El caso de los bombones envenenados (17 page)

Read El caso de los bombones envenenados Online

Authors: Anthony Berkeley

Tags: #Policiaco

BOOK: El caso de los bombones envenenados
13.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se produjo un silencio de estupefacción.

—¿Dijo usted…, usted? —preguntó finalmente Mr. Chitterwick.

Mr. Bradley le miró con ojos melancólicos.

—Es evidente. Yo tengo conocimientos más que elementales de química. Sé hacer nitrobenceno, y lo he preparado con frecuencia. Yo soy criminólogo. Yo he tenido una educación más o menos sólida, aunque no he concurrido a internados particulares ni a la universidad. Yo he tenido acceso al papel de cartas de la casa Mason. Yo poseo una máquina de escribir Hamilton. Yo estuve en la calle Southampton durante la hora crítica. Yo tengo una estilográfica Onix, con pluma mediana, llena con tinta Harfield. Yo tengo lo que podría llamarse un espíritu creador, pero no desdeño adaptar ideas ajenas. Yo tengo una destreza manual algo más que mediana. Yo soy una persona de hábitos metódicos, con una fuerte inclinación hacia la simetría. Y, aparentemente, yo tengo la inhumana frialdad del envenenador.

»Así es —suspiró Bradley—. No hay que hacerle. Yo envié los bombones a Sir Eustace.

»No pudo ser otro. Lo he probado en forma definitiva. Y lo extraordinario es que no recuerdo nada del hecho. Supongo que lo hice mientras estaba pensando en otra cosa. He notado que mi distracción aumenta día a día.

Roger luchaba contra un deseo incontenible de reír a carcajadas. A pesar de ello, logró mantener la gravedad propia de su investidura.

—¿Y cuál cree usted que ha sido su móvil, Bradley?

Bradley pareció salir de su abatimiento.

—Comprendo que aquí se hallaba la dificultad. Durante mucho tiempo no logré determinar mis móviles para el crimen, ni siquiera establecer relación alguna entre Sir Eustace y yo. He oído hablar de él, sin duda, como cualquiera que haya concurrido al Rainbow. Sabía que es un individuo objetable. Pero no tenía ningún resentimiento personal contra el hombre. Por lo que a mí se refiere, puede ser todo lo objetable que quiera. Tampoco creo haberle visto nunca. Sí, el móvil constituía un verdadero obstáculo, porque, indudablemente, tenía que haber un móvil. De otro modo, ¿por qué habría de haber intentado matarle?

—¿Y encontró usted el móvil?

—Creo que sí —dijo Bradley con orgullo—. Luego de devanarme los sesos durante muchos días, recordé que una vez me había sorprendido diciendo a un amigo, durante una conversación sobre temas policiales, que la ambición de mi vida era cometer un asesinato, pues estaba seguro de poder hacerlo impunemente. Señalé luego que la sensación de peligro debía de ser estupenda, y que ningún juego de azar podría proporcionar sensaciones como aquélla. En realidad, el asesino hace una apuesta con la policía, ofreciendo como prendas la vida propia y la de la víctima. Si sale impune, gana ambas. Si es castigado, las pierde. Para un hombre como yo, que tengo la desgracia de sentirme perpetuamente hastiado de las diversiones habituales, el asesinato sería la diversión
par excellence.

—¡Ah! —comentó Roger.

—Cuando recordé esta conversación —prosiguió Bradley con gran seriedad—, me pareció significativa en extremo. Inmediatamente fui a ver a mi amigo, y le pregunté si la recordaba y si estaría dispuesto a jurar que en efecto había tenido lugar. Mi amigo estaba dispuesto a ello. Además, pudo agregar otros detalles tan comprometedores, que tomé su declaración por escrito.

»Para ilustrar mi idea, mi amigo me dijo que procedí a desarrollar un posible método para llevar a cabo un crimen. Lo obvio, dije, era elegir una figura cuya supresión significase un beneficio para el mundo, no necesariamente un político, puesto que a la vez debía eludir lo excesivamente obvio, y asesinarla a la distancia. Para aumentar el interés del juego, debía dejar uno o dos rastros más o menos confusos. Aparentemente, dejé más de los que pensaba.

»Mi amigo terminó diciendo que, cuando me separé de él aquella noche, expresé la más firme intención de cometer mi asesinato en la primera oportunidad. No sólo sería para mí la diversión ideal, sino que la experiencia me sería de enorme valor como escritor de novelas policiales.

»Con esto —dijo Mr. Bradley con dignidad—, creo dejar establecido el móvil.

—El asesinato experimental —observó Roger—. Sería una nueva categoría. ¡Qué interesante!

—No, asesinato por depravados buscadores de sensaciones —le corrigió Mr. Bradley—. Hay un precedente, como usted recordará. Loeb y Leopold
[4]
. Pues bien, he probado mi caso.

—Lo ha probado usted definitivamente, por lo que puedo juzgar. No veo ni un punto débil en sus argumentos.

—Me he esmerado en elaborar una teoría mucho más sólida que las que acostumbro presentar en mis libros. Usted podría hacerme condenar fácilmente con semejante evidencia, ¿no es verdad, Sir Charles?

—Me gustaría estudiarla más detenidamente, Bradley, pero, a primera vista, yo diría que, dentro de las limitaciones de la evidencia circunstancial, que, por otra parte, para mí es fundamental, no veo ningún motivo para dudar de que usted envió los bombones a Sir Eustace.

—¿Y si yo le dijese aquí mismo que los envié en realidad? —preguntó Bradley.

—Yo no tendría por qué no creerle.

—Pues, le diré a usted: no los envié. Pero si se me concede tiempo, estoy dispuesto a probar en forma igualmente convincente que el culpable es el arzobispo de Canterbury o Sybil Thorndike, o Mrs. Robinson-Smythe, de «Los Laureles», Acacia Road, Upper Tooting, o el presidente de los Estados Unidos, o quienquiera en este mundo cuyo nombre les interese.

»Esto, en cuanto se refiere a las pruebas. Elaboré todo el caso contra mí mismo sobre una coincidencia, la de que mi hermana tenía en su poder unas hojas de papel de Mason e Hijos. No he dicho nada que no sea verdad. Pero no he dicho toda la verdad. El testimonio artístico, como todo testimonio, es simplemente una cuestión de selección. Si sabemos qué incluir y qué omitir, es posible probar lo que se quiera en términos totalmente convincentes. Yo lo hago en todos mis libros, y ningún crítico me ha atacado hasta ahora por mis argumentos poco sólidos o ilógicos. Aunque, en verdad —agregó Bradley modestamente—, no creo que ningún crítico lea mis libros.

—Es muy ingeniosa su teoría —comentó Alicia Dammers—, además de ser altamente instructiva.

—Muchas gracias —murmuró Mr. Bradley, halagado.

—En fin, en resumen —declaró Mrs. Fielder-Flemming bruscamente—, usted no tiene la menor idea de quién es el asesino.

—Sí, la tengo —repuso Bradley lánguidamente—, pero no puedo probarlo. De modo que es inútil que se lo diga.

Inmediatamente todo el mundo prestó atención.

—¿Ha descubierto usted al culpable, a pesar de todas las probabilidades en contra que mencionó? —preguntó Sir Charles.

—Sí, la mujer en quien pienso llena todas mis condiciones. Tiene que llenarlas, puesto que cometió el crimen. Pero desgraciadamente, no he podido corroborar todos los datos.

—¡La mujer! —exclamó Mr. Chitterwick.

—¡Ah, sí! Es una mujer. Esto es lo más evidente de todo el caso. Y, dicho sea de paso, es uno de los puntos que omití señalar hace un rato. En verdad me sorprende que nadie haya hecho la observación hasta ahora. Si algo resulta evidente en este asunto, es que se trata de la obra de una mujer. Nunca se le ocurriría a un hombre enviar bombones a otro. Enviaría una navaja envenenada, o whisky, o cerveza, como el asesino del infortunado doctor Wilson. Evidentemente se trata de una mujer.

—No estoy seguro de ello —murmuró Roger. Mr. Bradley le dirigió una mirada.

—¿No está usted de acuerdo, Mr. Sheringham?

—Sólo expresé una duda. Me parece un punto muy discutible.

—Irrebatible, diría yo —dijo Bradley con fingida indiferencia.

—Pues bien —dijo Miss Dammers, impaciente ante estos rodeos—. ¿Nos va a decir usted quién fue, Mr. Bradley?

Éste la miró irónicamente.

—Pero, ya les dije que era inútil, puesto que no puedo probarlo. Además, media el honor de la interesada.

—¿Va usted a mencionar la ley sobre calumnias, a fin de salir del paso?

—No, en modo alguno. No tengo el menor inconveniente en señalarla como asesina, pero hay algo mucho más importante. Esta mujer ha sido amante de Sir Eustace en una época, y hay un código sobre la reserva a guardar en estos casos.

—¡Ah! —observó Mr. Chitterwick.

—¿Iba a decir usted algo? —preguntó Bradley.

—No, no. Me estaba preguntando si usted habrá seguido el mismo camino de investigación que yo.

—¿Se refiere usted a la hipótesis de una amante repudiada?

—Pues bien —dijo Mr. Chitterwick, muy incómodo—, sí.

—Comprendo. ¿De modo que descubrió usted ese camino, Mr. Chitterwick? —El tono de Mr. Bradley era el de un maestro benévolo cuando palmea la cabeza de un alumno precoz—. Evidentemente es el verdadero. Considerando el crimen en conjunto, y examinado el carácter de Sir Eustace, una amante despechada, ciega de celos, se destaca como un fanal. He aquí otro de los puntos que omití cuidadosamente en mi lista de condiciones. Número 13, el criminal debe ser una mujer. Y volviendo al testimonio artístico, tanto Sir Charles como Mrs. Fielder-Flemming lo utilizaron cuando omitieron establecer una relación entre el nitrobenceno y sus respectivos asesinos, si bien tal relación es esencial en ambos casos.

—Entonces, ¿usted cree verdaderamente que el móvil del crimen han sido los celos? —preguntó Mr. Chitterwick.

—Estoy plenamente convencido de ello —respondió Mr. Bradley—. Pero les diré algo más, de lo cual no estoy tan seguro. Esto es, de que la víctima elegida haya sido Sir Eustace.

—¿Que no haya sido la víctima elegida? —preguntó Roger con tono aprensivo—. ¿Y cómo llegó usted a esa suposición?

—Pues bien, he descubierto que Sir Eustace tenía un compromiso para el almuerzo el día del crimen. Parece haber guardado gran secreto acerca de él, y sin duda era con una mujer, no sólo con una mujer, sino con una mujer en la cual Sir Eustace estaba algo más que interesado. No creo que haya sido Miss Wildman, sino más bien alguien cuya existencia Sir Eustace quería que ésta ignorase. Pero mi opinión es que la mujer que envió los bombones sabía de esta proyectada cita. La cita fue cancelada, pero es posible que, en cambio, haya ignorado esta cancelación.

»Mi idea, y es tan sólo una idea que de ninguna manera puedo probar, aunque ella hace de los bombones un instrumento más lógico aún, es que éstos estaban destinados no a Sir Eustace, sino a la rival de quien los envió.

—¡Ah! —murmuró Mrs. Fielder-Flemming.

—Ésta es una idea totalmente nueva —gruñó Sir Charles.

Roger había recorrido mentalmente los nombres de las innumerables amistades femeninas de Sir Eustace. Hasta entonces no había logrado relacionar a ninguna de ellas con el crimen, ni tampoco podía hacerlo ahora. Con todo, no creía que se le hubiera escapado el nombre de ninguna.

—Si la mujer a que usted se refiere, Bradley, era en realidad la amante de Sir Eustace, no creo que deban preocuparle las convenciones de honor. Es seguro que su nombre está en boca de todos los socios del Rainbow, si no en la de todos los socios de todos los clubs de Londres. Sir Eustace no es un hombre reservado.

—Puedo asegurar a Mr. Bradley —dijo Miss Dammers con ironía— que el código de honor de Sir Eustace es mucho menos rígido que el suyo propio.

—En este caso —repuso Bradley—, no lo creo.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que estoy seguro de que, aparte de mi informante involuntario, de Sir Eustace y de mí mismo, nadie conoce esta relación. Salvo la mujer en cuestión —agregó Bradley delicadamente—. Naturalmente, a ella no puede habérsele escapado.

—¿Cómo lo descubrió? —preguntó Miss Dammers.

—Eso —replicó Bradley tranquilamente— es algo que no puedo decir.

Roger se acarició el mentón. Era posible que hubiese otra mujer de la cual no había oído nada. En tal caso, ¿cómo podría mantenerse en pie su propia teoría?

—¡Su paralelo, tan exacto, queda destruido, pues! —dijo Mrs. Fielder-Flemming.

—No, pero aun en ese caso, tengo otro igualmente bueno. El caso de Cristina Edmonds. Tiene las mismas características, salvo el factor de insanía que aparece en el de Edmonds. Celos, bombones envenenados. ¿Qué puede ser mejor?

—¡Hum! El fundamento principal de su teoría anterior —dijo Sir Charles—, o por lo menos, del punto de partida, era el nitrobenceno. Supongo que éste y las conclusiones que derivó usted de él tienen igual importancia en esta hipótesis. Debemos suponer, pues, que la mujer de que tratamos es aficionada a la química y tiene un ejemplar de Taylor en su biblioteca.

Bradley esbozó una sonrisa.

—Ése era, como usted lo ha señalado, Sir Charles, el fundamento principal de mi hipótesis. Pero no lo es de ésta. Temo que mis consideraciones sobre la elección del veneno hayan sido algo artificiales. Mi objeto era llevarles hasta una determinada persona y, por consiguiente, saqué las conclusiones que convenían a aquella persona en particular. A pesar de ello, hay mucho de verdad en todo lo que dije entonces, si bien no diría ahora que sus probabilidades de ser absolutamente exacto sean las mismas. Estoy casi dispuesto a creer que el nitrobenceno fue utilizado simplemente porque era fácil obtenerlo. Aunque es verdad, por otra parte, que la substancia es apenas conocida como veneno.

—¿Entonces no utiliza usted dicho factor en su presente hipótesis?

—Sí. Sigo pensando que el hecho importante de que el asesino no lo utilizaba para su trabajo, sino que más bien conocía sus usos, es perfectamente válido. Creo que sería posible establecer el origen de esta familiaridad con el nitrobenceno. Antes señalé como motivo la posesión de un ejemplar de la obra de Taylor, y lo hago una vez más en este caso. La mujer de quien hablo tiene un ejemplar de Taylor.

—¿Es una criminóloga, pues? —preguntó Mrs. Fielder-Flemming.

Mr. Bradley se arrellanó en su asiento y contempló el cielo raso.

—Este punto está librado a la especulación. Francamente, me intriga el asunto de la criminología. Por mi parte, no puedo imaginar a esta mujer como una «ista» de ninguna clase. Su función en la vida resulta perfectamente obvia, la que realizaba para Sir Eustace, y no la supondría capaz de ninguna otra. Salvo la de empolvarse la nariz con mucha gracia, y tener un aspecto muy decorativo. Pero todo ello es parte de su esencial
raison d’être.
No, no creo que sea una criminóloga, o criminalista, ni mucho menos, más de lo que podría serlo un canario. Pero la verdad es que ha de tener algunas nociones de la materia, porque en su departamento he visto un anaquel lleno de libros sobre el tema.

Other books

Cronicas del castillo de Brass by Michael Moorcock
Sorcerer's Legacy by Janny Wurts
Alpha Bully by Sam Crescent
The Honey Queen by Cathy Kelly
Strange Angel by George Pendle
Craving Lucy by Terri Anne Browning
Baby Mine by Tressie Lockwood
Meant For Me by Erin McCarthy