El caso de los bombones envenenados (21 page)

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Authors: Anthony Berkeley

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BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—Exactamente. Tenemos, con el perdón de Sir Charles, una contradicción desde el punto de vista psicológico. Es imposible imaginar a Mrs. Bendix haciendo semejante cosa, y, por lo que puedo juzgar, el humorismo no era su punto fuerte.

»
Ergo
—terminó diciendo Roger—, Mrs. Bendix no hizo tal apuesta.
Ergo,
tal apuesta no existió nunca.
Ergo,
Bendix mintió.
Ergo,
Bendix deseaba obtener esos bombones por alguna otra razón, distinta de la que mencionara. Y en vista de la naturaleza de los bombones, la razón no podía ser más que una.

»Esta es mi teoría, señoras y señores.

CAPÍTULO XIV

C
UANDO
disminuyó algo la sensación provocada por la revolucionaria exposición de Roger, éste procedió a fundamentar su teoría con mayores detalles.

—He sido el primero en sorprenderme ante la idea de que Bendix sea el astuto asesino de su propia esposa, pero, en realidad, una vez que logramos despojarnos de todo prejuicio, no veo la posibilidad de eludir semejante conclusión. Todos los elementos de juicio, inclusive los más triviales, contribuyen a apoyarla.

—Pero, ¿y el motivo? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming.

—¿El motivo? Tenía motivos poderosos para desear su muerte, sin duda. En primer lugar, estaba francamente…, no, francamente no; secretamente cansado de ella. Recordemos lo que se ha dicho sobre el carácter de Bendix. Su juventud fue bastante agitada. Aparentemente, todavía le atraían las diversiones, puesto que su nombre ha sido asociado al de varias mujeres después de su casamiento, por lo general, y conforme a la tradición, artistas. Bendix no era, pues, un marido modelo ni mucho menos. Le agradaba divertirse, su esposa, según creo, era la última persona en el mundo que podría haber disculpado tales inclinaciones.

»No es que no la amase cuando se casó con ella. Es muy posible que sí, si bien lo que buscaba aun entonces era su dinero. Pero muy pronto se cansó de ella. Y la verdad es —agregó Roger imparcialmente— que no podemos culparle por ello. Cualquier mujer, por encantadora que sea en otros aspectos, termina por hastiar a un hombre normal, cuando no hace otra cosa que hablar constantemente de honor, sacrificio y lealtad. Según tengo entendido, el tema era uno de los favoritos de Mrs. Bendix.

»Veamos la organización de esta familia desde este nuevo punto de vista. La esposa no perdonaba ni la menor transgresión. La más mínima falta le era recriminada a Bendix durante largo tiempo. Todo lo que ella hacía estaba bien, lo que hacía él, mal. Su inmaculada rectitud era contrastada continuamente con la vileza del marido. Es posible que haya llegado a esos extremos de semidemencia de ciertas mujeres que pasan su vida recriminando a su marido por las mujeres que han conocido aun antes de haber tenido la desgracia de casarse con ellas. No crean ustedes que trato de presentar el carácter de Mrs. Bendix como peor de lo que era. Lo que deseo señalar es lo intolerable que tiene que haber sido la vida a su lado.

»Pero éste es tan sólo un motivo secundario. El verdadero motivo surge de que ella era excesivamente tacaña con su dinero, y de esto tengo también pruebas. Con lo cual Mrs. Bendix firmó su propia sentencia de muerte. Bendix necesitaba su dinero, o parte de él, con la mayor premura. Después de todo, se había casado con ella para obtenerlo, y ella se negaba a dárselo.

»Una de las primeras gestiones que hice fue consultar la Guía de Directores de Industrias, haciendo una lista de las empresas en que Bendix tiene intereses, a fin de obtener un informe confidencial sobre el estado financiero de las mismas. El informe me fue enviado poco antes de salir de casa. En él me enteré exactamente de lo que sospechaba. Todas esas empresas están en mala situación, cuando no al borde de la quiebra. Todas necesitan dinero para salvarse. Es evidente: Bendix había agotado todo su dinero y necesitaba más. Me hice de tiempo para hacer una rápida visita a Somerset House, donde descubrí lo que esperaba. El testamento es a favor de Bendix. Debo subrayar en este punto que Bendix no es un buen hombre de negocios. Por el contrario, es sumamente inepto, y medio millón… ¿Qué más puedo decirles?

—El motivo parece en verdad poderoso.

—Aceptado ese motivo —dijo Bradley—. ¿Qué hay del nitrobenceno? Usted dijo, según creo, que Bendix tenía algunos conocimientos de química.

Roger rió.

—Me recuerda usted una ópera de Wagner, Bradley. El
motif
del nitrobenceno aparece con regularidad cada vez que se menciona a un posible criminal. Pero en este caso creo que podré satisfacerle. El nitrobenceno es utilizado en perfumería, como usted sabrá. En la nómina de los intereses comerciales de Bendix aparece la Compañía Anglo-Oriental de Perfumes. Yo hice un viaje expresamente, un viaje terrible, hasta Acton, para averiguar si dicha compañía utiliza nitrobenceno en la fábrica, y, en caso afirmativo, si las propiedades tóxicas de la substancia son reconocidas. No cabe duda alguna, pues, de que Bendix conoce el nitrobenceno como tóxico.

»Podría haber obtenido el nitrobenceno en la fábrica sin la menor dificultad, pero me inclino a dudarlo. Es demasiado inteligente para haber hecho eso. Probablemente lo preparó él mismo, ya que el procedimiento es tan sencillo como ha señalado Bradley. Me he enterado de que en Selchester, el internado al cual concurrió, seguía estudios de ciencias, lo cual implica la adquisición de nociones por lo menos elementales de química. ¿Aprueba usted mi razonamiento, Bradley?

—Aprobado, amigo nitrobenceno —concedió Mr. Bradley.

Roger golpeó la mesa pensativamente.

—Es un crimen muy bien planeado —reflexionó—, ¡y su reconstrucción es tan simple! Bendix creyó haber previsto todas las contingencias, y en verdad poco le faltó para ello. Salvo por ese pequeño grano de arena que suele introducirse en el engranaje de los crímenes más perfectos. No sabía que su esposa ya había visto la obra teatral. Decidió utilizar la coartada de su presencia en el teatro, como verán ustedes, en la eventualidad de que surgiesen sospechas contra él, y sin duda subrayó sus deseos de ver la obra y llevar a su esposa. Para no desilusionarle, es lógico que ella haya ocultado generosamente el hecho de que ya la había visto y que no tenía ganas de verla nuevamente. Este rasgo de Mrs. Bendix fue la ruina del asesino. Afirmo esto, porque es inconcebible que ella haya aprovechado esta circunstancia para ganar la apuesta que él dice haber hecho.

»Bendix abandonó el teatro seguramente durante el primer intervalo y se apresuró a despachar el paquete lo más lejos posible. Anoche yo mismo soporté esa espantosa obra a fin de establecer a qué horas tienen lugar los entreactos. El primero coincide con la hora en que fue despachado el paquete. Primero pensé que tal vez tomó un taxímetro a la ida o el regreso, ya que disponía de poco tiempo, pero, si lo hizo, ninguno de los conductores que hicieron el trayecto a esa hora han podido identificarle. Por otra parte, es posible que todavía no haya aparecido el conductor. Solicité a Scotland Yard que investigase ese punto. Pero la verdad es que, dada la astucia demostrada por el asesino en todos los detalles, lo más probable es que se haya trasladado en ómnibus o en subterráneo. Seguramente recordó que los taxímetros pueden ser localizados con relativa facilidad. Si no utilizó uno, tuvo que apresurarse bastante, y no me sorprendería que haya llegado a su palco unos minutos tarde. La policía podrá establecer este punto.

—Creo que hemos cometido un error al rechazar a Bendix como miembro del Círculo. ¿Recuerdan ustedes que decidimos que sus conocimientos de criminología no eran muy sólidos? —comentó Bradley—. ¡Qué interesante!

—Lo que ignorábamos era que tenía más condiciones como criminólogo práctico que como teórico —repuso Roger sonriendo—. Fue un error, sin embargo. Habría sido interesante incluirle entre nuestros miembros.

—Debo confesar que en un momento yo creí estar en presencia de uno —dijo Mrs. Fielder-Flemming, decidiéndose por fin a firmar la paz—. Sir Charles, pido a usted disculpas en forma incondicional.

Sir Charles inclinó la cabeza cortésmente.

—No piense más en ello, señora. De cualquier manera, la experiencia ha sido altamente provechosa.

—Puede que me haya confundido el caso que cité —dijo Mrs. Fielder-Flemming con cierto sentimiento—. ¡Pero el paralelo era tan extrañamente ajustado!

—El primer paralelo que se me ocurrió a mí fue el caso Molineux, citado por usted —dijo Roger—, y lo estudié detenidamente, esperando descubrir alguna pista. Pero, si se me pidiese un paralelo, yo citaría inmediatamente el caso de Carlyle Harris. ¿Lo recuerdan ustedes? El joven estudiante de medicina que envió una píldora con morfina a una muchacha llamada Helen Potts, con quien estaba casado secretamente desde hacía un año, según se descubrió posteriormente. Harris era un hombre disipado y vicioso. Como ustedes recordarán, hay una gran novela inspirada en ese caso, de modo que ¿por qué no un gran crimen?

—Entonces, Mr. Sheringham, ¿por qué cree usted que Mr. Bendix corrió el riesgo de no destruir la carta fraguada y la envoltura cuando podía haberlo hecho? —preguntó Miss Dammers.

—Tuvo gran cuidado de abstenerse de ello —replicó rápidamente Roger—, porque la carta fraguada y la envoltura tenían por objeto desviar las sospechas de su persona, dirigiéndolas hacia otras, un empleado de la casa Mason, por ejemplo, o un demente anónimo. Y esto es exactamente lo que consiguió.

—¿Pero no era correr un grave riesgo enviar bombones a Sir Eustace en aquella forma? —preguntó tímidamente Mr. Chitterwick—: Quiero decir que Sir Eustace pudo haber estado enfermo a la mañana siguiente, o bien no haber entregado los bombones a Mr. Bendix. ¡Supongamos que los hubiese entregado a otra persona!

Roger procedió a explicar su razonamiento con tal despliegue de lógica, que Chitterwick tuvo motivo para sentirse más apocado aún. Roger estaba orgulloso de Bendix, y no permitía que nadie dudase de su genio.

—¡Mr. Chitterwick! Debemos reconocer a nuestro hombre los méritos que tiene. No es un atolondrado. Si Sir Eustace hubiese estado enfermo a la mañana siguiente, si hubiese comido los bombones él mismo, o le hubiesen sido robados en el trayecto y comidos por la novia del cartero, las consecuencias no habrían sido fatales para nadie. ¡Vamos, Mr. Chitterwick! ¡No creo que usted suponga que Bendix envió los bombones envenenados por correo! Envió bombones inofensivos, y los cambió por los envenenados durante el trayecto a su domicilio. ¡Está bien claro! Bendix jamás habría dejado semejante contingencia librada al azar.

—¡Ah! Ahora comprendo —dijo Mr. Chitterwick humildemente.

—Se trata de un gran criminal —dijo Roger con menos severidad—. Su genio es evidente desde todo punto de vista. Consideremos la llegada al club, por ejemplo. Esa llegada a una hora temprana, contra su costumbre habitual. ¿Por qué llega tan temprano al club, si no es el asesino? Bendix no espera afuera la entrada de un cómplice involuntario. No. Elige a Sir Eustace, porque sabe que éste acostumbra llegar al club a las diez y media en punto todas las mañanas. Tanto se jacta y enorgullece de este hábito Sir Eustace, que hasta llega a esforzarse por no contrariarlo. Por lo tanto, Bendix llega a las diez y treinta y cinco, y todo sale a pedir de boca. Desde el principio de la investigación me ha intrigado el hecho de que los bombones fuesen enviados al club, y no al domicilio de Sir Eustace. Ahora la razón resulta obvia.

—No estaba tan equivocado yo cuando escribí mi lista de condiciones —se consoló Bradley—. Pero ¿por qué no está usted de acuerdo con mi sutil observación de que el asesino no es un hombre educado en colegios particulares ni en la universidad? ¿Por el simple hecho de que Bendix concurrió a Selchester y a Oxford?

—No. Le explicaré a usted por qué. Si bien el código de un hombre educado dentro de la tradición podría influir sobre el procedimiento elegido para asesinar a otro hombre, dicho código no rige cuando la víctima elegida es una mujer. Estoy de acuerdo en que si Bendix hubiese deseado deshacerse de Sir Eustace, probablemente le habría matado frente a frente. Pero cuando se trata de una mujer no se actúa en forma rápida y franca, ni es frecuente matarla de un hachazo o algo por el estilo. El instrumento más apropiado es, a mi juicio, el veneno, y una dosis elevada de nitrobenceno no significa sufrimiento alguno, ya que muy pronto sobreviene la pérdida del conocimiento.

—Puede ser —admitió Mr. Bradley—. Su observación es demasiado sutil para mi escasa intuición psicológica.

—Creo haber mencionado ya las demás condiciones. En cuanto a los hábitos metódicos deducidos de la minuciosa dosificación del veneno en cada bombón, mi teoría es que las dosis eran exactamente iguales a fin de que Bendix pudiese tomar dos de cualquiera de ellos, y tener la seguridad de que la cantidad ingerida, si bien produciría síntomas, no le resultaría fatal. El hecho de que él mismo haya ingerido el veneno es un detalle maestro. Y luego es natural que un hombre nunca coma tantos bombones como las mujeres. Es indudable que Bendix exageró mucho los síntomas, pero el efecto obtenido fue magistral.

»Deben de recordar ustedes, en este punto, que sólo tenemos su palabra sobre la conversación sostenida en la sala, cuando el matrimonio comió los bombones, así como sólo sabemos por él de la apuesta que dice haber existido. Gran parte de la conversación tuvo lugar, pues Bendix es un artista demasiado hábil para no haber aprovechado hasta el máximo todos los elementos verídicos del episodio. Pero estoy seguro de que no la dejó sola aquella tarde hasta que ella ingirió, o fue obligada a ingerir, por lo menos seis de los bombones, es decir, los necesarios para llegar a la dosis mortal del veneno. He aquí otra ventaja de haber dosificado el veneno con tanta exactitud.

—En fin —resumió Mr. Bradley—, que este tío Bendix es un gran hombre.

—Estoy convencido de ello —afirmó Roger solemnemente.

—¿Usted no abriga la menor duda de que él es el criminal? —preguntó Alicia Dammers.

—Ninguna —dijo Roger, sorprendido.

—¡Hum! —dijo Miss Dammers.

—¿Por qué? ¿Usted la tiene?

—¡Hum! —repitió Miss Dammers.

En aquel punto la conversación decayó.

—Bueno —dijo Bradley—, ¿qué opinan ustedes si entre todos demostramos a Sheringham que está equivocado?

Mrs. Fielder-Flemming estaba roja de emoción.

—Me temo que su teoría es perfectamente correcta —dijo en voz baja—, perfectamente correcta.

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