El Cid (8 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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—Sin nuevas tierras, Castilla está perdida. El reino que he recibido de mi padre necesita expandirse hacia el sur, hacia el este, hacia cualquier parte. Encerrados entre los musulmanes al sur, los navarros al este y los leoneses al oeste, o tomamos la iniciativa o pronto seremos una simple región de cualquiera de ellos.

—Navarra y León son fuertes, majestad, tal vez Zaragoza…

—Sí, Zaragoza. Su rey es vasallo nuestro; no obstante la conquista de Zaragoza supondría cortar la posibilidad de expansión hacia el sur de navarros y aragoneses. Pero no puedo conquistar Zaragoza y dejar a nuestras espaldas a la Rioja en manos de los navarros. Mantener bajo nuestro dominio a Zaragoza sin poseer antes la Rioja sería imposible.

—El rey de Pamplona es vuestro primo —alegó entonces Rodrigo.

—Y los de León y Galicia mis hermanos, y no por ello dejo de pensar en ganar sus reinos.

Nada parecía capaz de detener a don Sancho, que durante el verano realizó algunas escaramuzas por la frontera con Navarra, lo que provocó un profundo malestar en el rey de Pamplona. Rodrigo, entre tanto, no dejaba un solo día de ejercitarse en el combate. En una era, al lado de su casa de Vivar, ordenó construir un palenque en el que todas las mañanas practicaba el manejo de la lanza, la espada y el arco. Yo lo observaba sentado en un poyete de piedra; me gustaba admirar el dominio que ejercía sobre su caballo, la velocidad que imprimía a la jabalina en el lanzamiento, la precisión que demostraba en el tiro con arco y la contundencia con que golpeaba el muñeco de borra y paja con la maza, el hacha de combate o la espada.

Un día, después de haber realizado varias cargas de caballería contra el muñeco, se acercó sudoroso hasta mí, me entregó una espada y exclamó:

—Adelante, ¡en guardia!

—¡Pero qué decís, señor! Yo jamás he empuñado una espada.

—Vamos, eres hijo de un infanzón. Tu padre ha derramado mucha sangre en la defensa de Castilla, no me digas que no hay una sola gota de ella en tus venas. ¡En guardia! —insistió.

Yo me coloqué en la mejor postura que pude, tal y como estaba acostumbrado a ver a los caballeros en el combate y en los ejercicios militares, pero aun así, mi posición para la pelea debió de ser realmente ridícula, porque Rodrigo estalló en una sonora carcajada.

Sin darme siquiera cuenta de cómo lo hizo, me desarmó al primer golpe.

—Si esto hubiera ocurrido en el campo de batalla, ya estarías muerto. Te traje conmigo como contable, pero también como escudero, ya es tiempo de que comiences a serlo.

—Señor, os repito que jamás he manejado un arma.

—No importa. Eres joven y fuerte, aprenderás pronto.

Durante varias semanas me ejercité con Rodrigo en el uso de la lanza, la espada y el tiro con arco; la maza y el hacha de combate eran todavía demasiado pesadas para mí. Todas las noches, cuando me retiraba a descansar a mi catre, sentía los músculos doloridos y fuertes calambres en las piernas y en los brazos. Al principio, pese al cansancio, me costaba dormir, pero a los pocos días logré conciliar el sueño de inmediato.

Compartía mi formación como soldado con la administración de las rentas de mi señor Rodrigo, cada vez mayores gracias a las nuevas donaciones que le entregó don Sancho.

—Un noble no es nada sin tierras, y tampoco lo es sin un séquito de caballeros a su servicio. Tú podrías ser uno de mis caballeros —me dijo un día mientras descansábamos junto a una fuente refrescándonos tras una agotadora jornada de caza.

—Es muy costoso mantener a un caballero —repliqué.

—Sí, muy costoso. Hace unos días me pidieron quinientos meticales de plata por un caballo y otro tanto por una silla repujada de plata. ¡Con mil meticales podrían comprarse cien bueyes!

—Con lo que me pagáis por mis servicios, necesitaría doscientos cincuenta años para poder comprar un caballo, y otros tantos para adquirir la silla.

—Eres muy listo, Diego, muy listo. Tal vez podría prestarte un caballo.

—¿Habéis oído alguna vez que un caballero monte un caballo prestado?

Rodrigo rió de buena gana, comió un buen pedazo de queso y saboreó un largo trago de vino de la bota.

—Regresemos a Vivar, el cielo amenaza tormenta —concluyó.

La mañana era luminosa y cálida. El viento del sur mecía los trigos, que amarilleaban como anunciando que estaban listos para la siega.

En lo alto de los páramos los azores rasgaban el aire con sus vuelos rasantes a la caza de conejos y ratones y de las colinas del norte llegaba un aroma dulzón a retama seca, tomillo y espliego.

Rodrigo estaba pasando unos días en Celada, una pequeña aldea muy cerca de Vivar. Me había dicho que trataba de poner en orden ciertos asuntos sobre una herencia en esa aldea, pero cuando le dije que lo acompañaría, me lo prohibió; primero de manera tibia, pero tajantemente en cuanto insistí. No entendí por qué no quería que lo acompañara, tratándose de una cuestión de herencias, pero enseguida lo comprendí cuando corrieron rumores de que el señor de Vivar visitaba la casa de una joven viuda de esa aldea.

Que yo sepa, Rodrigo no había tenido hasta entonces ninguna relación amorosa. Como la mayoría de los jóvenes nobles, había mantenido esporádicas aventuras y furtivos encuentros con campesinas y con sirvientas, pero nada parecido al amor. A su edad, algunos jóvenes ya estaban casados. Cierto que a mí me habían educado para permanecer célibe, recluido tras los muros de piedra del monasterio, con mi vida consagrada a Dios y a la oración, y bien seguro estoy de que si no hubiera aparecido Rodrigo aquella mañana de hace ya tantos años para sacarme de Cardeña, yo jamás hubiera conocido la placentera sensación del contacto con la suave piel de una mujer y el excelso gozo que sólo el amor puede ofrecer.

Como he dicho, la mañana era cálida cuando un heraldo de don Sancho se presentó ante el portón de la casa del señor de Vivar.

—¿Está don Rodrigo? —me preguntó después de identificarse.

—Hace varios días que falta; se encuentra en Celada resolviendo unos asuntos —respondí.

—El rey don Sancho lo reclama con urgencia. Aquí está la carta.

—Yo se la entregaré, soy su escudero.

—Hazlo pronto.

El jinete espoleó a su caballo y partió hacia Burgos dejando tras de sí una fina estela de polvo amarillo.

Ensillé mi mula y sin perder un instante partí hacia Celada, que dista poco más de un paseo desde Vivar. En cuanto llegué a la aldea pregunté por Rodrigo. Una campesina que hilaba a la sombra de unas tapias me señaló con una irónica sonrisa una gran casona al fondo de una era. Llamé a la puerta y me atendió una muchachita de trece o catorce años. Me dijo que la señora había salido con Rodrigo para dar un paseo a caballo por el soto, me indicó la dirección y partí hacia allí.

A lo lejos pude ver a dos figuras que caminaban al lado de sus caballos por una vereda salpicada de arbustos. Aticé a mi mula y al trote los alcancé enseguida. Eran mi señor Rodrigo y una distinguida dama, varios años mayor que el señor de Vivar pero de una gran belleza todavía.

—¡Diego! Te ordené que no vinieras —me dijo entre sorprendido y turbado.

—Perdonad, señor, que os haya desobedecido, pero esta misma mañana ha llegado a Vivar un heraldo del rey don Sancho con esta misiva —le alargué el pergamino a la vez que descendía de la mula—; ha dicho que os la entregara de inmediato, pues es muy urgente.

Hablé con todo el énfasis que pude, sobre todo cuando cité el nombre del rey, pues quería que aquella dama se enterara, como si no lo supiera, que Rodrigo era un importante caballero del que el mismísimo don Sancho requería su ayuda.

—Este es Diego, mi escudero. Diego: doña Inés de Castro —me la presentó.

—Señora —la saludé con una reverencia, imitando las que había visto hacer a algunos caballeros ante las damas de la corte.

Rodrigo rompió el sello real de cera y leyó el pergamino.

—Tengo que marcharme. Don Sancho me reclama a su lado.

Doña Inés me miró como si yo fuera el mismísimo diablo.

—¿No puedes quedarte algunos días más? —le preguntó la dama.

—El rey me pide que vaya con él a la Rioja; tiene unos asuntos pendientes con el soberano de Pamplona. Volveré en cuanto pueda —aseguró Rodrigo.

Recogimos algunas cosas que mi señor tenía en casa de doña Inés y partimos hacia Vivar. Cuando nos alejamos de Celada, yo sobre mi mula y Rodrigo sobre su caballo, sentí en mi nuca como si dos rayos invisibles se clavaran en ella. No me volví a comprobarlo, pero no tuve ninguna duda de que eran los ojos de doña Inés que me miraban desde lejos cual dos agujas de hielo.

Durante el camino de regreso a Vivar, Rodrigo no pronunció una sola palabra, pero al llegar ante el portón de su casa, antes de que los criados salieran a recoger el caballo, me miró fijamente y me dijo:

—Tal vez ni siquiera una gran victoria en el campo de batalla sea capaz de superar el placer que se siente al lado de una hermosa mujer.

Y entonces no me cupo ninguna duda de que el señor de Vivar estaba enamorado.

Don Sancho requirió la ayuda de Rodrigo para una campaña de reconocimiento que había previsto realizar por tierras de la Rioja, entre la sierra de la Demanda y Nájera. Hacía tiempo, desde el reinado de don Fernando, que los castellanos ansiaban dominar las feraces huertas de la Rioja, una comarca navarra fértil y próspera, regada por el gran río Ebro, que además era la llave del camino de los peregrinos y de la ruta hacia Zaragoza.

—Castilla necesita la Rioja. Estoy dispuesto a librar una guerra contra mi primo el rey de Pamplona por ganar esa región. La necesito para mis planes de hacer de Castilla el más poderoso de todos los reinos —le dijo don Sancho a Rodrigo cuando le explicó la causa de su llamada.

—Los navarros son fuertes y su rey luchará a muerte por la Rioja —alegó Rodrigo.

—Ya lo sé, pero creo que podemos vencerlo.

—¿Habéis calculado que vuestro también primo, el rey don Sancho de Aragón, puede acudir en ayuda del navarro? —inquirió Rodrigo.

—Todavía mejor si se da el caso; ése puede ser el camino para recuperar la herencia de mi abuelo Sancho el Mayor.

Don Sancho encomendó de nuevo a Rodrigo la custodia del estandarte real, pero tampoco en esta ocasión firmó un diploma nombrándolo armígero. Era demasiado pronto, le dijo. Hasta entonces, el portaestandarte del rey de Castilla había sido un noble de alta condición, un conde o cuando menos un magnate, y don Sancho tenía que asentar su dominio sobre la alta nobleza del reino antes de atreverse a nombrar a un infanzón para tan relevante puesto, que en la práctica suponía la jefatura efectiva del ejército real.

La excusa que presentó don Sancho para irrumpir con una mesnada en la Rioja fue la reclamación de la aldea de Pazuengos, al pie de la sierra de San Lorenzo, cerca del monasterio de San Millán de la Cogolla, el más importante centro monacal de la región y el principal foco que los monarcas castellanos habían utilizado para ejercer allí su influencia. Don Sancho estaba dispuesto a librar una batalla para lograr el dominio de Pazuengos, que sería la primera piedra del plan para dominar toda la Rioja, pero el rey de Pamplona solicitó que fueran los propios monjes de la Cogolla quienes mediaran en el conflicto.

Reunidos ambos reyes en el cenobio de San Millán, se revisaron viejos tratados, decenas de documentos y numerosas cartas, y se repasó una y otra vez el testamento de Sancho el Mayor, pero no hubo manera de alcanzar un acuerdo entre el castellano y el navarro: ambos sostenían que Pazuengos les pertenecía.

—Que lo decida Dios dijo al fin don Sancho.

—Esa costumbre nos parece bárbara —alegó el abad de San Millán.

—Está en el derecho y en las costumbres. Cuando dos partes no logran establecer un acuerdo, hay que recurrir al juicio de Dios —sentenció don Sancho.

—Las ordalías no son juicios de Dios, sino del diablo —alegó el abad.

—¿Tú piensas lo mismo, primo? —preguntó don Sancho al rey de Pamplona.

—Prefiero un buen acuerdo, pero si no queda otro remedio…

—En ese caso, sea. Si os parece bien, cada uno de nosotros nombrará a un caballero para defender en el campo del honor sus derechos; quien resulte vencedor en la lidia, ganará Pazuengos.

—La ordalía para dentro de dos semanas, en Pazuengos —asentó el rey de Navarra.

—Allí os veré, primo —aseguró don Sancho.

—Tú, Rodrigo, serás el lidiador por Castilla.

El rey don Sancho le comunicó al señor de Vivar su decisión al comienzo de una reunión con varios de sus caballeros en el campamento real que se acababa de instalar en Pazuengos, donde unos carpinteros estaban levantando el palenque en el que se iba a celebrar el combate.

—Es un gran honor, majestad, procuraré no defraudaros.

La apuesta de don Sancho era arriesgada. Rodrigo era joven y nadie lo consideraba como el mejor paladín de Castilla, pero el rey sabía que la única manera de que su amigo Rodrigo alcanzara un alto puesto en la corte sin que nadie lo rechazara por la modestia de su linaje era mediante triunfos en el campo de batalla. Aquélla era una oportunidad extraordinaria para lograrlo; si Rodrigo vencía en Pazuengos y conseguía esta villa para Castilla, su prestigio crecería de tal modo que nadie podría negarle un lugar entre la alta nobleza del reino.

La mañana estaba en calma, ni una sola ráfaga de viento agitaba los pendones que castellanos y navarros habían colocado la tarde anterior a ambos lados del palenque. Los carpinteros llegados de Nájera habían levantado dos tribunas, una a cada lado, para ubicar allí a los reyes y a sus invitados. Una valla delimitaba el campo de la lid y dos altos postes señalaban el lugar donde debían situarse los dos campeones, el navarro y el castellano.

Rodrigo había pasado buena parte de la noche velando las armas. Yo estuve todo el tiempo a su lado, ocupado en que el más mínimo detalle estuviera listo para el gran momento.

El sol lucía en lo más alto cuando el juez de Nájera se adelantó hasta el centro del palenque. Las dos tribunas estaban llenas de nobles que escoltaban a sus reyes, y alrededor de la valla que delimitaba el palenque se amontonaban gentes llegadas de todas las partes de la Rioja, y aun de Castilla y de Navarra.

Desde el centro del campo de la lidia, el juez hizo sendas reverencias, primero al rey de Pamplona y después al de Castilla, y en voz alta dijo:

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