El caso de los bombones envenenados (23 page)

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Authors: Anthony Berkeley

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BOOK: El caso de los bombones envenenados
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—Tenemos —prosiguió Miss Dammers— a Mr. Bendix desplazado de su papel temporario de villano y una vez más en su papel inicial de segunda víctima.

—Pero sin que Sir Eustace haya vuelto al reparto en su papel estelar de primera víctima —terció Mr. Bradley.

Miss Dammers ignoró la interrupción.

—En este punto, creo que Mr. Sheringham encontrará mi teoría tan interesante como yo encontré la suya anoche, pues si bien diferimos notablemente en algunos puntos esenciales, estamos de acuerdo en otros. Y uno de los puntos en que estamos de acuerdo es en que la víctima elegida desde un principio era Mrs. Bendix.

—¿Qué has dicho, Alicia? —exclamó Mrs. Fielder-Flemming—. ¿También tú crees que el plan estaba dirigido desde un principio contra Mrs. Bendix?

—No tengo la menor duda de ello. Pero para probarlo debo destruir primero otra de las conclusiones de Mr. Sheringham.

»Usted señaló, Mr. Sheringham, que las diez y media de la mañana era una hora desusada de llegar al club para Mr. Bendix, y, por lo tanto, altamente significativa. Es verdad. Infortunadamente usted dio una interpretación errónea a este hecho. Su llegada a esa hora no implica necesariamente un móvil tortuoso, como usted supuso. Lo que usted no advirtió, y para ser equitativa señalo que nadie lo hizo, es que si Mrs. Bendix era la víctima elegida y Mr. Bendix no era el asesino, su presencia en el club a aquella hora inusitada podía haber sido planeada por el asesino. De cualquier manera, creo que Mr. Sheringham debió dar a Mr. Bendix una oportunidad de explicarse. Esto es lo que yo hice.

—¿Preguntó usted a Bendix cómo podía explicar su llegada al club a las diez y media de la mañana? —inquirió Mr. Chitterwick admirado. Así actuaba un verdadero detective. Pero desgraciadamente la timidez había impedido a Mr. Chitterwick comportarse como tal.

—Exactamente. Le telefoneé y le interrogué al respecto. Por lo que pude inferir, la policía tampoco había pensado en aclarar este punto. Y si bien Bendix respondió en la forma en que yo esperaba, evidentemente no atribuyó mayor importancia a mis preguntas. Me dijo que había concurrido al club a recibir un llamado telefónico. Ustedes se preguntarán por qué no dispuso que le llamasen a su domicilio. Es la misma pregunta que yo le hice. La razón era que no le interesaba recibir en su casa un mensaje de la naturaleza de éste. Debo admitir que insistí mucho sobre el contenido de este mensaje, y como Mr. Bendix no tenía ninguna idea del objeto de mis preguntas, es probable que haya considerado mi insistencia de pésimo gusto. Pero no podía evitarlo.

»Finalmente, Mr. Bendix admitió que la tarde anterior le había telefoneado a su oficina una señorita, Vera Delorme, que tiene un papel secundario en la revista
¡Arriba los Talones!
en el Regency. Bendix la había visto una o dos veces, y en verdad tenía ganas de conocerla mejor. Ella le preguntó si tenía algo importante que hacer durante la mañana del día siguiente, a lo cual Bendix respondió que no, y que estaría encantado de llevarla a almorzar. Ella todavía no estaba segura de tener esa hora disponible, pero convino en llamarle al día siguiente a las diez y media al club Rainbow.

Los demás miembros del Círculo quedaron muy pensativos.

—No veo la importancia de eso —dijo por fin Mrs. Fielder-Flemming.

—¿No? ¿Y si yo les digo que Miss Delorme niega haber telefoneado a Mr. Bendix?

Los cinco miembros hicieron un gesto de sorpresa.

—¡Eso es otra cosa! —dijo Mrs. Fielder-Flemming.

—Por cierto que inmediatamente traté de verificar los datos de Mr. Bendix —dijo Miss Dammers.

Mr. Chitterwick suspiró. Ésa era, sin duda, la forma de desentrañar misterios.

—¿Entonces su asesino tenía un cómplice, Miss Dammers? —preguntó Sir Charles.

—Tenía dos cómplices, ambos involuntarios —repuso Miss Dammers.

—¡Ah, sí! Usted se refiere a Bendix. ¡Y a la mujer que le telefoneó!

—¡Bien! —Miss Dammers miró a su alrededor con su calma habitual—. ¿No les resulta evidente?

Aparentemente no era éste el caso.

—Por lo menos debe resultarles obvio por qué Miss Delorme fue elegida como la persona que telefoneó a Mr. Bendix; éste apenas la conocía, y de ningún modo reconocería su voz por teléfono. En cuanto a la persona que en realidad hizo el llamado… La verdad es que me sorprende que no lo hayan adivinado—. Miss Dammers era la imagen de la ironía ante semejante falta de perspicacia.

—¡Mrs. Bendix! —exclamó de pronto Mrs. Fielder-Flemming, al descubrir la posibilidad de un nuevo triángulo.

—Sin duda, Mrs. Bendix, avisada por alguien acerca de las pequeñas escapadas de su esposo.

—Y ese alguien es el asesino —dijo Mrs. Fielder-Flemming—. Un amigo de Mrs. Bendix. Por lo menos —agregó confusa, al recordar que no se suele asesinar a los amigos—, ella le suponía su amigo. Esto es muy interesante, Alicia.

Miss Dammers esbozó una sonrisa levemente irónica.

—Sí, es un asunto muy íntimo, este crimen. Además llama la atención su trama tan compacta.

»Pero me estoy apresurando demasiado. Antes de exponer mi teoría, es mejor que termine de refutar la de Mr. Sheringham. —Roger dejó escapar un suspiro y miró al cielo raso. Éste le recordó el rostro de Miss Dammers, en vista de lo cual miró otra vez hacia abajo.

»Verdaderamente, Mr. Sheringham, su fe en la naturaleza humana es excesiva. —Miss Dammers se mofó sin piedad—. Usted cree cualquier cosa que le digan. En ningún momento le ha parecido necesario un testigo que corrobore lo dicho por otro. Estoy segura de que si alguien le hubiese visitado en su domicilio para decirle que el rey de Persia inyectó el nitrobenceno en los bombones, usted le habría creído sin vacilar.

—¿Quiere usted insinuar que alguien me ocultó la verdad? —murmuró el acosado Roger.

—Más que eso. Lo probaré. Cuando usted nos dijo anoche que el vendedor de máquinas de escribir identificó positivamente a Mr. Bendix como comprador de la Hamilton 4, me sorprendió mucho. Tomé nota de la dirección del comercio, y esta mañana a primera hora concurrí allí. Le recriminé al hombre el haberle mentido a usted, y él lo admitió con una amplia sonrisa.

»Por lo que él podía juzgar, usted quería simplemente una Hamilton 4, y él tenía una buena máquina en venta. No vio mal alguno en hacerle creer a usted que aquél era el comercio en el cual su amigo había comprado su propia máquina. Y si a usted le tranquilizó que identificase a su amigo por su fotografía, le diré que está dispuesto a satisfacerle tantas veces como fotografías le muestre usted.

—Comprendo —dijo Roger, e inmediatamente pensó en las ocho libras que entregara a aquel simpático vendedor por una Hamilton 4 que no le hacía falta.

—En cuanto a la vendedora de Webster —continuó Miss Dammers implacablemente—, estaba también dispuesta a admitir que tal vez había cometido un error al identificar al amigo de aquel caballero que concurriera a la casa el día anterior, para pedir papel de cartas. Pero la verdad es que el caballero en cuestión se había mostrado tan preocupado por el papel, que le había parecido mal desilusionarle. Y tampoco veía mal alguno en ello, de veras, no lo veía. —La imitación que hizo Miss Dammers del modo de hablar de la vendedora era sumamente fiel, pero la risa de Roger no fue espontánea.

»Lamento haberme ensañado con usted —dijo Miss Dammers.

—No es nada —repuso Roger.

—Ello era esencial para mi propia teoría.

—Sí, ya lo veo.

—Entonces, queda terminado el caso de Mr. Sheringham. No creo que tenga usted más pruebas, ¿no es verdad?

—No.

—Observarán ustedes —continuó diciendo Miss Dammers, asestando el golpe mortal a la teoría de Roger— que estoy siguiendo el método de ocultar hasta el fin el nombre del asesino. Ahora que me ha tocado hablar, comprendo las ventajas de este método. Pero seguramente ustedes han adivinado ya la identidad del asesino, o lo harán tan pronto como haya desarrollado mi hipótesis. Para mí, por lo menos, esta identidad resulta absurdamente evidente. Pero antes de revelarlo oficialmente, quiero mencionar otros puntos, no relacionados con la evidencia propiamente dicha, sino con las consideraciones hechas por Mr. Sheringham en el curso de su exposición.

»Mr. Sheringham elaboró su teoría en forma muy ingeniosa, tan ingeniosa, que insistió más de una vez en la perfecta lógica que intervino en la construcción del plan, así como en el genio del criminal que llevó a cabo el asesinato. No estoy de acuerdo; mi teoría es mucho más simple. El crimen fue planeado con astucia, pero no con perfección. Dependía casi exclusivamente del azar, es decir, de que una prueba de vital importancia no fuese descubierta. Por último, la mentalidad que planeó el crimen no es excepcional ni mucho menos. Es, en cambio, una mentalidad que, abocada a un problema ajeno a su órbita habitual, actuaría, ciertamente, por imitación.

»Este hecho trae a colación una observación hecha por Mr. Bradley. Estoy de acuerdo con él en que ha sido indispensable un cierto conocimiento de criminología para la consumación del crimen, pero no cuando afirma que el criminal posee una mentalidad creadora. En mi opinión, la característica sobresaliente del hecho es su servil imitación de otros anteriores. De ello deduje el tipo de psicología del asesino. Se trata de una mentalidad carente de originalidad, intensamente rutinaria, por falta de la inteligencia necesaria para acertar ningún progreso o cambio, obstinada, dogmática y práctica, sin ningún sentido de los valores espirituales. Como personalmente sufro de una especie de aversión por todo lo que sea material, tuve la intuición de hallarme frente a mi antítesis.

Todo el mundo se mostró debidamente impresionado. Mr. Chitterwick se limitó a lanzar una exclamación admirada ante deducciones tan sutiles.

—He dado a entender que estoy de acuerdo con otra de las deducciones de Mr. Sheringham, la deducción de que los bombones fueron utilizados como instrumento del crimen porque estaban destinados a una mujer. Podría añadir aquí que en ningún momento se pensó en inferir daño alguno a Mr. Bendix. Sabemos que a Bendix no le agradaban los bombones, y es razonable suponer que el asesino también lo sabía. Nunca creyó que Bendix llegase a comerlos.

»Es curiosa la forma en que Mr. Sheringham logra a menudo dar en el blanco con sus proyectiles menores, pero no con el principal. Tenía razón al afirmar que el papel fue obtenido del muestrario de la casa Webster. La posesión del papel en cuestión me hizo cavilar mucho, y no logré aclarar nada hasta que, felizmente, Sheringham presentó su explicación. Hoy pude desvirtuar su interpretación del hecho de acuerdo con su propia teoría, para incorporarlo luego a la mía. La vendedora que pretendió reconocer la fotografía que le presentó Mr. Sheringham reconoció, esta vez sin mentir, la que yo le llevé. No sólo la reconoció —agregó Miss Dammers, mostrándose complacida por vez primera—, sino que la identificó con nombre y apellido.

—¡Ah! —comentó Mrs. Fielder-Flemming, muy interesada.

—Mr. Sheringham señaló otros puntos de menor importancia que en esta oportunidad me parece conveniente refutar. Del hecho de que la mayoría de las firmas de menor cuantía en que está interesado Mr. Bendix no están en condiciones de floreciente prosperidad, Mr. Sheringham dedujo no sólo que Bendix es un mal hombre de negocios, con lo cual no estoy de acuerdo, sino que, además, necesitaba dinero desesperadamente. Una vez más, Mr. Sheringham desdeñó verificar sus deducciones, y una vez más debe pagar esa falta reconociendo su error.

»Las fuentes de información más simples le habrían revelado que sólo una pequeña proporción de la fortuna de Mr. Bendix está invertida en esas empresas, que son en realidad los juguetes de un hombre rico. La mayor parte del dinero dejado por su padre está donde lo dejó éste, invertida en acciones del Estado y en empresas industriales de gran solidez, tan importantes que ni Bendix puede aspirar a ocupar nunca una posición directiva en ellas. Y, a juzgar por lo que conozco de él, Mr. Bendix tiene la sensatez de reconocer que no posee la capacidad de su padre, y no piensa gastar en sus juguetes más de lo que le conviene. El motivo que le atribuyó Mr. Sheringham para desear la muerte de su esposa desaparece así totalmente.

Roger inclinó la cabeza. Desde aquel momento, estaba seguro de ello, los criminólogos le señalarían con el índice, con desprecio, como al hombre que no había verificado sus propias deducciones. ¡Qué futuro de ignominia le esperaba!

—Si bien atribuyo menos importancia que él al motivo secundario, estoy inclinada a convenir con Mr. Sheringham que Bendix tiene que haberse cansado de su esposa, puesto que era un hombre normal, con las reacciones y escala de valores de un hombre normal. Yo diría que ella misma le arrojó en brazos de sus coristas, en busca de un poco de alegría y de compañía frívola. No niego que haya estado profundamente enamorado cuando se casó; no hay la menor duda de ello. Y también es probable que entonces haya sentido gran admiración por ella.

»Pero un matrimonio resulta desastroso —dijo la cínica Miss Dammers—, cuando el respeto sobrepasa todos los demás valores. Un hombre necesita un ser humano en su vida conyugal, no un objeto de profunda admiración y respeto. Debo señalar aquí que, si Mrs. Bendix llegó a cansar a su esposo, éste fue lo suficientemente caballeresco como para no demostrarlo nunca. En general, todos consideraban el suyo como un matrimonio ideal.

Miss Dammers hizo una pausa y bebió un sorbo de agua.

—Por último, Mr. Sheringham dijo que la carta y la envoltura no fueron destruidas porque el asesino pensó que le resultarían no sólo inofensivas, sino de gran utilidad. Estoy de acuerdo, pero no hago la misma deducción que Mr. Sheringham. Yo diría más bien que este punto corrobora mi teoría de que el crimen es obra de un hombre de mentalidad mediocre, pues una persona inteligente jamás dejaría rastros que pueden ser fácilmente destruidos, por útiles que los considere, pues sabe que dichos rastros, dejados con el objeto de despistar, pueden acarrearle su propia destrucción. La deducción secundaria sería que el criminal no consideró estos artículos como de utilidad para él, sino que en ellos había algún otro elemento importante. Creo saber cuál es ese elemento. Esto es todo lo que tengo que decir respecto de la teoría de Mr. Sheringham.

Roger levantó la cabeza, y Miss Dammers bebió otro sorbo de agua.

—Acerca del respeto que tenía Mr. Bendix por su esposa —se aventuró a decir Mr. Chitterwick—, ¿no hay una contradicción en ello, Miss Dammers? Hago este comentario porque al principio le oí decir a usted que su deducción de la apuesta es que tal vez Mrs. Bendix no era tan digna de respeto como todos suponíamos. ¿Cambió usted de parecer más tarde?

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