El Camino de las Sombras (13 page)

BOOK: El Camino de las Sombras
6.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Solon carraspeó y sacó un rollo de grueso pergamino y un gran sello.

El conde Drake se sonrió y agarró el pergamino.

—Creo que de repente me caéis bien, maese Tofusin.

—Wendel North me ha ayudado a redactarlo —explicó Solon—. Me ha parecido mejor dejaros a vos la firma y el sello.

El conde Drake rebuscó en su escritorio, encontró una carta del duque y la situó encima de la escritura de custodia. Con trazos rápidos y seguros, falsificó a la perfección la firma de Regnus de Gyre. Luego alzó la vista con expresión culpable y dijo:

—Llamémoslo un vestigio de mi disipada juventud.

Solon dejó caer un chorrito de lacre sobre el pergamino.

—Entonces, a la salud de la juventud disipada.

—La próxima vez te moverás —dijo Blint mientras Azoth recobraba la consciencia con un gruñido.

—No creo que vuelva a moverme jamás. Me siento como si hubieran tirado mi cabeza contra una pared.

Blint se rió, la segunda vez que Azoth le oía hacerlo en poco tiempo. Estaba sentado al borde de su cama.

—Lo has hecho bien. Creen que estabas aturullado por haberte caído delante de la hija de Drake, de modo que lo achacan todo a una riña de críos. El joven señor de Gyre se moría de remordimientos por haberte pegado: por lo visto es todo un gigante bonachón, de esos que nunca se ponen nerviosos. También nos ha ido bien que tengas como un cuarto de su tamaño y que Serah se haya enfadado con él. Has armado un buen revuelo.

—¿Revuelo? Qué tontería.

—En su mundo hay reglas para las peleas, de modo que no suponen más riesgo que el de quedar mal o hacerse un poco de daño. En el peor de los casos, se juegan su aspecto si les rompen la nariz o les dejan una cicatriz fea. No son peleas a vida o muerte. En su mundo, puedes luchar con un hombre y después hacerte su amigo. De hecho, jugarás tus cartas de tal modo que Logan se haga amigo tuyo porque, con un hombre como él, solo podéis acabar siendo grandes amigos o enemigos jurados. ¿Lo entiendes, «Kylar»? Pronto trabajaremos en tu nueva identidad.

—Sí, señor. Señor, ¿por qué no queríais que os viese maese Tofusin? Por eso me habéis ordenado que pelee con Logan, ¿no? Para actuar de distracción.

—Solon Tofusin es un mago. La mayoría de los magos varones no pueden distinguir si tienes Talento con solo mirarte. Las magas, en cambio, sí. Hay disfraces contra su visión que te enseñaré más adelante, pero no tenía tiempo para hacerlo y no me apetecía subir la escalera y saltar por una ventana.

Azoth estaba confundido.

—Pero si no actúa como un mago.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Durzo.

—Eh... —Azoth no creía que responder «No es como los magos de los cuentos» fuese a complacer a Durzo.

—La verdad —explicó el maestro— es que Solon no le ha contado a Logan ni a nadie que es un mago, y tú tampoco lo revelarás.

Cuando conoces los secretos de un hombre, tienes poder sobre él. El secreto de un hombre es su debilidad. Todo hombre tiene su debilidad, no importa... —El maestro Blint dejó la frase en el aire, con los ojos repentinamente distantes, inertes. Se puso en pie y salió sin decir más.

Azoth cerró los ojos, desconcertado. Se preguntó por las rarezas de su nuevo maestro. Se preguntó por la hermandad. Se preguntó si Ja'laliel habría comprado su reválida. Se preguntó cómo le iría a Jarl. Por encima de todo, se preguntó por Muñeca.

—¿Qué tal, Azo?

—¿Qué hay, Jay? —dijo Azoth. Aunque entonó las palabras con el mismo énfasis de siempre, sintió morir una parte de sí mismo. Se suponía que esa era una de sus últimas excursiones como Azoth. Pronto tendría que convertirse en Kylar. Caminaría diferente, hablaría diferente. Nunca volvería a visitar sus viejos barrios de las Madrigueras. En ese momento comprendió que el mundo de Azoth ya estaba muriendo, que jamás volvería a conectar con Jarl. No tenía nada que ver con las mentiras que contaría Kylar, y sí todo que ver con Rata. La situación había cambiado. Para siempre.

Azoth y Jarl se miraron durante un largo rato en la sala común del local de Mama K. Era casi medianoche, y pronto echarían del establecimiento a los ratas de hermandad. Eran bienvenidos en esa sala durante todo el día, pero solo les permitían dormir allí en invierno, y aun entonces únicamente si obedecían las reglas: nada de peleas, nada de robos, nada de explorar más allá de la cocina y la sala común y nada de molestar a los adultos que entraban. Si algún rata se saltaba las normas, el acceso al local de Mama K era denegado a su hermandad entera durante ese invierno. Por lo general, eso equivalía a la pena de muerte para el infractor, pues significaba que la hermandad tendría que dormir en las alcantarillas para resguardarse un poco del frío y se lo haría pagar.

Aun así, la sala siempre estaba abarrotada. Había chimenea y un suelo cubierto de mullidas alfombras sobre las que se dormía muy bien. En un tiempo estuvieron limpias, pero sus cuerpos mugrientos las habían manchado. Por mucho que lo estropeasen todo, Mama K nunca se enfadaba con ellos y cada pocos meses aparecían alfombras nuevas. Había sillas resistentes en las que tenían permitido sentarse, juguetes, muñecas y montones de juegos. A veces Mama K hasta les compraba chucherías. Allí jugaban, alardeaban y chismorreaban a sus anchas con cualquiera, incluso con chicos que no fueran de su hermandad. Era el único lugar donde los ratas podían permitirse parecer niños. Era el único lugar seguro que conocían.

A su regreso, Azoth lo vio con otros ojos. Lo que hasta hacía tan poco se le había antojado el colmo del lujo era solo una sala cualquiera, con muebles feos y juguetes sencillos, porque los ratas de hermandad destrozarían cualquier cosa mejor. Lo mancharían todo y romperían los objetos delicados, no a mala fe sino por ignorancia. El lugar era el mismo; era Azoth quien había cambiado. Azoth... o Kylar, quienquiera que fuese, se asombró ante el hedor de los que fueran sus iguales. ¿Es que no se olían a sí mismos? ¿No les daba vergüenza, o era solo él quien se abochornaba al ver lo que había sido?

Como siempre hacía tras su clase de lectura con Mama K, Azoth había buscado a Jarl. Sin embargo, ahora que se veían cara a cara, ninguno de los dos encontraba nada que decir.

—Necesito tu ayuda —comenzó Azoth por fin. No había manera de disimular sus intenciones. No estaba allí para visitar a un amigo. Estaba allí para hacer un trabajo.

—¿Mi ayuda?

—Necesito saber qué ha sido de Muñeca. ¿Dónde está? Y necesito saber qué está pasando con las hermandades.

—Claro, no debes de tener ni idea.

—No. —Las hermandades ya no formaban parte de su vida. Nada era como antes.

—¿Tu maestro te pega? —preguntó Jarl, señalando los ojos morados de Azoth.

—Fue en una pelea. Sí que me pega, pero no como... —Azoth dejó la frase a medias.

—¿No como Rata?

—¿Cómo está? —inquirió Azoth, haciéndose el tonto.

—¿Por qué no me lo cuentas tú? Fuiste quien lo mató.

Azoth abrió la boca pero, al ver a dos pequeños en el recibidor de Mama K, se calló.

—Blint te hizo matar a Rata para ver si eras capaz, ¿verdad? —preguntó Jarl en voz baja.

—No. ¿Estás loco? —En la cabeza de Azoth resonaba el eco de la voz del maestro Blint durante los entrenamientos: «Las cosas se saben. Las cosas siempre acaban sabiéndose».

Jarl adoptó una expresión dolida y no dijo nada durante un buen rato.

—No debería incordiarte, Azoth. Lo siento. Solo debería darte las gracias. Rata... me dejó destrozado. Ando siempre muy confundido. Lo odiaba, pero a veces... Cuando Rata desapareció y te vi alejarte con Blint... —Jarl parpadeó deprisa y apartó la mirada—. A veces te odio. Me dejaste sin nadie. Pero eso no está bien, tú no hiciste nada malo. Fue Rata... y yo.

Azoth no sabía qué decir. Su amigo volvió a parpadear con furia.

—Cállate, Jarl —se reprendió, secándose los ojos con un puño cerrado—. Cállate.

Azoth era consciente de que hubiese debido decir algo. Habría debido consolarle de alguna manera, pero no sabía cómo. Jarl había sido su amigo (era su amigo, ¿o no?), pero había cambiado. Y Azoth había cambiado. Se suponía que ahora era Kylar pero, lejos de eso, no era más que un impostor a caballo entre dos mundos a los que intentaba agarrarse mientras se desgajaban. Para sobrevivir al cataclismo llamado Rata, Azoth se había aferrado a algo que no comprendía, pero de una cosa sí estaba seguro: entre él y Jarl se había abierto una sima a la que Azoth temía acercarse aun sin distinguir su naturaleza, aun sabiendo solo de ella que contenía miedo e inmundicia. Jarl le estaba dejando espacio para reconstruir los muros planteando su pregunta, una pregunta sencilla que se pudiera responder con sencillez, un problema que de verdad pudieran resolver.

—Muñeca —dijo Azoth. Sintió alivio al distanciarse del que fuera su amigo, y remordimientos por ese alivio.

—Ah —replicó Jarl—. ¿Sabes que la...?

—¿Ahora está bien?

—Está viva, pero no sé si saldrá adelante. Se ríen de ella. Ahora que tú no estás, no es la de antes. Llevo un tiempo compartiendo mi comida con ella, pero la hermandad se desmorona. Las cosas van muy mal. No tenemos suficiente comida.

«"La hermandad", no "nuestra hermandad".» Azoth mantuvo la expresión impasible, negándose a acusar cuánto dolía eso. No debería haber dolido. Fue él quien quiso dejarlo, fue él quien se fue, pero aun así le hacía sentirse vacío.

«Estarás solo. Serás diferente. Siempre.»

—Ja'laliel está en las últimas; resulta que Rata robó el dinero de su reválida. Y ahora han perdido los muelles contra la hermandad del Hombre Ardiendo, y hay otras que también aprietan.

—¿«Han» perdido?

Jarl torció el gesto.

—Si tanto te interesa, me echaron del Dragón Negro. Nos echaron a todos. No querían maricas ni besarratas, dijeron.

—¿Estás sin hermandad? —preguntó Azoth. Era un desastre. los ratas sin hermandad eran presa fácil para cualquiera. Que Jarl se hubiese mantenido con vida tras su expulsión era sorprendente, que tuviera comida para compartir con Muñeca, asombroso, y que estuviese dispuesto a compartirla, toda una lección.

—Unos cuantos nos hemos juntado durante una temporada. Nos llaman los Maricas. Tengo pensado unirme a Dos Puños, en el lado norte. Se dice que pueden dominar pronto el mercado de Durdun —dijo Jarl.

El Jarl de toda la vida, siempre con un plan.

—¿También aceptarán a Muñeca?

La respuesta fue un silencio culpable.

—Se lo pedí. De verdad, Azoth. Es que no quieren, y punto. Si tú... —Jarl abrió la boca para añadir algo y luego la cerró.

—No hace falta que me lo pidas, Jarl. Te he estado buscando para devolvértelo. —Azoth se levantó la túnica y se desató la faja llena de monedas, que entregó a Jarl.

—Azoth, esto... esto pesa el doble que antes.

—Yo me ocuparé de Muñeca. Dame un par de semanas. ¿Puedes cuidar de ella hasta entonces?

A Jarl se le estaban llenando los ojos de lágrimas, y Azoth tenía miedo de que le pasara lo mismo. Ya se llamaban Jarl y Azoth entre sí, no Jay y Azo.

—Le contaré a Mama K lo listo que eres, a ver si tiene trabajo para ti —dijo Azoth—. Ya sabes, por si no cuaja el asunto de Dos Puños.

—¿Me harías ese favor?

—Claro, Jay.

—¿Azo? —dijo Jarl.

—¿Sí?

Jarl vaciló y tragó saliva.

—Habría dado cualquier cosa por...

—Yo también, Jarl. Yo también.

Capítulo 15

«El precio de la desobediencia es la muerte.» Día tras día, la frase daba vueltas en la cabeza de Azoth mientras planeaba cómo desobedecería.

El entrenamiento era brutalmente duro, pero no brutal. En las hermandades, un puño podía pegarle una paliza a alguien para escarmentarlo y cometer un error que lo dejara lisiado de por vida. El maestro Blint jamás cometía errores. Azoth sentía exactamente tanto dolor como Blint quería, que, por lo general, era mucho.

«¿Y qué?» Disfrutaba de dos comidas al día. Podía comer tanto como desease, y Blint le quitaba el dolor de los músculos a base de entrenamiento.

Al principio todo eran maldiciones y golpes. Azoth no hacía nada a derechas. Sin embargo, las maldiciones eran aire, y los golpes un dolor pasajero. Blint nunca lisiaría a Azoth y, si decidía matarlo, no había nada que él pudiera hacer para evitarlo.

Era lo más parecido a la seguridad que había experimentado nunca.

En cuestión de semanas, se dio cuenta de que le gustaba entrenar. Los combates de prácticas, las armas embotadas de entrenamiento, las pistas de obstáculos, hasta la botánica. Aprender a leer con Mama K era difícil. «¿Y qué?» Dos horas de frustración al día no eran nada. Azoth no podía quejarse.

Al cabo de un mes, se dio cuenta de que valía. No era obvio y, de no haberse habituado tanto a captar los estados de ánimo y reacciones de Blint, nunca habría reparado en ello, pero, de vez en cuando, veía una leve expresión de sorpresa cuando dominaba alguna habilidad nueva antes de lo que su maestro se esperaba.

Eso lo impulsó a redoblar sus esfuerzos, con la esperanza de ver esa expresión no una vez por semana, sino una vez al día. Por su parte, Mama K lo hacía descifrar garabatos durante más tiempo del que podía imaginarse. Tenía una manera de sonreír y decir exactamente lo correcto que hacía que se le pasaran las horas volando. Las palabras eran poder, decía la antigua cortesana. Las palabras eran una segunda espada para el hombre que las blandía bien. Y Azoth las necesitaría si el mundo debía creer que era Kylar Stern, así que Mama K trabajó con él en su nueva identidad, planteándole las preguntas que le harían otros nobles, ayudándole a idear anécdotas inofensivas sobre su juventud en el este de Cenaria y enseñándole rudimentos de etiqueta. Le dijo que el conde Drake le enseñaría el resto una vez fuera a vivir con su familia. Cuando Azoth atravesara la puerta de los Drake, le dijo, sería Kylar para siempre jamás. Blint lo entrenaría en una casa segura en la orilla oriental. Mama K se vería con él en uno de sus locales de ese mismo lado. Solo cuando empezase a acompañar a Blint en sus encargos regresaría a las Madrigueras.

Azoth trabajó para ella con ahínco y sin quejas, salvo la vez en que, asqueado por su propia estupidez, lanzó un libro a la otra punta de la habitación. Estudió durante una semana en el infierno de la desaprobación de Mama K, hasta que le llevó unas flores que había robado y ella lo perdonó.

Le había entregado a Jarl dinero de sobra para ocuparse de Muñeca, pero su amigo no podría limitarse a entregarle las monedas a la niña: alguien podía robárselas. Lo peor era que Muñeca estaba sola. Muda y con la cara destrozada a golpes, ella tampoco estaría haciendo muchos amigos.

Other books

Unconditional Love by Kelly Elliott
After Perfect by Christina McDowell
Fall Into His Kiss by Jenny Schwartz
The Second Ship by Richard Phillips
Beer and Circus by Murray Sperber
In the Silks by Lisa Wilde
Leopold's Way by Edward D. Hoch
Freefall by Joann Ross
Crash - Part Four by Miranda Dawson