—Idiota —dijo Teft entre dientes—. Después de todo lo que has hecho ¿nos abandonas?
Los hombres volvieron a su trabajo. Kaladin vio que algunos gruñían.
—Hijo de perra —dijo Moash—. Sabía que esto iba a pasar.
—¿Abandonaros? —le susurró Kaladin a Teft. «Déjame en paz. Déjame volver a la apatía. Al menos ahí no hay dolor.»—. ¡Teft, he pasado horas y horas intentando hallar una salida, pero no hay ninguna! Sadeas nos quiere muertos. Los ojos claros consiguen lo que quieren: así es como funciona el mundo.
—¿Y?
Kaladin lo ignoró, volvió a su trabajo y empezó a tirar de la bota de un soldado cuyo peroné parecía haberse roto por tres partes distintas. Eso hizo que sacar la bota fuera tormentosamente difícil.
—Bueno, tal vez muramos —dijo Teft—. Pero quizá no se trate de sobrevivir.
¿Por qué Teft, nada menos, intentaba animarlo?
—Si no se trata de sobrevivir, Teft, ¿entonces de qué se trata? —Kaladin sacó por fin la bota. Se volvió hacia el siguiente hombre en la línea, y entonces se detuvo.
Era un hombre de los puentes. Kaladin no lo reconoció, pero aquel chaleco y las sandalias eran inconfundibles. Yacía desmoronado contra la pared, los brazos en los costados, la boca levemente abierta y los párpados hundidos. La piel de una de las manos se había desgarrado y caído.
—No sé de qué se trata —gruñó Teft—. Pero parece patético rendirse. Deberíamos seguir luchando. Hasta que esas flechas nos lleven por delante. Ya sabes, «viaje antes que destino».
—¿Y eso qué significa?
—No lo sé —dijo Teft, bajando rápidamente la mirada—. Es algo que oí una vez.
—Solían decirlo los Radiantes Perdidos —dijo Sigzil, pasando junto a ellos.
Kaladin miró hacia un lado. El tranquilo azishiano colocó un escudo en una pila. Alzó la cabeza, la piel marrón oscura a la luz de la antorcha.
—Era su lema. Parte de su lema, al menos. «Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino.»
—¿Los Radiantes Perdidos? —dijo Cikatriz, cargando con un puñado de botas—. ¿Quién los ha mencionado?
—Teft —dijo Moash.
—¡Yo no! ¡Es algo que oí una vez!
—¿Y qué significa? —preguntó Dunny.
—¡Ya he dicho que no lo sé!
—Al parecer era uno de sus credos —dijo Sigzil—. En Yulay, hay grupos de gente que habla de los Radiantes. Y desean su regreso.
—¿Quién querría que regresen? —preguntó Cikatriz, apoyándose contra la pared y cruzándose de brazos—. Nos traicionaron ante los Vaciadores.
—¡Ja! —exclamó Roca—. ¡Vaciadores! Tonterías de llaneros. Son un cuento para niños a la luz de las hogueras.
—Eran reales —dijo Cikatriz, a la defensiva—. Lo sabe todo el mundo.
—¡Todo el mundo que escucha cuentos ante las hogueras! —dijo Roca con una risotada—. ¡Demasiado aire! Os ablanda la mente. Pero no importa: seguís siendo familia. ¡Solo que de la más tonta!
Teft hizo una mueca mientras los demás continuaban hablando de los Radiantes Perdidos.
—Viaje antes que destino —susurró Syl al hombro de Kaladin—. Me gusta eso.
—¿Por qué? —preguntó Kaladin, arrodillándose para desatar las sandalias del muerto.
—Porque sí —replicó ella, como si eso fuera explicación suficiente—. Teft tiene razón, Kaladin. Sé que quieres rendirte. Pero no puedes.
—¿Por qué no?
—Porque no puedes.
—Nos han asignado el trabajo en los abismos a partir de ahora —dijo Kaladin—. No podremos recoger más juncos para ganar dinero. Eso significa que no habrá más vendas, ni antisépticos, ni comida para las cenas cada noche. Con todos estos cadáveres, estamos condenados a toparnos con putrispren, y los hombres enfermarán…, suponiendo que los abismoides no nos devoren o no nos ahogue una alta tormenta por sorpresa. Y tendremos que seguir corriendo con esos puentes hasta que termine Condenación, perdiendo hombre tras hombre. No hay ninguna esperarla.
Los hombres seguían hablando.
—Los Radiantes Perdidos ayudaron al otro bando —arguyó Cikatriz—. Siempre estuvieron manchados.
Teft se ofendió. Se levantó y señaló a Cikatriz.
—¡No sabes nada! Fue hace demasiado tiempo. Nadie sabe lo que pasó realmente.
—¿Entonces por qué todas las historias cuentan lo mismo? —preguntó Cikatriz—. Nos abandonaron. Igual que los ojos claros nos están abandonando ahora mismo. Tal vez Kaladin tenga razón. Tal vez no hay esperanza.
Kaladin bajó la cabeza. Las palabras lo acosaron. «Tal vez Kaladin tenga razón… Tal vez no hay esperanza…»
Había hecho esto antes. Con su último amo, antes de ser vendido a Tvlakv para convertirse en hombre de los puentes. Había renunciado una noche tranquila después de liderar una rebelión con Goshel y los otros esclavos. Habían sido masacrados. Pero de algún modo había sobrevivido. Tormentas ¿por qué sobrevivía siempre? «No puedo volver a hacerlo —pensó, cerrando los ojos con fuerza—. No puedo ayudarlos.»
Tien. Tukk. Goshel. Dallet. El esclavo sin nombre al que había intentado curar en los carros de esclavos de Tvlakv. Todo había acabado igual. Kaladin tenía el toque del fracaso. A veces les daba esperanza, ¿pero qué era la esperanza sino otra oportunidad para fracasar? ¿Cuántas veces podía caer un hombre antes de no volver a levantarse más?
—Creo que somos unos ignorantes —gruñó Teft—. No me gusta lo que dicen del pasado los ojos claros. Ya sabéis que son sus mujeres quienes escriben todas las historias.
—No puedo creer que estemos discutiendo por esto, Teft —dijo Cikatriz, exasperado—. ¿Qué será luego? ¿Debemos dejar que los Vaciadores nos roben los corazones? Tal vez son unos incomprendidos. O los parshendi. Tal vez deberíamos dejarlos que maten a nuestro rey cuando quieran.
—¿Queréis callaros, por la tormenta? —exclamó Moash—. No importa. Habéis oído a Kaladin. Incluso él piensa que valemos tanto como muertos.
Kaladin ya no podía seguir escuchándolos. Se apartó de las antorchas, perdiéndose en la oscuridad. Ninguno de los hombres lo siguió. Entró en una parte de oscuras sombras, con solo un distante trozo de cielo como iluminación.
Aquí, escapó de sus miradas. En la oscuridad tropezó con un peñasco y se detuvo. Estaba resbaladizo por el moho y el liquen. Se quedó allí, con la mano apoyada, y luego gimió y se dio la vuelta para apoyarse en él. Syl flotaba enfrente, todavía visible, a pesar de la negrura del lugar. Se sentó en el aire, arreglándose el vestido en torno a las piernas.
—No puedo salvarlos, Syl —susurró Kaladin, lleno de angustia.
—¿Estás seguro?
—He fracasado siempre antes.
—¿Y por eso fracasarás esta vez también?
—Sí.
Ella guardó silencio.
—Muy bien —dijo al cabo de un rato—. Pongamos que tienes razón.
—¿Entonces por qué luchar? Me dije a mí mismo que lo intentaría una última vez. Pero fracasé antes de empezar. No se les puede salvar.
—¿La lucha en sí misma no significa nada?
—No si estás destinado a morir —agachó la cabeza.
Las palabras de Sigzil resonaban en su mente. «Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino.» Kaladin miró la rendija de cielo. Como un río lejano de agua pura y azul.
Vida antes que muerte.
¿Qué significaba el dicho? ¿Que los hombres deberían buscar la vida antes que buscar la muerte? Eso era obvio. ¿O significaba otra cosa? ¿Que la vida venía antes que la muerte? Una vez más, obvio. Y sin embargo las palabras sencillas le hablaban. La muerte viene, susurraban. La muerte les viene a todos. Pero la vida viene primero. Saboréala.
La muerte es el destino. Pero el viaje, eso es la vida. Eso es lo que importa.
Un frío viento sopló por el pasillo de piedra, barriéndolo, trayendo olores frescos y despejados y llevándose el hedor de los cadáveres putrefactos.
Nadie se preocupaba por los hombres de los puentes. A nadie le importaban los que estaban en el fondo, con los ojos más oscuros. Y sin embargo, aquel viento parecía susurrarle una y otra vez «Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino».
Su pie golpeó algo. Se agachó a recogerlo. Una roca pequeña. Apenas visible en la oscuridad. Reconocía lo que le estaba pasando, esta melancolía, esta sensación de desesperación. Le había sucedido a menudo cuando era más joven, sobre todo durante las semanas del Llanto, cuando el cielo quedaba oculto por las nubes. Durante esos momentos, Tien lo animaba, lo ayudaba a salir de la desesperación. Tien siempre había podido hacer eso.
Cuando perdió a su hermano, se enfrentó peor a esos períodos de tristeza. Se convirtió en el despojo, sin preocuparse, pero tampoco sin desesperarse. Le parecía mejor no sentir nada antes que sentir dolor.
«Voy a fallarles —pensó, cerrando los ojos—. ¿Por qué intentarlo?»
¿No era un necio por querer resistir como lo hacía? Si tan solo pudiera ganar una vez… Eso sería suficiente. Mientras pudiera creer que era capaz de ayudar a alguien, mientras creyera que algunos caminos conducían a lugares distintos de la oscuridad, podía sentir esperanza.
«Te prometiste que lo intentarías una última vez —pensó—. Todavía no están muertos.»
«Todavía viven. Por ahora.»
Había una cosa que no había intentado. Algo que lo asustaba demasiado. Cada vez que lo había intentado en el pasado, lo había perdido todo.
El despojo parecía estar plantado allí delante. Significaba liberación. Apatía. ¿De verdad quería Kaladin volver a eso? Era un refugio falso. Ser ese hombre no lo había protegido. Solo lo había hundido más y más hasta que quitarse la vida pareció el mejor camino.
«Vida antes que muerte.»
Kaladin se levantó, abrió los ojos y dejó caer la piedra. Caminó lentamente hacia la luz de las antorchas. Los hombres alzaron la cabeza. Tantas miradas de interrogación. Algunas dubitativas, otras sombrías, otras animosas. Roca, Dunny, Hobber, Leyten. Creían en él. Había sobrevivido a las tormentas. Un milagro.
—Hay algo que podríamos intentar —dijo—. Pero lo más probable es que acabemos todos muertos a manos de nuestro propio ejército.
—Vamos a morir de todas formas —recalcó Mapas—. Tú mismo lo dijiste.
Varios hombres asintieron.
Kaladin inspiró profundamente.
—Tenemos que intentar escapar.
—¡Pero el campamento está vigilado! —dijo Desorejado Jaks—. Los hombres de los puentes no pueden salir sin vigilancia. Saben que huiríamos.
—Moriríamos —dijo Moash, el rostro sombrío—. Estamos a kilómetros y kilómetros de la civilización. Aquí no hay más que conchagrandes, y ningún refugio contra las altas tormentas.
—Lo sé —contestó Kaladin—. Pero es eso o las flechas parshendi.
Los hombres guardaron silencio.
—Van a enviarnos aquí abajo todos los días a robar a los cadáveres. Y no nos mandan con vigilantes, ya que temen a los abismoides. La mayor parte del trabajo de los hombres de los puentes es para tenernos distraídos de nuestro destino, así que solo tenemos que llevar una pequeña cantidad de material recuperado.
—¿Crees que deberíamos escoger uno de estos abismos y escapar por ahí? —preguntó Cikatriz—. Han intentado hacer un mapa de todos ellos. Nunca llegaron al otro lado de las Llanuras: los mataron los abismoides o las riadas de las altas tormentas.
Kaladin negó con la cabeza.
—No es eso lo que vamos a hacer.
Le dio una patada a algo que había en el suelo: una lanza caída. La patada la envió por los aires hacia Moash, quien la cogió, sorprendido.
—Puedo entrenaros para usarlas —dijo Kaladin en voz baja.
Los hombres se quedaron callados, mirando el arma.
—¿De qué serviría? —preguntó Roca, cogiendo la lanza de manos de Moash y examinándola—. No podemos luchar contra un ejército.
—No —dijo Kaladin—. Pero si os entreno, podemos atacar un puesto de guardia durante la noche. Puede que consigamos escapar.
Kaladin los miró a los ojos uno a uno.
—Cuando estemos libres, enviarán soldados a por nosotros. Sadeas no dejará que los hombres de los puentes maten a sus soldados y se salgan con la suya. Tendremos que esperar que nos subestime y envíe al principio un grupo pequeño. Si los matamos, puede que consigamos llegar lo bastante lejos para escondernos. Será peligroso. Sadeas se esforzará por capturarnos, y probablemente acabemos perseguidos por una compañía entera. ¡Tormentas!, es posible que ni siquiera logremos escapar del campamento. Pero es algo.
Guardó silencio, esperando mientras los hombres intercambiaban miradas de indecisión.
—Lo haré —dijo Teft, irguiéndose.
—Yo también —dijo Moash, dando un paso adelante. Parecía ansioso.
—Y yo —repuso Sigzil—. Prefiero escupirles en sus caras de alezi y morir por sus espadas que seguir siendo esclavo.
—¡Ja! —dijo Roca—. Y yo os cocinaré mucha comida para que estéis fuertes mientras matáis.
—¿No lucharás con nosotros? —preguntó Dunny, sorprendido.
—No es digno de mí —dijo Roca, alzando la barbilla.
—Bueno, pues yo lo haré —dijo Dunny—. Cuenta conmigo, capitán.
Otros empezaron a sumarse, todos de pie, y algunos recogieron las lanzas del suelo mojado. No gritaban de excitación ni aullaban como otras tropas que Kaladin había liderado. Les asustaba la idea de luchar: la mayoría habían sido esclavos comunes u obreros de poca monta. Pero estaban dispuestos.
Kaladin dio un paso adelante y empezó a esbozar un plan.