—¡Muy bien! ¡Muy bien! —repitieron casi al unísono Alicia Dammers y Mr. Chitterwick.
Sir Charles y Mrs. Fielder-Flemming se miraron y luego desviaron la vista rápidamente, como dos alumnos de la clase dominical a quienes se les ha atrapado conversando.
—¡Pobre de mí! —murmuró Bradley—. Esto está resultando muy fatigoso. ¿Me permite unos minutos de descanso para fumar un cigarrillo, señor presidente?
El presidente concedió a Mr. Bradley un intervalo para que se repusiera. Y para reponerse él.
—S
IEMPRE
he pensado —prosiguió Bradley, ya repuesto—, siempre he pensado que los asesinatos pueden ser clasificados en dos grupos: abiertos y cerrados. Por asesinato cerrado se entiende el crimen cometido dentro de un círculo limitado de personas, por ejemplo, una familia y sus huéspedes, en el cual se sabe que el culpable se encuentra entre los miembros de un grupo determinado. Éste es el tipo más común en la literatura detectivesca. Un asesinato abierto es aquél en que el asesino no se encuentra dentro de ningún grupo en particular, sino que podría ser cualquier persona. Esto es, sin duda, lo que sucede casi invariablemente en la vida real.
»El caso que estamos estudiando ofrece la peculiaridad de que no es posible situarlo definidamente en ninguna de las dos categorías mencionadas. La policía opina que se trata de un asesinato abierto; los dos oradores que me precedieron lo consideran un asesinato cerrado.
»Todo depende del móvil. Si estamos de acuerdo con la policía en que es obra de algún fanático o criminal insano, indudablemente se trata de un asesinato abierto. Cualquiera que no tenga la correspondiente coartada en nuestra ciudad, podría ser sospechado de haber enviado el paquete. Si, en cambio, pensamos que el móvil ha sido personal, relacionado directamente con Sir Eustace, el criminal tiene que encontrarse dentro del círculo limitado de personas que han tenido relación con Sir Eustace en una u otra circunstancia.
»Y al referirme al envío del paquete, debo hacer una disquisición para relatarles algo de verdadero interés. ¡Dentro de lo que creo saber, es probable que yo haya visto al asesino con mis propios ojos en el momento de introducir el paquete en el buzón! La casualidad quiso que aquella noche yo pasase por la calle Southampton a las nueve menos cuarto. Mal pude adivinar entonces, como diría Edgar Wallace, que el primer acto de este drama trágico estaba tal vez desenvolviéndose delante de mis inocentes ojos. En ningún momento me llevó a detenerme el presentimiento de un desastre. Evidentemente, la Providencia escatimaba los presentimientos aquella noche. Pero si sólo mis instintos perezosos me lo hubiesen advertido, ¡cuántas dificultades habría ahorrado a todo el Círculo! En fin —agregó Bradley melancólicamente—, así es la vida.
»Pero todo esto tiene poco que ver con lo que pensaba decirles. Estábamos hablando de asesinatos abiertos y cerrados.
»Tenía la determinación de no formarme juicios definitivos en ningún sentido, de modo que, para no arriesgar ninguna conclusión prematura, encaré este caso como un asesinato abierto. Estaba, pues, en la posición de que cualquier persona podía caer bajo sospecha. Para limitar algo este campo de acción, me dediqué a reconstruir mentalmente la personalidad del asesino que lo había cometido en realidad, utilizando para ello los pocos indicios que dejó tras sí.
»Mis conclusiones sobre la elección del nitrobenceno estaban hechas, como he señalado ya. Pero, como corolario de la conclusión referente a una buena educación, agregué el comentario: buena educación, pero no en los internados tradicionales de Inglaterra, ni en la Universidad. ¿No está usted de acuerdo, Sir Charles? La verdad es que nadie proveniente de esos ambientes podría haber cometido este crimen.
—Hombres educados en nuestros internados han cometido asesinatos antes de ahora —señaló Sir Charles, sin comprender.
—Tiene usted razón, pero no con un método tan poco caballeresco como éste. El código de nuestros colegios tradicionales tiene seguramente algún significado. Por lo menos, mucha gente que ha recibido esa educación me lo ha señalado más de una vez. Este asesinato no ha sido perpetrado por un caballero. Cuando un caballero se decide a cometer un acto tan poco convencional, utiliza un hacha o un revólver, o cualquier arma que le permita enfrentarse con su víctima. Nunca asesina a otro hombre por la espalda, por así decirlo. Estoy seguro de ello.
»Además, otra conclusión obvia es que se trata de una persona de gran destreza manual. Desenvolver los bombones, vaciados, llenarlos nuevamente, obturarlos con chocolate fundido y envolverlos de nuevo, evitando que parezcan haber sido tocados, no es fácil, les aseguro. Y no olviden que el asesino trabajó con guantes.
»Primero pensé que esta extraordinaria limpieza indicaba que el asesino era una mujer. Pero posteriormente hice una experiencia con una docena de personas amigas, hombres y mujeres, haciéndoles repetir el proceso, y de todos, sólo yo, debo señalarlo con orgullo, logré hacerlo sin dejar rastros en los bombones. En consecuencia, no fue necesariamente una mujer. Pero, sea quien fuere, se trata de una persona de gran destreza manual.
»Veamos ahora el punto referente a la exacta dosificación del veneno. Me parece muy revelador, pues indica un espíritu metódico, con fuerte tendencia a la simetría. Hay personas así, que no pueden soportar que dos cuadros estén colgados asimétricamente. Sé lo que digo, porque yo soy un poco así. En mi opinión, la simetría es sinónimo de orden. Comprendo muy bien que el asesino haya llenado los bombones como lo hizo. Es lo que yo habría hecho inconscientemente.
»Creo que debemos atribuirle una inteligencia creadora. Un crimen como éste no se realiza siguiendo un impulso, sino que se planea, paso a paso, escena por escena, exactamente como una obra teatral. ¿No lo cree usted, Mrs. Fielder-Flemming?
—No se me había ocurrido, pero es posible.
—Le aseguro que lo es. El asesino debió dedicar mucho tiempo y reflexión a llevar a cabo el crimen. No creo que debamos detenernos mucho en la posibilidad de un plagio de otros crímenes. Las inteligencias más fecundas suelen no tener a menos adaptar ideas ajenas a sus fines. Yo mismo suelo hacerlo. Supongo que usted también, Mr. Sheringham; usted también, sin duda, Miss Dammers; y usted, Mrs. Fielder-Flemming. ¡Vamos, seamos sinceros!
Un murmullo afirmativo sirvió para expresar que de vez en cuando se producían casos como el citado por Bradley.
—Lo suponía. Recuerden ustedes que Sullivan acostumbraba adaptar música religiosa, y llegó a convertir un canto gregoriano en
Un par de ojos resplandecientes,
o algo igualmente frívolo. El recurso es, pues, aceptable. Bien, tenemos todos estos elementos que aportar al retrato de nuestro asesino. Por último, su psicología debe presentar esa característica de inhumanidad fría e implacable del envenenador. Creo que esto es todo. Pero es bastante. Cualquiera podría reconocer al criminal si se encontrase frente a una persona con características tan peculiares.
»¡Ah! Hay otro punto que no debo omitir. Me refiero al crimen que a mi juicio ofrece un perfecto paralelo con éste. Me sorprende que nadie lo haya mencionado, ya que ofrece una notable semejanza con el caso que nos ocupa. No es un caso muy divulgado, pero posiblemente todos ustedes lo conocen. Me refiero al asesinato del doctor Wilson en Filadelfia, hace exactamente veinte años.
»Lo esbozaré brevemente. Una mañana, el doctor Wilson recibió lo que parecía ser una botella de cerveza y, adjunta a ella, una carta, escrita aparentemente en papel de la cervecería. Wilson bebió la cerveza durante el almuerzo y murió. La cerveza estaba saturada de cianuro de potasio.
»Pronto se estableció que la cerveza no provenía de la fábrica, que nunca enviaba muestras a particulares. Había sido despachada por la oficina de correos local. Lo único que se logró averiguar fue que había sido entregada para su envío por un desconocido. La etiqueta impresa y la carta eran falsificadas, impresas expresamente.
»El misterio nunca fue resuelto. No fue posible localizar la imprenta, a pesar de que la policía recorrió todos los talleres gráficos del país. Tampoco se pudo establecer el móvil del crimen. He aquí un típico asesinato abierto. La botella llegó de no sabemos dónde, y allí permaneció el asesino.
»No les pasará inadvertida la semejanza con el caso Bendix, particularmente en cuanto al uso de una muestra como instrumento del crimen. Como dijo Mrs. Fielder-Flemming, la semejanza es demasiado estrecha para ser casual. Nuestro asesino tiene que haber conocido el caso Wilson, y el éxito obtenido por su autor. La verdad es que puede haber existido un móvil poderoso. Wilson se dedicaba a provocar abortos, y alguien ha de haber deseado castigarle. Un caso de conciencia, me imagino. Hay personas que la tienen. En este factor reside la segunda analogía con nuestro crimen. Sir Eustace era reconocidamente un peligro para la sociedad. Y ello va en apoyo de la teoría policial sobre un fanático anónimo. En mi opinión, tal punto de vista es muy defendible. Pero debo seguir con mi exposición.
»Alcanzada esta etapa, preparé una tabla de mis conclusiones e hice una lista de las condiciones que debía llenar el criminal. Estas condiciones son tantas y tan diversas, Sir Charles, que, si fuese posible hallar a alguien que las llenase, las probabilidades de que fuese el culpable serían no ya de un millón, sino de varios millones contra uno. No es ésta una afirmación ligera, sino un hecho matemáticamente establecido.
»He anotado doce condiciones, y las probabilidades matemáticas de que se cumplan en un solo individuo son, según mis cálculos, de cuatrocientos setenta y nueve millones mil seiscientas contra una. Y esto sería, no lo olviden ustedes, siempre que las probabilidades fuesen parejas. Pero no lo son. Por ejemplo, que el asesino tenga nociones de criminología es una probabilidad de diez contra una. En cambio, que tenga oportunidades de obtener papel de escribir de la casa Mason es de ciento contra una.
»Bueno, en conjunto —afirmó Bradley—, yo diría que las probabilidades son aproximadamente de cuatro billones setecientos noventa mil millones quinientas dieciséis mil cuatrocientas cincuenta y ocho contra una. En otros términos, es una imposibilidad. ¿No lo creen ustedes?
Todos estaban demasiado anonadados por las cifras astronómicas citadas por Bradley para mostrarse en desacuerdo.
—Muy bien, estamos todos de acuerdo, pues —dijo Mr. Bradley alegremente—. Leeré mi lista.
Luego de buscar en su libreta, comenzó a leer lo que sigue:
CONDICIONES QUE DEBE LLENAR EL CRIMINAL
—Como ven ustedes —dijo Mr. Bradley, guardando su libreta—, también yo estoy de acuerdo con Sir Charles en que el asesino nunca habría confiado el despacho del paquete a otra persona. No quiero dejar de señalar otro punto, con fines de referencia. Si alguno de ustedes desea ver una estilográfica Onix, con pluma mediana, puede examinar la mía. Y, por una casualidad, la he llenado con tinta Harfield.
La estilográfica de Bradley circuló lentamente en torno de la mesa, mientras éste, arrellanado en su sillón, vigilaba su trayecto con una sonrisa paternal.
—Y eso es todo —dijo, cuando le hubieron devuelto la estilográfica.
A Roger le pareció vislumbrar la explicación en el resplandor que aparecía de vez en cuando en los ojos de Bradley.
—¿Quiere usted decir —dijo— que el problema está todavía sin resolver? En otros términos, ¿que los cuatro billones de probabilidades han sido demasiadas para usted? ¿No le fue posible hallar a nadie que cumpliese sus condiciones?
—Pues bien —dijo Bradley, con inusitada reticencia—, ya que insisten en saberlo, debo decirles que he hallado una persona.
—¡Muy bien! ¡Quién! ¿Quién es?
—¡Ah! Me ponen ustedes en aprietos —respondió Bradley—. En verdad me cuesta decirlo. ¡Es tan ridículo!
Un coro de quejas, ruegos y exhortaciones se dejó oír inmediatamente. Nunca se había visto Bradley rodeado de tanta popularidad.
—Se van a reír de mí si lo digo.
Era evidente que cualquiera de los presentes preferiría sufrir las torturas de la Inquisición antes que reírse de Mr. Bradley. Nunca hubo personas menos dispuestas a alegrarse a costa de Mr. Bradley que las que estaban allí reunidas.
Mr. Bradley cobró ánimo.
—Bueno, es muy difícil expresarlo. Verdaderamente, no sé cómo empezar. Si yo les demuestro que la persona que voy a señalar no sólo llena mis condiciones, sino que además tenía un cierto interés, aunque indirecto, en enviar los bombones a Sir Eustace, ¿me promete usted, Mr. Sheringham, que los presentes me darán sus valiosos consejos acerca de cuál es mi deber?
—¡Sí, hombre, sí! —convino Roger rápidamente y con incontenible interés. Una vez más, había estado casi seguro de tener la solución, pero ahora sentía que él y Bradley no habían llegado al mismo resultado. Y Bradley estaba por señalar al culpable…
—¡Gran Dios! ¡Sí!— repitió.
Mr. Bradley miró por turno a los circunstantes con aire preocupado.
—Pero, ¿es posible que no sepan a quién me refiero? ¡Y yo que creí haberlo insinuado en cada una de mis frases!
Nadie comprendió a quién se refería.
—La única persona, dentro de lo que he podido establecer, que llena las doce condiciones —dijo Bradley lentamente, mientras pasaba la mano por sus cabellos cuidadosamente aplastados—, pues bien, lo diré de una vez… No es mi hermana…, sino…, sino… ¡Yo!