El camino de los reyes (149 page)

Read El camino de los reyes Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El camino de los reyes
10.07Mb size Format: txt, pdf, ePub

Kaladin no hizo caso a sus alabanzas, el corazón todavía martilleando en su pecho. Sorprendido por haber sobrevivido, helado por la luz tormentosa que había consumido, agotado como si hubiera corrido por una rigurosa pista de obstáculos. Miró a Teft, alzando una ceja, indicando la bolsa en su cintura.

Teft negó con la cabeza. Había estado observando: la luz tormentosa que brotaba de Kaladin no había sido visible para los que miraban, no a plena luz del día. Con todo, la forma en que Kaladin había esquivado habría parecido increíble, incluso sin la luz. Si había leyendas sobre él antes, ahora aumentarían.

Se volvió a mirar a los soldados que pasaban. Al hacerlo, se dio cuenta de algo. Todavía tenía que tratar con Matal.

—Poneos en fila.

Los hombres obedecieron reacios, ocupando puestos a su alrededor formando una doble fila. Matal estaba de pie junto al puente. Parecía preocupado, como era de esperar. Sadeas se acercaba a caballo.

Kaladin se preparó, recordando cómo su anterior victoria, cuando corrieron con el puente en posición lateral, se le había vuelto en su contra. Vaciló, pero luego se apresuró hacia el puente. Sus hombres lo siguieron.

Kaladin llegó cuando Matal hacía una reverencia ante Sadeas, que vestía su gloriosa armadura esquirlada roja. Kaladin y los hombres del puente imitaron también el gesto.

—Avarak Matal —dijo Sadeas. Señaló a Kaladin con la cabeza—. Este hombre parece familiar.

—Es el de antes, brillante señor —respondió Matal, nervioso—. El que…

—Ah, sí —dijo Sadeas—. El «milagro». ¿Y lo enviaste como señuelo? Yo pensaba que no te atreverías a tomar esas medidas.

—Acepto toda la responsabilidad, brillante señor —contestó Matal, poniendo la mejor cara posible.

Sadeas contempló el campo de batalla.

—Bueno, afortunadamente para ti, funcionó. Supongo que ahora tendré que ascenderte. —Sacudió la cabeza—. Esos salvajes ignoraron prácticamente la fuerza de asalto. Los veinte puentes emplazados, la mayoría con ninguna baja. Parece incluso un desperdicio. Considérate ascendido. Muy notable, la forma en que el muchacho ha esquivado… —Espoleó a su caballo y dejó a Matal y los hombres del puente atrás.

Era el ascenso más despectivo que Kaladin había visto jamás, pero sería suficiente. Kaladin sonrió de oreja a oreja mientras Matal se volvía hacia él, los ojos llenos de ira.

—Tú… —borboteó—. ¡Podrías haberme hecho ejecutar!

—En cambio, te conseguí un ascenso —dijo Kaladin. El Puente Cuatro formaba a su alrededor.

—Debería colgarte.

—Ya lo han intentado. No funcionó. Además, sabes que a partir de ahora Sadeas esperará que me dedique a distraer a los arqueros. Buena suerte para conseguir a otros hombres que lo intenten.

La cara de Matal se puso roja. Dio media vuelta y se marchó a comprobar las otras cuadrillas. Las dos más cercanas (el Puente Siete y el Dieciocho) miraban hacia Kaladin y su equipo. ¿Los veinte puentes habían sido emplazados? ¿Casi ninguna baja?

«Padre Tormenta. ¿Cuántos arqueros me estaban disparando?»

—¡Lo lograste, Kaladin! —exclamó Moash—. Encontraste el secreto. Tenemos que hacer que esto funcione. Ampliarlo.

—Apuesto a que podría esquivar esas flechas, si no tuviera otra cosa que hacer —dijo Cikatriz—. Con blindaje suficiente…

—Deberíamos tener más de una armadura —coincidió Moash—. Cinco por lo menos, corriendo para atraer los ataques parshendi.

—Los huesos —dijo Roca, cruzándose de brazos—. Eso es lo que lo hizo funcionar. Los parshendi estaban tan furiosos que ignoraron a la cuadrilla del puente. Si los cinco lleváramos huesos de parshendi…

Eso hizo que Kaladin considerara algo. Miró atrás y buscó entre sus hombres. ¿Dónde estaba Shen?

Allí. Estaba sentado en las rocas, distante, mirando a la nada. Kaladin se acercó con los demás. El parshmenio lo miró, el rostro una máscara de dolor, las lágrimas corriéndole por las mejillas. Miró a Kaladin y se estremeció visiblemente, se dio la vuelta y cerró los ojos.

—Se sentó así en el momento en que vio lo que habías hecho, muchacho —dijo Teft, frotándose la barbilla—. Tal vez no sirva para seguir cargando puentes.

Kaladin se quitó de la cabeza el yelmo atado al caparazón y se pasó los dedos por el pelo. El caparazón pegado a sus ropas apestaba ligeramente, aunque lo había lavado en el abismo.

—Ya veremos —dijo, sintiendo una punzada de culpabilidad. No la suficiente para oscurecer la victoria por haber protegido a sus hombres, pero sí para desanimarla al menos—. Por ahora, sigue habiendo muchas cuadrillas que fueron atacadas. Ya sabéis lo que hay que hacer.

Los hombres asintieron y echaron a correr en busca de heridos. Kaladin puso a un hombre a vigilar a Shen (no estaba seguro de qué otra cosa hacer con el parshmenio) y trató de no mostrar su cansancio mientras ponía el sudoroso casco recubierto por el caparazón y el chaleco en la litera de Lopen. Se arrodilló para revisar su equipo médico, por si era necesario, y descubrió que su mano estaba temblando. La apoyó en el suelo para controlarla, inspiró y espiró.

«Piel fría y pegajosa —pensó—. Náusea. Debilidad.» Estado de shock.

—¿Te encuentras bien, muchacho? —preguntó Teft, arrodillándose junto a él. Todavía llevaba el brazo vendado por la herida que había recibido unas cuantas carreras antes, pero no era suficiente para impedir que siguiera cargando. No cuando eran tan pocos para hacerlo.

—Me pondré bien —respondió Kaladin, cogiendo un odre de agua y sujetándolo con mano temblorosa. Apenas pudo quitarle el tapón.

—No pareces…

—Me pondré bien —repitió Kaladin, bebió, y bajó el odre—. Lo que importa es que los hombres están a salvo.

—¿Vas a hacer esto siempre, cada vez que entremos en combate?

—Lo que haga falta para mantenerlos a salvo.

—No eres inmortal, Kaladin —dijo Teft en voz baja—. Los Radiantes podían morir, como cualquier hombre. Tarde o temprano, una de esas flechas encontrará tu cuello en vez de tu hombro.

—La luz tormentosa sana.

—La luz tormentosa ayuda a tu cuerpo a sanar. Es diferente, me parece. —Teft le puso una mano en el hombro—. No podemos perderte, muchacho. Los hombres te necesitan.

—No voy a evitar ponerme en peligro, Teft. Y no voy a dejar que los hombres se enfrenten a una lluvia de flechas si puedo hacer algo al respecto.

—Bueno, vas a tener que dejar que unos cuantos te acompañemos. El puente puede apañárselas con veinticinco, si es necesario. Eso nos deja con unos pocos extra, como decía Roca. Y apuesto a que algunos de los heridos de las otras cuadrillas que hemos salvado están ya lo suficientemente recuperados como para ayudar a cargar. No se atreverán a enviarlos de vuelta a sus propias cuadrillas, no mientras el Puente Cuatro esté haciendo lo que tú has hecho hoy, y eso ayude a que todo el asalto salga bien.

—Yo… —Kaladin se calló. Podía imaginar a Dallet haciendo algo así. Siempre había dicho que, como sargento, parte de su trabajo era mantener a Kaladin con vida—. Muy bien.

Teft asintió y se puso en pie.

—Fuiste lancero, Teft —dijo Kaladin—. No intentes negarlo. ¿Cómo acabaste aquí, en las cuadrillas de los puentes?

—Pertenezco a ellas.

Teft se marchó a supervisar la búsqueda de heridos.

Kaladin se sentó y luego se tendió, esperando que el shock remitiera. Al sur, el otro ejército, ondeando el azul de Dalinar Kholin, había llegado. Cruzaron a una meseta adyacente.

Kaladin cerró los ojos para recuperarse. Al cabo de un rato, oyó algo y los abrió. Syl estaba sentada sobre su pecho, las piernas cruzadas. Tras ella, el ejército de Dalinar Kholin había lanzado un ataque en el campo de batalla, y conseguían hacerlo sin encontrar resistencia. Sadeas había dispersado a los parshendi.

—Lo que hice con las flechas ha sido sorprendente —le dijo Kaladin a Syl.

—¿Sigues pensando que estás maldito?

—No, sé que no. —Miró al cielo nublado—. Pero eso significa que los fracasos fueron solo míos. Dejé morir a Tien, le fallé a mis lanceros, a los esclavos que intenté rescatar, a Tarah…

Hacía tiempo que no pensaba en ella. Ese fracaso había sido diferente a los demás, pero fracaso a fin de cuentas.

—Si no hay ninguna maldición ni mala suerte, ningún dios que esté enfadado conmigo, tengo que vivir sabiendo que con un poco más de esfuerzo, con un poco más de práctica o habilidad, podría haberlos salvado.

Ella frunció todavía más el ceño.

—Kaladin, tienes que superarlo. Esas cosas no son culpa tuya.

—Es lo que solía decir siempre mi padre. —Sonrió débilmente—. «Supera tu culpa, Kaladin. Preocúpate, pero no demasiado. Acepta la responsabilidad, pero no te eches la culpa.» Proteger, salvar, ayudar…, pero también saber cuándo rendirse. Hay tantos salientes precarios por los que caminar. ¿Cómo lo hago?

—No lo sé. No sé nada de esto, Kaladin. Pero te estás destrozando a ti mismo. Por dentro y por fuera.

Kaladin contempló el cielo.

—Fue maravilloso. Fui una tormenta, Syl. Los parshendi no podían tocarme. Las flechas no eran nada.

—Eres demasiado nuevo en esto. Te esforzaste demasiado.

—«Sálvalos» —susurró Kaladin—. «Haz lo imposible, Kaladin. Pero no te esfuerces demasiado. Pero tampoco te sientas culpable si fracasas.» Salientes precarios, Syl. Tan estrechos…

Algunos de sus hombres regresaron con un herido, un thayleño de rostro cuadrado con una flecha en el hombro. Kaladin se puso a trabajar. Sus manos todavía temblaban levemente, pero no tanto como antes.

Los hombres del puente se congregaron alrededor, mirando. Kaladin había empezado ya a instruir a Roca, Drehy y Cikatriz, pero, como todos miraban, se puso a explicar:

—Si aplicáis presión aquí, podéis reducir el flujo sanguíneo. Esta herida no es demasiado peligrosa, aunque probablemente no sea agradable. —El paciente hizo una mueca, asintiendo—. Y el verdadero problema lo causaría la infección. Hay que lavar la herida para asegurarse de que no hay dentro astillas de madera ni trozos de metal, y luego hay que coserla. Los músculos y la piel de este hombre tienen que seguir funcionando, así que hace falta hilo fuerte para suturar la herida. Ahora…

—Kaladin —dijo Lopen, preocupado.

—¿Qué? —preguntó él, distraído, todavía trabajando.

—¡Kaladin!

Lopen lo había llamado por su nombre, en vez de decir «gancho». Kaladin se levantó y se volvió a ver al bajo herdaziano de pie al fondo del grupo, señalando el abismo. La batalla se había trasladado más al norte, pero unos cuantos parshendi se habían abierto paso entre las líneas de Sadeas. Tenían arcos.

Kaladin se quedó mirando, aturdido, mientras el grupo de parshendi se situaba en formación y preparaba sus flechas. Cincuenta proyectiles, todos apuntando a Kaladin y su cuadrilla. A los parshendi no parecía importarles estar exponiéndose a ser atacados por detrás. Parecían concentrados solo en una cosa.

Destruir a Kaladin y a sus hombres.

Kaladin dio la voz de alarma, pero se sentía torpe, cansado. Los hombres a su alrededor se volvieron mientras los arqueros disparaban. Los soldados de Sadeas normalmente defendían el abismo para impedir que los parshendi atacaran los puentes y les cortaran la retirada. Pero esta vez, al ver que los arqueros no intentaban derribar los puentes, no habían corrido a detenerlos. Dejaron a los hombres del puente a su suerte, en vez de cortarles el paso a los parshendi.

Los hombres de Kaladin estaban expuestos. Blancos perfectos. «No —pensó Kaladin—. ¡No! No puede suceder así. No después de…»

Algo chocó contra la línea parshendi. Una única figura con armadura gris pizarra, empuñando una espada tan larga como alto era el hombre. El portador de esquirlada barrió a través de los distraídos arqueros con urgencia, internándose entre sus filas. Las flechas volaron hacia el equipo de Kaladin, pero habían sido disparadas demasiado pronto, sin apuntar. Unas cuantas se acercaron mientras los hombres del puente se ponían a cubierto, pero nadie resultó herido.

Los parshendi cayeron ante la espada del portador, algunos se precipitaron al abismo, otros retrocedieron. Los demás murieron con los ojos quemados. En cuestión de segundos, el escuadrón de cincuenta arqueros quedó reducido a un montón de cadáveres.

La guardia de honor del portador de esquirlada lo alcanzó. Él se volvió. Su armadura pareció resplandecer cuando alzó su espada en un saludo de respeto a los hombres del puente. Entonces cargó en otra dirección.

—Era él —dijo Drehy, poniéndose en pie—. Dalinar Kholin. ¡El tío del rey!

—¡Nos ha salvado! —exclamó Lopen.

—¡Bah! —Moash se sacudió el polvo—. Tan solo vio un grupo de arqueros indefensos y aprovechó la oportunidad para golpear. Los ojos claros no se preocupan por nosotros. ¿Verdad, Kaladin?

Kaladin se quedó mirando el lugar donde se encontraban los arqueros. En un momento, podía haberlo perdido todo.

—¿Kaladin? —insistió Moash.

—Tienes razón —dijo Kaladin—. Solo una oportunidad aprovechada.

¿Pero entonces, por qué había alzado la espada hacia Kaladin?

—A partir de ahora, nos retiraremos más después de que los soldados crucen. Nos ignoraban en cuanto comenzaba la batalla, pero no lo volverán a hacer. Lo que yo he hecho hoy, lo que todos haremos pronto, los enfurecerá enormemente. Lo suficientemente enfurecidos para ser estúpidos, pero también para querernos muertos. Por el momento, Leyten, Narm, encontrad buenos puntos de observación y vigilad el campo. Quiero saber si algún parshendi intenta dirigirse a ese abismo. Vendaré a este hombre y nos retiraremos.

Los dos exploradores salieron corriendo, y Kaladin volvió al hombre del hombro herido.

Moash se arrodilló junto a él.

—Un asalto contra un enemigo preparado sin ningún puente perdido, un portador de esquirlada que casualmente viene a nuestro rescate, el mismo Sadeas que nos hace un cumplido. Casi me haces pensar que tendría que conseguirme una de esas bandas para el brazo.

Kaladin se miró la plegaria. Estaba manchada de sangre de un corte en el brazo que la desvaneciente luz tormentosa no había podido curar del todo.

—Espera a ver si escapamos. —Kaladin terminó de coser—. Esa es la verdadera prueba.

Other books

Confederates by Thomas Keneally
The Hot Floor by Josephine Myles
Sheriff in Her Stocking by Cheryl Gorman
The Invisible Man by H. G. Wells
Blood Ties by Josephine Barly
Guilty Blood by F. Wesley Schneider
Luna Marine by Ian Douglas
Torn by Dean Murray
Fire Storm by Steve Skidmore