El cazador de barcos (25 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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Ajaratu le preguntó si tenía hambre y subió una bandeja con queso y carne fría de conserva. Cuando oscureció, se sentaron uno al lado del otro y tomaron café mientras charlaban. Habían sido tres semanas descansadas, a pesar de la larga distancia que habían navegado, con un tiempo apacible. Ninguno de los dos estaba cansado y, con la tropical temperatura de julio, habían optado por complementar tres o cuatro horas de sueño en el camarote con algunas siestas sobre la cubierta.

Tras una cómoda pausa, Ajaratu le preguntó de pronto por qué había abandonado la práctica de la medicina. Él le dio su respuesta acostumbrada: se había enfrascado demasiado en la tarea de diseñar instrumental médico.

—Pero yo me pregunto si empezaste a diseñar instrumentos porque te interesaba o como una excusa para dejar la medicina.

—Ambas cosas —respondió honestamente él—. Descubrí que me atraían más los claros dilemas entre sí o no de la ingeniería que los artísticos tal vez de la medicina. ¿Sabes a qué me refiero?

—Sé que la medicina significa tal vez.

—Es un juego de tanteo, donde lo mismo se puede acertar que fallar —dijo Hardi—. Yo fallé una vez y eso empezó a atormentarme.

—Los pacientes mueren —respondió ella—. Forma parte de su naturaleza.

—La mía no murió. Pero sufrió un verdadero infierno por mi culpa. Durante años. Era amiga mía. Una enfermera que había conocido durante cierto tiempo. Al principio no fue exactamente mi paciente, simplemente empezó a consultarme a mí porque no obtenía una respuesta satisfactoria en ninguna otra parte Era una mujer de color.

—¿Por eso te sientes cómodo a mi lado?

—Creo que me siento cómodo con tu piel de color porque tú lo estás. Supongo que se debe a que eres africana. Pareces contenta de ser lo que eres.

Hardin advirtió que ella se encogía de hombros a su lado. Cuando volvió a hablar lo hizo con un extraño matiz.

—Eso no significa que sea más auténtica, ¿sabes? Sólo que no soy una paciente de beneficencia en el servicio de urgencias de un hospital de Nueva York. ¿Qué le ocurría a tu amiga?

—Estaba nerviosa, sufría un exceso de peso, tenía insomnio y dolores gástricos. Se encontraba en ese estado desde que tenía dieciocho años y todos los médicos que había consultado le habían dicho que sufría hipertensión —que es frecuente entre los negros norteamericanos—, o que necesitaba ayuda psiquiátrica para descubrir el origen de su ansiedad.

»Le hice todos los exámenes conocidos. Nada. Por fin decidió hacer algo por su cuenta. Había estado estudiando zen, yoga y meditación, y decidió que podía recurrir a su nuevo nivel de consciencia para «mirar dentro de su cuerpo», como decía ella. Miró dentro y descubrió la tiroides. Finalmente repetí todos los test y ella tenía razón. ¿Sabes qué era?

—El mal de Graves.

—Una enfermedad que suele atacar a las mujeres jóvenes. Tú eres una mujer joven. Y por eso la has recordado entre los miles de enfermedades que te enseñaron en la facultad; pero yo la había olvidado. El mal estaba avanzado y la tiroidectomía no surtió efecto, de modo que, ahora, tendrá que estar tomando medicamentos durante el resto de su vida.

—Los errores de los médicos son más visibles que los de otras personas.

—A mí me gustan las cosas claras. Por eso me gusta navegar a vela. El mar consigue lo que se propone. Y si uno siente la necesidad de no tener dudas sobre algún detalle, siempre puede perfeccionar sus técnicas de navegación. En el mar puedes hacerlo todo bien, ateniéndote estrictamente a las normas, y aun así te matará; pero si eres un buen navegante, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir.

—Peter, estás absolutamente loco.

—Es cierto —insistió él riendo. Después, como si la palabra «morir» le hubiera hurgado en la memoria, se calló.

Ajaratu cambió rápidamente de tema.

—Pero tu sistema de navegar parece tan caprichoso… Dices que deberíamos mantener un rumbo de ciento ochenta y cuatro grados y después navegas a ciento ochenta y cinco.

—Es más fácil navegar de acuerdo con un punto destacado del compás. Más fácil de leer, ¿comprendes? Y debes tener en cuenta que un velero deriva naturalmente: el viento lo empuja lateralmente y las olas lo arrastran, de modo que siempre debes contar con un margen de error intrínseco en cualquier caso. Puedes navegar a ciento ochenta y cuatro grados; pero ¿por qué no reconocer de entrada que, en el mejor de los casos, navegaras con una aproximación de cinco grados al rumbo que deseas? Las estimas que haces siempre son aproximadas. En esto consiste la navegación por estima. Una velocidad aproximada, una corriente aproximada y unas posiciones aproximadas sobre el compás, te darán un rumbo aproximado. Cuando uno quiere saber exactamente dónde se encuentra, entonces consulta el cronómetro, y el sol y la luna y las estrellas. Éstos si que no mienten nunca.

Ajaratu se tendió sobre el asiento de la bañera y contempló el cielo nocturno. Estaba negro como el fondo de un pozo y tachonado de estrellas.

—Siempre me sorprende la idea de que sean de distintos colores —dijo—. ¿Esa roja de ahí es Rigel?

—Betelgeuse.

Hardin se sentó en el suelo de la bañera y fue guiando el dedo de Ajaratu sobre el rombo de Orión.

—Basta invertir las iniciales en inglés. Betelgeuse, rojo, y Rigel azul (en inglés, bine). ¿Cómo se llama la estrella ámbar?

—Aldebarán.

—Muy bien. ¿Y la más brillante?

—Sirio.

—Ahí está Vega. Y ésa es Cápela, la cabra. ¿Ves sus cabritos?

—Sí.

Cogió el sextante y tomó tres alturas de cada una de las cuatro estrellas, después bajó al camarote y consultó las correcciones de los ángulos en el
Almanaque náutico
. Dedujo su posición sobre la carta, después apagó la luz roja de la mesa de navegación y volvió a reunirse con Ajaratu en la bañera. Creyó que ésta se había dormido, tan callada estaba; pero, al cabo de un minuto, la muchacha habló.

—¿Dónde estamos?

—Donde debíamos estar… ¿Tienes frío? ¿Quieres una manta?

Estaba muy oscuro, pero distinguió la silueta de su brazo que ocultó una línea de estrellas cuando ella lo retiró de debajo de su cabeza para palparse el cuerpo.

—Hace tanto calor —comentó— que se me había olvidado que todavía voy en traje de baño. Toca mi piel. ¿Ves que caliente está?

Hardin alargó la mano, pálida bajo la luz de las estrellas. Ella la cogió entre las suyas y apretó los dedos contra su vientre.

—¿Ves? Estoy caliente.

—Estás temblando.

—¿Sí?

Ella retuvo la mano de Peter contra su cuerpo tembloroso.

—¿Ajaratu?

—¿Sí?

—Eres muy, muy bonita.

—¿De verdad lo crees? —preguntó ella, con un hilo de voz.

—De verdad. Y eres muy joven y…

—¿Estás preparándote una excusa?

—Yo… yo sólo… no sé qué decir.

—Yo sí —dijo ella—. Creo que me enamoré de ti la primera vez que te vi.

Peter sintió una morbosa lealtad hacia Carolyn, como si ella todavía viviera y él pudiera matarla si rompía el lazo que les unía.

—Me siento atrapado en el papel de seductor viejo y experimentado —dijo.

—¿Seductor viejo y experimentado? ¿Es que no tengo derecho a desearte? ¿No se te ha ocurrido pensar nunca que yo podría seducirte a ti, apartarte de tu esposa?

—No. Eres una mujer muy joven y religiosa que ha llevado una vida muy protegida.

—¿Por tanto?

—Bien. ¿Lo eres?

—Sí. Las tres cosas. ¿Y qué hay con eso?

—Eso hace que me sienta responsable de ti.

—No me equivocaba —dijo ella con voz ofendida—. Te has preparado una excusa.

—Tu desconfianza me halaga —replicó él, preguntándose si ella sería capaz de ablandarlo; le aterrorizaba la idea de perder su odio.

—¿Dices que te halago? —protestó ella indignada—. Tú no estás hablando conmigo, Peter. Estas manteniendo una conversación contigo mismo.

La muchacha se levantó e hizo gesto de dirigirse a la escalera, después se detuvo y permaneció inmóvil. Pasados unos minutos, volvió a sentarse y hundió la cabeza entre las rodillas.

—Llegará un momento entre nosotros en que yo empezaré a exigir cosas de ti, Peter —dijo suavemente—. Más vale que lo sepas. No pienso esperar pasivamente siempre.

Dos días, pensó Hardin. Dentro de dos días la dejaría en Monrovia. Todo iría bien cuando volviera a estar solo.

Como si pudiera leer sus pensamientos, Ajaratu dijo:

—Podría perseguirte —rió—. Tendría gracia. Ahí estarías tú, ocupado en diseñar radares y termómetros, ¿Y quién aparecería en la puerta de tu casa de Nueva York? Una alta doctora negra recién llegada de África. ¿Qué harías entonces?

—Me gustaría verte en Nueva York.

—Tal vez vaya.

Hardin soltó una risita.

—¿Qué? —preguntó ella.

—Vas a detestarme por esto, pero acabo de recordar un chiste. Una pareja se está besando bajo las estrellas de una noche de verano en el campo y la mujer dice: «Sé que me llamarás cuando volvamos a Nueva York, pero ¿puedo quedarme con tu reloj?».

Ajaratu le acercó la boca a la oreja. Tenía el aliento cálido.

—Me desmayaré frente a tu despacho —dijo—. Los transeúntes trasladarán mi cuerpo a tu mesa de trabajo. Tú dejarás la pistola de soldar y me reanimarás, como un buen médico.

El barco se inclinó. La proa cabeceó y de pronto aumentó el rumor de la estela. El viento empezaba a arreciar, por efecto de las brisas que la tierra exhalaba hacia el mar al enfriarse con la oscuridad de la noche. El barco continuaba escorado, hundiendo el costado de sotavento en las negras aguas.

Ajaratu soltó el piloto automático y cogió la rueda del timón, mientras Hardin cambiaba el génova por un foque más pequeño. Había pensado que la excitación que había surgido entre ellos se había disipado luego con la conversación, pero se equivocaba. Mientras guardaba el génova, sintió la boca reseca al pensar en ella.

La brisa de tierra trajo nubes que ocultaron las estrellas. Peter sintió el contacto de la mano de Ajaratu sobre la mejilla.

—Todavía puedo verte —susurró ella, acariciándole con cautela—. Tu cuerpo reluce.

Hardin se estremeció. La mano de ella recorrió su mentón y sus dedos se posaron temblando sobre su boca. Él separó los labios y acercó la lengua reseca a la palma de ella. Se acercó a Ajaratu, sintiéndose torpe, ciego en la oscuridad, con la mente embotada. Sus hombros se tocaron y ella se apretó contra su pecho. Parecía deshacerse en sus brazos, mientras él sentía como si estuviera hecho de hierro oxidado, corroído.

Ella buscó sus labios y le besó. Después hundió la cara en su cuello. Él alargó la mano para tocarla, acarició su piel sedosa, sintió que empezaba a excitarse a pesar suyo y sin problemas. Fue pulsando suavemente el cuerpo de la muchacha, buscó su rostro en la oscuridad, lo levantó hasta su boca y le dio un largo e intenso beso.

Se tendieron juntos en el asiento de la bañera, los labios pegados, las piernas entrelazadas. Ella sabía a canela, pensó Peter; y cuando abrió el cierre del sostén de su bikini sus pechos se hincharon bajo sus dedos, tan firmes como la lengua de terciopelo que penetraba en su boca. Las manos de ella ya no se movían con tanta cautela y habían empezado a recorrer enérgicamente su cuerpo.

Él se puso tenso cuando las sintió deslizarse bajo su vientre. Luego la detuvo.

—¿Qué ocurre? —susurró jadeante ella.

Él no dijo nada mientras dejaba perderse su mirada en la oscuridad de la noche, sus ojos y su mente llenos del recuerdo de Carolyn, su cuerpo vacío.

—¿Peter?

—Lo siento —murmuró él.

Siguió un largo silencio, interrumpido sólo por el rumor del barco deslizándose como un fantasma a través del agua. Cuando Ajaratu volvió a hablar, su respiración había recuperado su ritmo normal y su voz estaba calmada.

—Lo siento, Peter.

Acercó la mano a su cara. Él se apartó bruscamente, demasiado tarde para impedir que ella tocara sus lágrimas.

—Oh, lo siento muchísimo. ¡Oh, pobrecito mío!

—Siento haberte decepcionado —dijo amargamente él.

—Ha sido culpa mía.

Él permaneció varios minutos inmóvil con la mirada fija en las sombras de la noche.

—¿Cómo dices?

—No me has decepcionado. He sido yo, que quería demasiado. Quería recibir, pero era incapaz de dar.

Hardin esperó, pero ella no añadió nada más.

—¿Cómo has dicho? —repitió entonces—. ¿A qué te refieres?

—No tiene importancia, Peter —dijo ella en tono artificialmente despreocupado—. No le des más vueltas.

Confundido, pero intuyendo que ella todavía lo estaba más, Hardin dijo:

—¿Quieres explicarme por favor de qué estás hablando?

—Otra mujer podría ayudarte mejor que yo.

Tardó unos segundos en comprender sus palabras. Cuando captó el significado se incorporó en su asiento.

—¡Oh, por el amor de Dios! Piensas que no puedo porque… ¡Oh, por el amor de Dios!

—Creí que podría excitarte.

Hardin suspiró profundamente y levantó la mirada hacia el negro firmamento. Las nubes empezaban a dispersarse en algunos puntos y amasijos de pálidas estrellas brillaban sobre ellos. Alcanzó a distinguir los movimientos de su silueta mientras se ponía otra vez la pieza superior del bikini. Se sintió como si acabaran de concederle una tregua. Todo había terminado; y él y Carolyn, continuaban intactos.

—¿Te apetece una taza de té? —preguntó Ajaratu.

Pasó rozándole camino de la escalera del camarote y se detuvo un instante junto a la escotilla, esperando su respuesta. Peter apenas distinguía su silueta en la oscuridad, pero algo en su rígida y desmañada postura le indicó que ella acababa de perder la noción de su propia gracia. Vio que su fracaso la había herido.

Hardin se levantó. Ajaratu seguía aguardando. Se acercó a ella y alargó titubeante una mano para consolarla, abrazarla como si fuera una criatura. Ella permaneció inmóvil y escuchó sin decir palabra, mientras él le daba palmaditas en la espalda y la acariciaba, e intentaba explicarle que su incapacidad para hacer el amor no era culpa de ella. Cuando hubo terminado, la muchacha apoyó la cabeza en su hombro.

—Supongo que debo creer tus palabras —dijo ella, tocando sus brazos y frotándolos con sus dedos—. Pero sigue doliéndome mucho no poder ser yo quien te ayude.

Hardin la estrechó más fuerte.

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