Llegaron a su puente y formaron, los escudos colocados en varas a los lados esperando el momento de ser utilizados. Cuando alzaron el puente, una espontánea salva de aplausos se alzó de entre las otras cuadrillas.
—Eso es nuevo —dijo Teft, a la izquierda de Kaladin.
—Supongo que por fin se han dado cuenta de lo que somos.
—¿Y qué somos?
Kaladin se cargó el puente sobre los hombros.
—Somos sus campeones. ¡Puente adelante!
Corrieron al trote, dejando atrás el patio, animados por los aplausos.
«Mi padre no está loco», pensó Adolin, lleno de energía y emoción mientras sus armeros le colocaban la armadura esquirlada.
Adolin llevaba varios días reflexionando sobre la revelación de Navani. Se había equivocado por completo. Dalinar Kholin no se estaba debilitando. No se estaba volviendo senil. Dalinar tenía razón, y Adolin estaba equivocado. Después de mucho analizar su alma, Adolin había tomado a una decisión.
Se alegraba de haberse equivocado.
Sonrió, flexionando los dedos de la mano recubierta ya por el guantelete esquirlado, mientras los armeros pasaban al otro lado. No sabía lo que significaban las lecciones, ni cuáles serían las implicaciones de esas visiones. Su padre era una especie de profeta, y daba algo de miedo pensarlo.
Pero, por ahora, era suficiente con que Dalinar no estuviera loco. Era hora de confiar en él. El Padre Tormenta sabía que Dalinar se había ganado ese derecho.
Los armeros terminaron con la armadura esquirlada de Adolin. Mientras se retiraban, Adolin salió a la luz, ajustándose a la fuerza, velocidad y peso combinados de la armadura. Niter y otros cinco miembros de la Guardia de Cobalto llegaron corriendo, uno de ellos con
Sangre Segura
. Adolin tomó las riendas, pero no montó todavía en el ryshadio, pues quería más tiempo para adaptarse a su armadura.
Pronto llegaron a la zona de reunión. El padre de Adolin, con su armadura esquirlada, hablaba con Teleb. Parecía alzarse sobre ellos mientras señalaba al este. Las compañías de soldados se dirigían ya hacia el filo de las Llanuras.
Adolin caminó hacia su padre, ansioso. No muy lejos divisó una figura que cabalgaba por el extremo oriental de los campamentos. La figura llevaba una brillante armadura roja.
—¿Padre? —preguntó Adolin, señalando—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿No debería esperar a que lleguemos a su campamento?
Dalinar alzó la cabeza. Esperó a que un mozo le trajera a
Galante
, y los dos montaron. Cabalgaron para salir al paso de Sadeas, seguidos por una docena de miembros de la Guardia de Cobalto. ¿Quería Sadeas cancelar el ataque? ¿Le preocupaba fracasar de nuevo contra la Torre?
Cuando se encontraron, Dalinar frenó a su caballo.
—Deberías ponerte en marcha, Sadeas. La velocidad será importante, si queremos llegar a la meseta antes de que los parshendi cojan la gema corazón y se marchen.
El alto príncipe asintió.
—De acuerdo, en parte. Pero tenemos que hablar primero. ¡Dalinar, es la Torre lo que vamos a atacar! —parecía ansioso.
—Sí, ¿y…?
—¡Condenación, hombre! Fuiste tú quien me dijo que teníamos que encontrar un modo de atrapar una gran número de parshendi en una meseta. La Torre es perfecta. Siempre llevan una gran fuerza allí, y dos lados son inaccesibles.
Adolin asintió.
—Sí —dijo—. Padre, tiene razón. Si podemos encerrarlos y golpear con fuerza…
Los parshendi normalmente huían cuando tenían grandes pérdidas. Era una de las cosas que prolongaban tanto la guerra.
—Podría significar un punto de inflexión en la guerra —dijo Sadeas, los ojos encendidos—. Mis escribanas calculan que no les quedarán más de veinte o treinta mil soldados. Los parshendi enviarán allí diez mil: lo hacen siempre. Pero si pudiéramos acorralarlos y matarlos a todos, casi destruiríamos su capacidad de hacer la guerra en estas Llanuras.
—Funcionará, padre —dijo Adolin, ansioso—. Eso podría ser lo que hemos estado esperando…, lo que has estado esperando. ¡Una forma de darle un vuelco a la guerra, un modo de causar tanto daño a los parshendi que no puedan permitirse seguir luchando!
—Necesitamos soldados, Dalinar —dijo Sadeas—. Montones de ellos. ¿Cuántos hombres podrías reunir, como máximo?
—¿Con tan poca antelación? Ocho mil, tal vez.
—Tendrá que bastar. He conseguido movilizar a unos siete mil. Los llevaremos a todos. Lleva a tus ocho mil a mi campamento, y usaremos todas mis cuadrillas de los puentes y marcharemos juntos. Los parshendi llegarán primero: es inevitable con una meseta tan cercana a su lado. Pero si podemos ser lo bastante rápidos, podremos acorralarlos. ¡Entonces les demostraremos lo que es capaz de hacer un auténtico ejército alezi!
—No arriesgaré vidas con tus puentes, Sadeas —dijo Dalinar—. No sé si puedo estar de acuerdo en un asalto completamente conjunto.
—Bah —respondió Sadeas—. Tengo un nuevo modo de utilizar a los hombres de los puentes, un modo que no requiere tantas vidas. Sus bajas se han reducido casi a la nada.
—¿De verdad? —dijo Dalinar—. ¿Es por esos hombres con armaduras? ¿Qué te ha hecho cambiar?
Sadeas se encogió de hombros.
—Tal vez me están influyendo. De todas formas, tenemos que ponernos en marcha ya. Juntos. Con tantos soldados como tienen, no puedo arriesgarme a enfrentarme a ellos y esperar a que nos alcances. Quiero que vayamos juntos y atacarlos de modo tan conjunto como nos sea posible. Si sigues preocupado por los hombres de los puentes, puedo atacar primero y ganar una posición, y luego tú cruzas sin arriesgar la vida de los hombres.
Dalinar pareció pensativo.
«Vamos, padre —pensó Adolin—, llevas tiempo esperando una oportunidad de golpear con fuerza a los parshendi. ¡Es esta!»
—Muy bien —dijo Dalinar—. Adolin, envía mensajeros para movilizar las divisiones de la Cuarta a la Octava. Prepara a los hombres para la marcha. Pongamos fin a esta guerra.
«Los veo. Son las rocas. Son los espíritus vengativos. Ojos rojos.»
Kakakes, 1173, 8 segundos antes de la muerte. Una joven ojos oscuros de quince años. Según se dice, la sujeto era mentalmente inestable desde la infancia.
Varias horas más tarde, Dalinar se encontraba con Sadeas en una formación rocosa que asomaba a la Torre. Había sido una marcha larga y dura. Era una meseta lejana, situada más al este que ninguna. Las llanuras de más allá eran imposibles de tomar. Los parshendi podían llegar rápidamente, antes de que llegaran los alezi. A veces eso sucedía también con la Torre.
Dalinar escrutó.
—La veo —dijo, señalando—. ¡Todavía no han sacado la gema corazón!
Un círculo de parshendi golpeaba la crisálida. Sin embargo, su concha era como piedra gruesa. Todavía aguantaba.
—Deberías alegrarte de estar usando mis puentes, viejo amigo —Sadeas se hizo pantalla con una mano enguantada—. Esos abismos puede que sean demasiado grandes para que los salte un portador de esquirlada.
Dalinar asintió. La Torre era formidable: ni siquiera su enorme tamaño en los mapas le hacía justicia. Al contrario que otras mesetas, no era llana, sino que tenía la forma de una enorme cuña que ascendía hacia el oeste, apuntando a un gran acantilado que asomaba en dirección a las tormentas. Era demasiado empinada, y los abismos demasiado anchos para acercarse desde el este y desde el sur. Solo tres mesetas adyacentes podían proporcionar espacio adecuado para atacar, por el lado oeste o por el noroeste.
Los abismos entre estas mesetas eran inusitadamente grandes, casi demasiado anchos para los puentes. En las mesetas cercanas, se congregaban miles y miles de soldados de azul o rojo, un color por meseta. Combinados, componían la fuerza más grande que Dalinar había visto emplear jamás contra los parshendi.
El número de parshendi era tan grande como habían esperado. Había al menos diez mil. Esto sería una batalla a gran escala, de las que Dalinar había estado esperando, la que enfrentaría a gran número de soldados contra un gran número de parshendi.
Esto podría ser lo que esperaba. El punto de inflexión en la guerra. Si vencían hoy, todo cambiaría.
Dalinar se protegió también los ojos con la mano, el yelmo bajo el brazo. Advirtió con satisfacción que los equipos de oteadores de Sadeas cruzaban hacia las mesetas adyacentes desde donde podrían vigilar los refuerzos parshendi. Que los parshendi hubieran traído tantos hombres no significaba que no hubiera otras fuerzas esperando a atacarlos por el flanco. Dalinar y Sadeas no se dejarían tomar de nuevo por sorpresa.
—Ven conmigo —dijo Sadeas—. ¡Ataquemos juntos! ¡Una gran oleada conjunta, por los cuarenta puentes!
Dalinar contempló las cuadrillas de los puentes: muchos de sus hombres yacían exhaustos en la meseta. Esperando (probablemente temiendo) su siguiente tarea. Muy pocos de ellos llevaban las armaduras de las que había hablado Sadeas. Cientos de ellos serían masacrados en el asalto si atacaban juntos. ¿Pero era diferente de lo que hacía Dalinar cuando pedía a sus hombres que se lanzaran a la batalla para apoderarse de la meseta? ¿No formaban todos parte del mismo ejército?
Las grietas. No podía permitir que se hicieran más grandes. Si iba a continuar con Navani, tenía que demostrarse a sí mismo que podía permanecer firme en las otras áreas.
—No —dijo—. Atacaré, pero solo después de que hayas fijado un punto de desembarco para mis cuadrillas. Incluso eso es más de lo que debería permitir. Nunca obligues a tus hombres a hacer lo que tú mismo no harías.
—¡Pero si tú atacas a los parshendi!
—Nunca lo haría cargando uno de esos puentes —dijo Dalinar—. Lo siento, viejo amigo. No es que te juzgue mal. Es lo que debo hacer.
Sadeas sacudió la cabeza y se puso el casco.
—Bueno, tendrá que valer. ¿Seguimos cenando juntos esta noche para discutir la estrategia?
—Supongo que sí. A menos que Elhokar se enfade porque los dos faltamos a su banquete.
Sadeas bufó.
—Va a tener que acostumbrarse. Seis años de banquetes cada noche se vuelven aburridos. Además, dudo que sienta otra cosa sino alegría después de que ganemos hoy y reduzcamos a los parshendi a un tercio de sus soldados. Te veré en el campo de batalla.
Dalinar asintió y Sadeas saltó de la formación rocosa a la planicie para reunirse con sus oficiales. Dalinar esperó, contemplando la Torre. No solo era más grande que la mayoría de las mesetas, sino que también era más dura, cubierta de abultadas formaciones rocosas de crem endurecido. Las pautas eran redondeadas y lisas, pero muy irregulares, como un campo lleno de muretes cubiertos por una capa de nieve.
La punta suroriental de la meseta se alzaba hasta un punto en que se asomaba a las Llanuras. Las dos mesetas que habían utilizado estaban en el centro del lado occidental; Sadeas se encargaría de la parte norte y Dalinar atacaría desde abajo, cuando Sadeas les hubiera despejado el punto de desembarque.
«Tenemos que empujar a los parshendi hacia el sureste y acorralarlos allí», pensó Dalinar frotándose la barbilla. Todo dependía de eso. La crisálida estaba cerca de la cima, así que los parshendi estaban ya situados en buena posición para que Dalinar y Sadeas los empujaran contra el borde del precipicio. Los parshendi probablemente lo permitirían, ya que les daría el terreno elevado.
Si llegaba un segundo ejército parshendi, estaría separado de los demás. Los alezi podrían concentrarse en los que quedaran atrapados en la Torre, mientras mantenían una formación defensiva contra los recién llegados. Funcionaría.
Sintió que la Emoción crecía en su interior. Saltó hasta un macizo rocoso más bajo, y luego recorrió unas cuantas empinadas hendiduras para llegar al suelo de la meseta, donde esperaban sus oficiales. Rodeó entonces la formación rocosa, para comprobar el avance de Adolin. El joven, con su armadura esquirlada, dirigía a las compañías mientras cruzaban los puentes móviles de Sadeas para dirigirse a la meseta situada al sur. No muy lejos, los hombres de Sadeas formaban para el ataque.
Aquel grupo de hombres de los puentes equipados con armaduras destacaba, preparándose en el centro de las formaciones de cuadrillas. ¿Por qué se les permitía llevar armaduras? ¿Por qué no a las otras también? Parecían caparazones parshendi. Dalinar sacudió la cabeza. El asalto comenzó y las cuadrillas se adelantaron al ejército de Sadeas, dirigiéndose primero a la Torre.
—¿Por dónde te gustaría atacar, padre? —preguntó Adolin, invocando su hoja esquirlada y apoyándola en su hombrera, el filo hacia arriba.
—Allí —dijo Dalinar, señalando un lugar de la meseta—. Prepara a los hombres.
Adolin anunció y empezó a gritar órdenes.
En la distancia, los hombres de los puentes empezaron a morir. «Que los Heraldos guíen vuestro camino, desdichados —pensó Dalinar—. Igual que el mío.»
Kaladin bailaba con el viento.
Las flechas volaban a su alrededor, pasando cerca, sin besarle nunca con sus pértigas de madera pintada. Tenía que dejar que se acercaran, que los parshendi consideraran que estaban a punto de darle muerte.
A pesar de los otros cuatro hombres que llamaban su atención, a pesar de los otros hombres del Puente Cuatro que iban detrás acorazados también con los esqueletos de los parshendi caídos, la mayoría de los arqueros se concentraban en Kaladin. Era un símbolo. Un estandarte viviente al que había que destruir.
Kaladin se movía entre las flechas, apartándolas a manotazos con su escudo. Una tormenta ardía en su interior, como si su sangre hubiera sido absorbida y reemplazada con vientos de tormenta. Las yemas de sus dedos cosquilleaban de energía. Por delante, los parshendi cantaban su furiosa canción. La canción de alguien que blasfemaba contra sus muertos.