El Cid (7 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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—Le he pedido a mi padre que te permita asistir a futuras reuniones de la curia, como ya hiciste en León. Es un alto honor para un infanzón, pero creo que lo mereces por tus servicios a la corona. No obstante, me ha dicho que todavía es pronto; recela de la nobleza del reino, sobre todo de los magnates leoneses y gallegos, que siguen sin digerir que sea un castellano quien reine sobre ellos. Creo que echan de menos aquella época en que León era un reino y Castilla un simple condado sometido a su rey, aquellos tiempos en los que aspiraban a ser un imperio y a ver convertido a su monarca en emperador de todos los reinos cristianos de España —oí que le decía don Sancho a Rodrigo en una visita que realizamos a Burgos varias semanas después de la campaña de Coimbra.

—No quiero que os enemistéis con nadie por mí, y menos con vuestro padre —le dijo Rodrigo.

—Eres mi amigo, y además lo mereces por tu valor y por tu lealtad. Si queremos que Castilla sea grande y siga creciendo, necesitamos jóvenes como tú, capaces de luchar por la Corona, y no a esos magnates petulantes que no hacen otra cosa que cacarear la nobleza de su estirpe y reclamar los privilegios de su condición.

Capítulo
IV

P
asamos el invierno en Vivar, recuperándonos de la dura campaña de Coimbra. Mediada la primavera de 1065 y con la llegada del buen tiempo, el rey don Fernando pareció adquirir nuevos bríos. En Burgos, sobre un gran mapa de toda la Península, planeaba su siguiente conquista.

—En el extremo opuesto a Coimbra, a orillas del mar Mediterráneo, hay una gran ciudad, Valencia; éste es nuestro próximo objetivo —dijo el rey señalando la posición de esa ciudad en el mapa.

Y así aconteció. De nuevo fue convocada una curia, ahora en Burgos. Corrían los primeros días del mes de agosto de 1065 y en los campos de Vivar se segaba la cosecha de cereales.

Poco antes de partir, don Fernando consiguió recuperar dos pequeños castillos que habían caído en manos del rey navarro, los de Luna y Cillorigo, que, aunque tenían muy poco valor, entregó en feudo a Rodrigo.

Salimos hacia Valencia a mediados de octubre, justo cuando acababa la vendimia. Casi todos los caballeros que habían comprometido su asistencia a la hueste hicieron testamento; muchos de ellos dejaban sus bienes, en caso de que la muerte los alcanzara en la campaña, a los principales monasterios del reino, como Arlanza y Cardeña, que gracias a estas dádivas estaban atesorando riquezas extraordinarias. Mi señor Rodrigo, pese a su juventud, fue uno de los testigos más requeridos para confirmar algunos de esos testamentos.

Hasta llegar a Valencia recorrimos unos caminos que volveríamos a trazar tiempo después y aunque en ese momento ni siquiera lo pudiéramos imaginar, aquel primer viaje nos sirvió para conocer esas tierras del este, lo que mucho nos valió años más tarde.

No fue difícil llegar a Valencia. Atravesamos las tierras de nuestro aliado el rey al-Muqtádir, que acababa de recobrar Barbastro, y nos apostamos ante los muros de Valencia. Allí fue donde mi señor Rodrigo se enteró, por boca de don Sancho, de que el rey de Toledo, el hábil al-Mamún, le había ofrecido repartirse el reino de Valencia. Nada extraño hasta aquí, pues los reyezuelos musulmanes no cesaban de atacarse unos a otros, y así se debilitaban y permitían que los cristianos fuéramos cada vez más fuertes; lo raro de toda aquella situación es que, poco antes de enviar una embajada a don Fernando para atacar Valencia, el rey de Toledo había entregado a una de sus hijas como esposa a su joven rey.

—No lo entiendo —oí decir a Rodrigo.

—Yo tampoco, mi buen amigo, pero la política es así. A veces es mejor no entender nada y ocuparse tan sólo del interés del reino.

Don Sancho y Rodrigo conversaban en la tienda del príncipe de Castilla, sentados en sillas de tijera y con sendas copas de vino en sus manos.

—Creo que para eso se esfuerza vuestro padre el rey y por eso estamos aquí ante los muros de Valencia —dijo Rodrigo.

—Mi padre siempre ha tenido presente el interés del reino, pero… —don Sancho dudó un instante—, no debería haberlo dividido entre sus hijos.

—Vos habéis estudiado leyes, como también lo hice yo en la escuela palatina que vuestro padre fundó en Burgos, y sabéis que tiene derecho a ello.

—Sí, sí, tiene derecho, pero eso no quiere decir que esa decisión sea la mejor para León y Castilla, para la cristiandad hispana. La división no acarrea sino debilidad, y en estos momentos necesitamos ser fuertes. Fíjate, Rodrigo, en los sarracenos: hace cincuenta o sesenta años eran los más poderosos, dueños y señores de casi toda esta tierra, sus ejércitos la recorrían impunes y ninguno de los monarcas cristianos osaba oponérseles. Tú mismo has leído en nuestras crónicas cómo fueron capaces de saquear el santuario del apóstol Santiago, en Compostela, y de destruirlo; sus campanas todavía siguen en Córdoba iluminando como lámparas su gran mezquita. Y ahora, ¿qué son ahora? Están divididos en pequeñas taifas, enfrentados unos contra otros, maquinando de qué manera destruir al contrario aunque sea a costa del reino propio.

—Todavía siguen siendo poderosos. Vos mismo, Sancho, habéis podido ver al ejército de al-Muqtádir pelear en Graus, y este mismo verano ha derrotado a los cristianos venidos de Francia en Barbastro. Siguen siendo un enemigo temible.

—No, Rodrigo, lo es tan sólo al-Muqtádir, y lo es porque piensa como yo. A él le ocurrió lo mismo que me sucederá a mí a la muerte de mi padre, recibió una parte del reino, que su padre repartió entre sus hijos, y ha tenido que luchar, y lo sigue haciendo, para restituirlo en su integridad. Por eso es fuerte, porque lucha para reunir lo que otros dividieron.

—Creo que la decisión de su majestad don Fernando es irrevocable.

—En verdad que lo es —replicó con seguridad—. Mi padre no rectifica nunca en asuntos tan importantes como éste, pero…

En ese momento se presentó ante la entrada de la tienda, donde yo permanecía sentado conversando con el escudero de don Sancho cerca de los dos guardias que la protegían, un heraldo de don Fernando.

—Traigo un mensaje urgente para su alteza el príncipe Sancho —exclamó con voz firme.

—Dámelo, yo mismo se lo haré llegar —dijo el escudero del primogénito.

—Debo comunicárselo en persona: el mensaje es del rey.

—Aguarda un instante.

El escudero del príncipe se acercó hasta don Sancho e interrumpió la conversación que mantenía con Rodrigo.

—Hazlo pasar —le dijo su alteza.

—Mi señor, traigo un mensaje de su majestad para vos. Debo comunicároslo en persona.

Rodrigo hizo mención de salir de la tienda, pero don Sancho le indicó que se quedara.

—Bien, habla. —El heraldo miró a Rodrigo receloso—. El señor de Vivar tiene mi permiso para escuchar lo que hayas de decir.

—Vuestro padre el rey tiene fiebre alta y sufre convulsiones; ordena que vayáis inmediatamente a su presencia.

El rey estaba muy enfermo. Su edad, tenía más de sesenta años, y tantos esfuerzos, habían acabado por minar definitivamente su salud.

Aquella campaña había servido para que al-Mamún de Toledo ganara algunas plazas a su yerno, pero León y Castilla sólo obtuvieron la enfermedad de su rey. Levantamos el asedio y el campamento frente a Valencia portando el cuerpo moribundo de don Fernando camino de León. Volvimos sobre nuestros pasos y caminamos hasta la ciudad llamada imperial, donde arribamos poco antes de Navidad. El rey había ordenado el regreso a toda prisa, pues no quería morir lejos de su reino.

La reina doña Sancha, una mujer de recia personalidad, muy influyente en todas las decisiones que adoptaba su esposo, estaba esperándolo unas cuantas millas antes de la ciudad. Don Fernando iba sobre unas angarillas portadas a hombros por seis soldados. Durante todo el camino de regreso sufrió alta fiebre, que las sangrías de su médico no pudieron evitar, y apenas logró retener en el estómago nada de cuanto comía, pues inmediatamente vomitaba. Cuando pude verlo de cerca, ya en León, en el momento en que lo bajaban de las angarillas para introducirlo en su palacio, me dio la impresión de estar en presencia de un espectro. Había perdido la robustez que como buen navarro le caracterizaba, su denso pelo cano no era sino un puñado de pelluzgones grasientos y su piel, de un color gris amarillento, estaba pegada a los huesos como si de un pergamino arrugado se tratara.

Pero su fuerza interior seguía intacta. El día de Nochebuena acudió a rezar ante las reliquias de san Isidoro, en la iglesia homónima que había mandado edificar para guardar el cuerpo del santo, y al día siguiente asistió en la basílica a los maitines y a la misa de Navidad. Era consciente de que apenas le quedaban un par de días de vida, por lo que se preparó para la muerte, despojándose de su manto real y de su corona de pedrería, y vistiendo una humilde túnica. El día 26 de diciembre pidió que lo llevaran de nuevo ante el altar de san Isidoro, donde, empapado en el frío sudor de la fiebre y renqueante a causa de su extrema debilidad, todavía tuvo arrestos para penar sus pecados. Pude verlo, desde una de las naves laterales, tumbado boca abajo ante el altar, penitente sobre las frías y húmedas losas, con la cabeza descubierta, con sus mechones hirsutos tiznados de ceniza y con un cilicio que le atormentaba las menguadas carnes de su ya sufrido cuerpo enfermo. Había ordenado que lo dejaran purgando todos los pecados que en vida había cometido, arrepintiéndose de cada una de sus faltas. En un par de ocasiones intentaron levantarlo, pero el rey lo impidió con sus últimas energías; a la tercera, no pudo siquiera replicar. Por orden de la reina doña Sancha, dos criados lo cubrieron con una manta y lo llevaron en brazos de regreso a palacio.

Tres días más tarde moría don Fernando, rey de León y de Castilla, hijo del gran Sancho el Mayor. La catedral de León se había preparado para la gran curia en la que los tres hijos del rey don Fernando iban a recibir sus reinos. La reina doña Sancha, vestida de riguroso luto, con el rostro cubierto por un velo de gasa negra, estaba junto a sus dos hijas, sentada en un sitial al lado del altar donde sus tres hijos varones iban a recibir las tres coronas.

El notario real se adelantó unos pasos, hizo una reverencia hacia doña Sancha y comenzó a leer el testamento de don Fernando: «Nos, Fernando, hijo del rey Sancho, rey de León, de Castilla…»

Rodrigo formaba en la segunda fila de los nobles castellanos. Apenas frisaba los veinte años y ya era uno de los caballeros más afamados de la corte. Contemplaba la escena con atención; sus agudos ojos castaños recorrían una y otra vez el elenco de personajes que se agolpaban bajo las bóvedas de piedra de la catedral. Allí estaban los taimados y poderosos magnates leoneses, dueños de enormes extensiones de tierras de pan y vino, señores de castillos y villas; los montaraces barones cántabros y astures, embutidos en sus capas de pieles de oso y de lobo, orgullosos por haber sido los primeros en levantarse contra el islam; los inquietos y enigmáticos condes gallegos, llegados de sus brumosas montañas del noroeste; y los aguerridos y firmes caballeros castellanos, siempre fieles defensores de su rey y de sus libertades.

Cuando el notario acabó la lectura del testamento, tres nuevos reyes fueron ungidos por el obispo de León: Sancho, rey de Castilla, Alfonso, rey de León y García, rey de Galicia. Se cumplía así el testamento de don Fernando que su esposa doña Sancha había jurado salvaguardar.

El rey de Castilla dejó León camino de Burgos, acompañado por todo su séquito. Al cruzar el río Pisuerga se volvió hacia Rodrigo y le dijo:

—Ayer, este río regaba un mismo reino, hoy separa dos.

Rodrigo no hizo ningún comentario, aunque sólo con mirar los ojos de don Sancho supo que el rey jamás se resignaría a aceptar el testamento de su padre. Pero de momento había mucho que hacer, había que gobernar un Estado.

A diferencia de León, donde unas cuantas familias de condes y magnates controlan el reino, Castilla es tierra de infanzones, la pequeña nobleza que alcanzó esa condición debido a servicios militares prestados durante siglos de luchas fronterizas contra el islam. Aquí son pocos los que pueden apelar a una noble estirpe para exigir derechos y privilegios nobiliarios; en Castilla, el honor y la honra se consiguen en el campo de batalla, y no en la cuna.

Don Sancho creía en los mismos ideales que sus vasallos castellanos. Fuerte y ambicioso, no dudó en rodearse de fieles y valerosos caballeros; eligió para formar su corte a los más válidos, a diferencia de sus hermanos Alfonso y García, que configuraron sus respectivas cortes con los personajes más influyentes de sus dos reinos.

En una curia celebrada en Burgos, Rodrigo fue designado portaestandarte real de Castilla, un honor que jamás hasta entonces había ostentado ningún infanzón, aunque el rey no consignó el nombramiento en un diploma para evitar que los condes se sintieran desplazados por un noble de inferior rango.

Don Sancho apenas podía disimular sus deseos de unificar de nuevo las tres coronas en una sola. La Castilla que había heredado de su padre era demasiado poco para él, que aspiraba a convertirse algún día en el único monarca de la cristiandad hispana. Recluido con su amigo Rodrigo y otros nobles de su plena confianza en su palacio de Burgos, no cesaba de elaborar una y otra vez distintos planes para acabar con aquella situación que él creía injusta.

Algunas veces acudían a cazar con halcones a las laderas de los páramos de Vivar, o se acercaban hasta las sierras de la frontera con Navarra persiguiendo jabalíes y corzos. Dominar al halcón y obligarlo a cazar; acosar a una presa hasta ensartarla con la lanza o el arco y rematarla con el puñal, abatir a una pieza gracias a la superior inteligencia del hombre sobre la bestia…, ésos eran los grandes placeres de los dos amigos, rey y vasallo, y también un excelente ejercicio para mantener sus músculos fuertes y tonificados, y su cabeza despierta y preparada para las futuras batallas que ambos soñaban con librar juntos.

Una fría noche de fines del invierno, después de una agotadora jornada de caza, don Sancho y Rodrigo compartían un buen pedazo asado de corzo que habían cazado por la mañana. Yo los había acompañado a una batida de caza en los páramos del este, aunque, en verdad, creo que don Sancho había programado aquella montería como una mera excusa para inspeccionar la frontera con Navarra; al otro lado de las altas cumbres de la sierra de la Demanda se extiende la fértil región de la Rioja, cuyo dominio reclamaba Castilla desde los tiempos del reinado de don Fernando.

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