡Estás loco! —grité.
—No —dijo—, solo valiente. ¿Y
tú
? ¿Te atreves a arriesgarte? Tendría que ser más fácil para ti que para mí.
—¿Qué quieres decir? —inquirí.
—¡Que las gallinas tienen alas! —gritó.
¡Muy bien! ¡Le enseñaría de lo era capaz!
Inspiré profundamente y empecé a cruzar, avanzando más rápido de lo que lo había hecho Sam, haciendo pleno uso de mis habilidades vampíricas. No miré hacia abajo, intenté no pensar en lo que estaba haciendo, y en un par de segundos me encontré al otro lado junto a Sam.
—¡Guau! —Estaba impresionado—. No pensé que lo hicieras. ¡Desde luego, no tan rápido!
—No se viaja con el Cirque sin aprender unos cuantos trucos —dije, complacido conmigo mismo.
—¿Crees que
yo
podría hacerlo tan rápido? —preguntó Sam.
—Yo no lo intentaría —le advertí.
—Apuesto a que no puedes hacerlo otra vez —me retó.
—Tú mira —dije, y volví a cruzar aún más rápido.
Durante unos divertidos minutos estuvimos cruzando las vigas de un lado a otro por turnos. Luego cruzamos al mismo tiempo, sobre distintas vigas, riendo y chillándonos el uno al otro.
Sam se detuvo en medio de su viga y se volvió hacia mí.
—¡Oye! —exclamó—. Juguemos a los espejos.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Yo hago algo y tú me imitas. —Agitó la mano izquierda por encima de su cabeza—. Así.
—Oh —dije, y agité mi mano—. De acuerdo. Mientras no saltes al vacío, porque eso es algo que
no
imitaré.
Se echó a reír, y luego hizo una mueca. Yo también. Después levantó lentamente una pierna. Yo hice lo mismo. Acto seguido se inclinó y se tocó la punta de los pies. Seguí su ejemplo. No podía esperar hasta que fuera mi turno. Haría unas cuantas cosas (como saltar de una viga a otra) que él nunca podría imitar. Por una vez, estaba contento con mi sangre vampírica.
Naturalmente, fue en ese momento cuando me caí.
Fue algo inesperado. Un segundo antes estaba empezando a incorporarme tras tocar las puntas de mis pies, y al siguiente la cabeza me daba vueltas, agitaba los brazos y me temblaban las piernas.
No era la primera vez que me mareaba (me había ocurrido varias veces últimamente), pero nunca con tanta intensidad: solía sentarme y esperar a que se me pasara. Esta vez fue diferente. Debajo de mí había cuatro pisos. No tenía ningún sitio donde sentarme.
Intenté agacharme, pensando que podría aferrarme a la viga y reptar por ella, a salvo. Pero antes de que me hubiera agachado lo suficiente, mis pies resbalaron... ¡y caí!
Aunque mi sangre vampírica fue la causa de que estuviera metido en ese lío, también me salvo la vida.
Mientras caía, levanté un brazo (más por desesperación que por otra cosa) y mi mano se aferró a la viga. Si hubiera sido un chico humano corriente, no habría tenido fuerza suficiente para permanecer allí agarrado. Pero yo no era corriente. Era un semi-vampiro, y pese al mareo, fui capaz de sujetarme fuerte y aguantar.
Me balanceé sobre los cuatro pisos, con los ojos cerrados, colgando de cuatro delgados dedos y un pulgar.
—¡Darren! ¡Aguanta! —gritó Sam. No hacía falta que me lo dijera: sería muy difícil que me soltara.
—¡Ya voy! —dijo Sam—. Estaré ahí tan pronto como pueda. ¡No te sueltes! ¡Y que no te entre el pánico!
Me habló mientras venía hacia mí, tranquilizándome, diciéndome que todo saldría bien, que me rescataría, que tenía que relajarme, que no pasaba nada.
Sus palabras me ayudaron. Me distrajeron de pensar en la caída. De no ser por Sam, estaría muerto.
Le sentí avanzar lentamente sobre la viga. La madera crujió, y por un espantoso momento pensé que el peso la rompería y que ambos nos precipitaríamos vertiginosamente hacia la muerte. Pero aguantó, y él acortó la distancia, arrastrándose sobre su estómago, rápidamente pero con cuidado.
Sam se detuvo al llegar junto a mí.
—Ahora —dijo—, te cogeré por la muñeca. Lo haré despacito. No te muevas mientras lo hago, y no me agarres con la mano libre, ¿vale?
—Vale —dije.
Sentí su mano cerrarse sobre mi muñeca.
—No te sueltes de la viga —dijo.
—No lo haré —prometí.
—No tengo fuerza suficiente para subirte —me explicó—, así que voy a balancearte de un lado a otro. Estira el brazo libre. En cuanto puedas, agárrate a la viga. Si no lo consigues, no te asustes. Yo estaré sujetándote. Si logras agarrarte, quédate así unos segundos dejando que tu cuerpo se relaje. Luego podremos subirte, ¿entendido?
—Entendido, capitán —dije, con una sonrisa nerviosa.
—Allá vamos. Y recuerda: todo va a salir bien, ¿vale? Va a funcionar. Sobrevivirás.
Empezó a balancearme, suavemente al principio, con más fuerza después. Estuve tentado de sujetarme a la viga tras unos cuantos balanceos, pero me obligué a esperar. Cuando pensé que ya me balanceaba lo bastante alto, estiré los dedos, concentrado en la delgada tabla de madera, y me agarré a ella.
¡La tenía!
Al fin pude relajarme un poco, y le concedí un respiro a los músculos del brazo derecho.
—¿Estás listo para subir? —preguntó Sam.
—Sí —dije.
—Te ayudaré a subir hasta la cintura —dijo—. Cuando puedas apoyar el estómago en la viga con seguridad, me apartaré y te dejaré sitio para que puedas subir las piernas.
Sam me cogió por el cuello de la camisa y la chaqueta (por si me resbalaba) y me ayudó a izarme.
Me arañé el pecho y el vientre con la viga, pero el dolor no me importó. De hecho, me alegró: significaba que seguía vivo.
Cuando estuve a salvo, Sam me dejó seguir solo y subí las piernas. Me arrastré tras él, avanzando más despacio de lo necesario. Cuando alcancé el saliente, permanecí agachado y no me levanté hasta que llegamos a las escaleras. Entonces me apoyé contra la pared y solté un largo y estremecido suspiro de alivio.
—¡Guau! —dijo Sam, a mi izquierda—. ¡Qué
divertido
ha sido! ¿Lo hacemos otra vez?
Creo
que estaba bromeando.
Más tarde, tras haber bajado a trompicones por las escalera (aún no había recuperado mi sentido del equilibrio, pero estaba mejor), volvimos a los vagones y descansamos a la sombra en uno de ellos.
—Me has salvado la vida —dije con voz queda.
—No ha sido nada —repuso Sam—. Tú habrías hecho lo mismo por mí.
—Probablemente —dije—. Pero no fui yo el que vino a ayudar, ni usó la cabeza ni mantuvo la calma. Me has salvado, Sam. Te debo la vida.
—Quédatela —rió—. ¿Qué haría
yo
con ella?
—Hablo en serio, Sam. Te debo una. Cualquier cosa que quieras o que necesites, pídemela y haré lo que sea para conseguírtela.
—¿De veras?
—Palabra de honor —juré.
—Hay
una
cosa —dijo.
—Dila.
—Quiero unirme al Cirque Du Freak.
—Saaaaaaam... —gemí.
—Me has preguntado qué quería y te lo estoy diciendo —replicó.
—Es que eso no es tan fácil —protesté.
—Sí que lo es —dijo—. Puedes ir a ver al dueño y hablarle bien de mí. Vamos, Darren, ¿hablabas en serio o no?
—De acuerdo —suspiré—. Hablaré con Mr. Tall.
—¿Cuándo?
—Hoy —le prometí—. En cuanto regrese.
—¡Estupendo! —Sam trató de abrazarme.
—Pero si dice que no —le advertí—, se acabó, ¿de acuerdo? Haré lo que pueda, pero si Mr. Tall dice que no,
es
que no.
—Claro —dijo Sam—. Por mí, de acuerdo.
—Tal vez haya trabajo para mí también —dijo alguien a mi espalda.
Me volví rápidamente, y allí estaba R.V., esbozando una extraña sonrisa.
—No deberías acercarte a la gente con tanto sigilo —le dije secamente—. Me has asustado.
—Lo siento, tío —se disculpó R.V., pero no parecía muy arrepentido.
—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió Sam.
—Buscaba a Darren —dijo R.V.—. No había tenido la oportunidad de darle las gracias por la entrada.
—Está bien —dije—. Siento no haber ido a verte cuando acabó la función, pero tenía cosas que hacer.
—Claro —dijo R.V., sentándose a mi lado—. Lo comprendo. En un espectáculo tan grande debe haber muchas cosas que hacer, ¿eh? Apuesto a que te tienen bastante ocupado, ¿verdad, tío?
—Exacto —dije.
R.V. esbozó una amplia sonrisa, y nos miró fijamente. Había algo en la forma en que sonreía que me intranquilizó. No era una sonrisa agradable.
—Dime —dijo R.V. —, ¿cómo le va al hombre-lobo?
—Bien —repuse.
—Está encerrado todo el tiempo, ¿verdad? —inquirió R.V.
—No —respondí, recordando la advertencia de Evra.
—¿No lo está? —R.V. fingió sorpresa—. ¿Una bestia feroz como esa, salvaje y peligrosa, no está encerrada?
—En realidad no es peligroso —le aseguré—. Es una actuación. En realidad es muy manso. —Vi como Sam se quedaba mirándome. Él sabía lo fiero que era el hombre-lobo y no comprendía por qué estaba mintiendo.
—Dime, tío, ¿qué come un bicho así? —preguntó R.V.
—Bistecs, chuletas de cerdo, salchichas... —Me obligué a sonreír—. Lo típico, todo comprado en tiendas.
—¿De veras? ¿Y qué pasó con la cabra que mordió la araña? ¿Quién se la comió?
—No lo sé.
—Evra dijo que le comprasteis la cabra a un granjero de la zona. ¿Os costó mucho?
—La verdad es que no —dije—. Estaba muy enferma, así que...
Me detuve en seco. Evra le había dicho a R.V. que le habíamos comprado la cabra a un
carnicero
, no a un granjero.
—He estado realizando una pequeña investigación, tío —dijo R.V. con voz suave—. Mientras los de mi campamento se preparaban para marcharnos, pero yo he estado paseando por ahí, contando ovejas y vacas, haciendo preguntas, cavando en busca de huesos...
“Han estado desapareciendo animales —continuó R.V. —. Los granjeros apenas se dan cuenta (no les preocupa si una o dos cabezas desaparecen en extrañas circunstancias), pero a mí me intriga. ¿Quién crees que puede habérselos llevado, tío?
No respondí.
—Otra cosa —dije—. Estaba paseando por el río donde estáis acampados, ¿y sabes qué encontré corriente abajo? Un montón de huesecillos y jirones de piel y carne. ¿De dónde crees que habrán salido, Darren?
—No lo sé —repuse, levantándome—. Ahora tengo que irme. Me necesitan en el Cirque. Hay trabajo que hacer.
—No quiero entretenerte —dijo R.V. con una sonrisa.