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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (60 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—¿Qué razón hay para retrasar las cosas?

—Realmente ninguna. Pero me siento extraño en Sivishe e inseguro de mis respuestas... y por ello preocupado.

—Olvídalo. Con la familiaridad, Sivishe se vuelve aún más intranquilizadora.

Reith no dijo más. Quince minutos más tarde un antiguo vehículo negro, que en sus tiempos había sido un gran sedán, se detuvo frente al hotel. Un hombre de mediana edad, duro y hosco, miró hacia la terraza. Hizo una seña con la cabeza hacia Anacho.

—¿Esperas un coche?

—¿Para Woudiver?

—Subid.

Los tres subieron al vehículo y se sentaron. El coche avanzó a poca velocidad descendiendo la avenida, luego giró hacia el sur y entró en un distrito de desaliñados edificios erigidos sin ningún juicio ni precisión. No había dos puertas iguales; ventanas de formas y tamaños irregulares se abrían al azar en las gruesas paredes. Personas de rostros descoloridos observaban desde los zaguanes o escrutaban la calle desde las ventanas; todos se volvieron al paso del coche.

—Obreros —dijo Anacho con un resoplido de desdén—. Kherman, Thang, Isleños Tristes. Vienen de todo Kislovan y de más allá también.

El coche prosiguió su camino cruzando una atestada plaza, penetró en una calle de pequeñas tiendas provistas todas ellas de gruesas rejas de hierro.

—¿Falta mucho para llegar a Woudiver? —preguntó Anacho al conductor.

—No. —La respuesta fue pronunciada sin que los labios del hombre se movieran apenas.

—¿Dónde vive? ¿Fuera, en las Alturas?

—En la Cuesta de Zamia.

Reith estudió la nariz en pico del hombre, las tensas protuberancias de los músculos en torno a su incolora boca: el rostro de un ejecutor.

El camino conducía colina arriba. Las casas tenían ahora descuidados jardines. El coche se detuvo al extremo de un sendero. El conductor indicó a los tres con un seco gesto que bajaran, luego les condujo silenciosamente a lo largo de un penumbroso pasadizo que olía a humedad y moho, cruzando un arco, un patio, subiendo un corto tramo de escaleras, hasta una habitación con paredes embaldosadas en color mostaza.

—Esperad aquí. —Cruzó una puerta de madera de psilla negra incrustada con hierro, y un momento más tarde se asomó e hizo un gesto con un dedo. —Venid.

Le siguieron a una amplia estancia de paredes blancas. Una alfombra marrón y escarlata ahogaba sus pasos; el mobiliario consistía en sillones tapizados de peluche rosa, rojo y amarillo, una pesada mesa de madera tallada, un inciensario que arrojaba leves bocanadas de un denso humo. Tras la mesa había de pie un enorme hombre de piel amarillenta vestido de rojo, negro y marfil. Su rostro era redondo como un melón; unos escasos mechones de pelo color arena estriaban su moteado cráneo. Era un hombre voluminoso en todas direccions, y motivado, o así le pareció a Reith, por una grandiosa y cínica inteligencia.

—Soy Aila Woudiver —dijo. Su voz estaba dominada por un exquisito control; ahora era suave y un poco aflautada—. Veo a un Hombre-Dirdir del Primer...

—¡Superior! —corrigió Anacho.

—...un joven de una tosca raza desconocida, un hombre de extracción aún más dudosa. ¿Para qué desean verme unas personas tan dispares?

—Para discutir un asunto posiblemente de interés mutuo —dijo Reith.

El tercio inferior del rostro de Woudiver tembló en una sonrisa.

—Continúa.

Reith miró a la estancia a su alrededor, luego volvió de nuevo la vista a Woudiver.

—Sugiero que nos traslademos a otro lugar, preferentemente al aire libre.

Las delgadas, casi inexistentes cejas de Woudiver se alzaron sorprendidas.

—No comprendo. ¿Querrás explicarte?

—Por supuesto, si podemos trasladarnos a otra zona.

Woudiver frunció el ceño con repentina petulancia, pero echó a andar. Los tres hombres le siguieron cruzando una arcada, ascendiendo una rampa y saliendo a una terraza que dominaba una enorme y brumosa distancia hacia el oeste. Woudiver habló ahora con voz cuidadosamente resonante.

—¿Te parece adecuado este lugar?

—Mejor que el otro —dijo Reith.

—Me desconciertas —admitió Woudiver, acomodándose en un enorme sillón—. ¿Cuál es la influencia nociva a la que tanto temes?

Reith miró significativamente el paisaje, hacia las coloreadas torres y la gris Caja de Cristal del lejano Hei.

—Tú eres un hombre importante. Concebiblemente tus actividades interesan a ciertas personas hasta el punto de que monitoricen tus conversaciones.

Woudiver hizo un gesto jovial.

—Tus asuntos parecen altamente confidenciales, o incluso ilícitos.

—¿Eso te alarma?

Woudiver frunció los labios hasta que su boca se convirtió en un nudo de rosados cartílagos.

—Vayamos al asunto.

—Por supuesto. ¿Estás interesado en ganar mucho dinero?

—Bof —dijo Woudiver—. Tengo suficiente para mis pequeñas necesidades. Pero todo el mundo puede hallarle un uso a más dinero.

—En esencia, la situación es ésta: sabemos dónde y cómo obtener un tesoro considerable, y sin ningún riesgo.

—¡Eres el más afortunado de los hombres!

—Pero son necesarios algunos preparativos. Creemos que tú, un hombre de conocidos recursos puedes proporcionarnos ayuda a cambio de una parte de los beneficios. No me refiero, por supuesto, a ayuda financiera.

—No puedo decir ni sí ni no hasta saber todos los detalles —dijo Woudiver con la más suave de las voces—. Naturalmente, puedes hablar sin reservas; mi reputación en lo que a discreción se refiere es algo probado.

—Primero necesitamos una indicación clara de que estás interesado. ¿Para qué perder el tiempo en nada? Woudiver parpadeó.

—Estoy tan interesado como es posible estarlo en un perfecto vacío.

—Muy bien entonces. Nuestro problema es éste: necesitamos conseguir una espacionave pequeña.

Woudiver siguió sentado sin moverse, los ojos clavados en el rostro de Reith. Miró rápidamente a Traz y Anadio, luego lanzó una corta y seca risa.

—¡Me atribuyes unos considerables poderes! ¡Sin hablar de una audacia sin límites! ¿Cómo crees que puedo proporcionar una espacionave, grande o pequeña? ¡O estás loco, o me tomas a mí por uno!

Reith sonrió ante la vehemencia de Woudiver, que diagnosticó como una maniobra táctica.

—Hemos considerado cuidadosamente la situación —dijo—. El proyecto no es imposible con la ayuda de una persona como tú.

Woudiver agitó irritado su enorme cabeza color limón.

—Así que simplemente señalo con el dedo hacia los Grandas Talleres Espaciales, y produzco una nave. ¿Eso es lo que crees? Me vería cruzando las puertas de la Caja de Cristal antes de que terminara el día.

—Recuerda que no es necesaria una nave grande —dijo Reith—. Hay la posibilidad de adquirir una nave ya obsoleta y ponerla en condiciones de funcionamiento. O podemos conseguir componentes de personas que se sientan inducidas a venderlos, y montarlos en un casco adecuado.

Woudivier se tironeó la barbilla.

—Evidentemente los Dirdir se opondrían a un proyecto así.

—Mencioné la necesidad de discreción —observó Reith.

Woudivier hinchó los carrillos.

—¿Cuánta riqueza hay implicada en eso? ¿Cuál es su naturaleza? ¿Dónde está localizada?

—Ésos son detalles que por el momento no tienen ningún interés real para ti —dijo Reith.

Woudiver tabaleó su barbilla con un amarillo dedo índice.

—Discutamos el asunto como una abstracción. En primer lugar, los aspectos prácticos. Se necesitaría una gran suma de dinero: para los incentivos, la ayuda técnica, un lugar adecuado para el ensamblaje, y por supuesto los componentes que mencionas. ¿De dónde saldría ese dinero? —Su voz adquirió resonancias sardónicas—. No esperarás financiación de Aila Woudiver.

—La financiación no es problema —dijo Reith—. Tenemos fondos suficientes.

—¿De veras? —Woudiver se mostró impresionado—. ¿Puedo saber cuánto estás dispuesto a gastar?

—Oh, entre cincuenta y cien mil sequins. Woudiver agitó la cabeza con aire de indulgente diversión.

—Cien mil sequins ni siquiera son suficientes. —Lanzó una mirada hacia Hei—. Nunca me mezclaría en una empresa ilícita o prohibida.

—Por supuesto que no.

—Aunque podría de todos modos aconsejarte, sobre unas bases amistosas e informales, por digamos un precio fijo, o quizá un porcentaje de los gastos y una pequeña participación en cualquier eventual beneficio posterior.

—Algo parecido estábamos pensando —dijo Reith—. ¿Cuánto tiempo necesitaría un proyecto así, según tu estimación?

—¿Quién sabe? ¿Quién puede profetizar tales cosas? ¿Un mes? ¿Dos meses? La información es algo esencial, y por el momento carecemos de ella. Habría que consultar a una persona de confianza de los Grandes Talleres Espaciales.

—De confianza, competente y leal —corrigió Reith.

—Eso no hace falta decirlo. Conozco al hombre, una persona a la que he hecho varios favores. En uno o dos días le veré y le plantearé el asunto.

—¿Por qué no ahora? —preguntó Reith—. Cuanto más pronto mejor.

Woudiver alzó una mano.

—Las prisas conducen a errores de cálculo. Vuelve dentro de dos días; puede que tenga noticias para ti. Pero primero el asunto de las finanzas. No puedo invertir mi tiempo sin una provisión de fondos. Necesitaré una pequeña suma, digamos cinco mil sequins... como garantía.

Reith agitó la cabeza.

—Te mostraré cinco mil sequins. —Extrajo una ristra de sequins púrpuras—. De hecho, aquí hay veinte mil. Pero no podemos permitirnos gastar ni un solo sequin excepto para gastos reales.

El rostro de Woudiver se mostró profundamente dolido.

—¿Y qué hay de mi comisión, entonces? ¿Tengo que trabajar simplemente por amor al arte?

——Por supuesto que no. Si todo va bien, serás recompensado a tu satisfacción.

—Esto vale por el momento —declaró Woudiver con repentina animación—. Dentro de un par de días enviaré a Artilo a buscarte. ¡No discutas el asunto con nadie! ¡El secreto es algo absolutamente confidencial!

—No hace falta decirlo. Hasta dentro de dos días, pues.

11

Sivishe era una ciudad triste, gris y deprimente, como oprimida por la proximidad de Hei. Las grandes mansiones de los Altos y Zamia eran pretenciosas, pero carecían de estilo y elegancia. La gente de Sivishe no era menos apagada: constituían una raza sombría y carente de humor, de pieles grises y tendentes a la obesidad. En sus comidas consumían grandes bols de cuajada, bandejas de tubérculos hervidos, carne y pescado sazonados con una rancia salsa negra que entumecía el paladar de Reith, aunque Anacho afirmaba que la salsa se presentaba en numerosas variantes y era de hecho un sabor cultivado. Las diversiones organizadas consistían en carreras diarias, en las que quienes corrían no eran animales sino hombres. Al día siguiente del encuentro con Woudiver, los tres amigos asistieron a una de esas carreras. Participaban ocho hombres, que llevaban atuendos de distintos colores y sostenían una pértiga rematada con un frágil globo de cristal. Los corredores no sólo tenían que superar a sus oponentes sino también hacerles caer con hábiles zancadillas a fin de que se les rompiera el globo de cristal, en cuyo caso eran descalificados. Los espectadores superaban los veinte mil, y mantuvieron un griterío gutural durante toda la duración de cada carrera. Reith observó un cierto número de Hombres-Dirdir entre los espectadores. Apostaban con tanto entusiasmo como los demás, pero se mantenían irritantemente aparte. Reith pregunto si Anacho no correría el riesgo de ser reconocido por algún antiguo conocido, a lo cual el Hombre-Dir-dir respondió con una amarga carcajada.

—Llevando estas ropas estoy a salvo. Nunca me verán. Si llevara ropas de Hombre-Dirdir sería reconocido inmediatamente y denunciado a los Castigadores. He visto ya al menos a media docena de antiguos conocidos. Ninguno de ellos se ha dignado lanzarme una mirada.

El trío visitó los Grandes Talleres Espaciales de Sivishe, donde recorrieron la perferia observando la actividad en su interior. Las espacionaves eran largas, ahusadas, con intrincados alerones y estabilizadores, tan distintas de las voluminosas naves Wankh y los llamativos aparatos de los Chasch Azules como lo eran éstos de las astronaves de la Tierra.

Los talleres parecían trabajar con una eficiencia muy baja y una capacidad más baja aún; pese a ello, había en marcha una gran cantidad de trabajos. Dos naves de carga estaban siendo revisadas; una nave de pasajeros parecía hallarse en plena construcción. En otro lugar observaron tres naves más pequeñas, aparentemente de guerra, cinco o seis yates espaciales en distintas fases de reparación, un conjunto de cascos desechados en un confuso montón en la parte de atrás de los talleres. En el lado opuesto había estacionadas tres naves en estado operativo, en el centro de grandes círculos negros.

—De tanto en tanto viajan a Sibol —dijo Anacho—. No hay demasiado tráfico. Hace mucho, cuando los Expansionistas estaban en su apogeo, las naves Dirdir iban y venían a varios mundos. Ahora ya no. Los Dirdir se lo están tomando con calma. Les gustaría echar a los Wankh fuera de Tschai y eliminar a todos los Chasch Azules, pero no malgastan sus energías. Es algo estremecedor. Son una raza terrible y activa y no pueden permanecer quietos durante demasiado tiempo. Uno de esos días estallarán y se lanzarán de nuevo al ataque.

—¿Qué hay de los Pnume? —preguntó Reith.

—No existe ningún esquema establecido. —Anacho señaló hacia los acantilados detrás de Hei—. Con tu telescopio eléctrico puedes ver los almacenes Pnume, donde guardan sus metales para comerciar con los Dirdir. Ocasionalmente aparecen en Sivishe algunos Pnumekin, por uno u otro motivo. Hay túneles que atraviesan todas las colinas y penetran en el territorio más allá. Los Pnume observan todos los movimientos que hacen los Dirdir. Nunca se deciden a actuar, sin embargo, por miedo a los Dirdir, que los matan como alimañas. Por otra parte, un Dirdir que salga de caza solo puede no regresar nunca. Los Pnume se lo llevan al interior de sus túneles, o al menos así se cree.

—Eso sólo puede ocurrir en Tschai —dijo Reith—. La gente comercia pese a que se detesta mutuamente y se mata a primera vista.

Anacho lanzó una lúgubre risita.

—No veo nada notable en el hecho. El comercio conduce al beneficio mutuo; las muertes gratifican el odio mutuo. Son dos instituciones que no tienen una base común.

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