Read El Camino de las Sombras Online
Authors: Brent Weeks
—Logan, si te hago quedarte no es porque no crea en tu capacidad. Es porque sí creo en ella. La cuestión es que tu madre te necesita aquí más de lo que yo te necesito en las montañas.
—Pero yo quiero ir contigo.
—Y yo quiero quedarme. Esto no tiene nada que ver con lo que nosotros queramos.
—Jasin dice que el Nono intenta avergonzarte. Dice que para un duque es un insulto recibir un mando tan pequeño.
No mencionó las otras cosas que había dicho Jasin. Logan no se consideraba irascible, pero en los tres meses transcurridos desde que el rey Davin había muerto y Aleine de Gunder había asumido el título de Aleine IX (apodado burlonamente el Nono), ya se había metido en una docena de peleas.
—¿Y qué opinas tú, hijo?
—No creo que le tengas miedo a nadie.
—Conque Jasin dijo que tenía miedo, ¿eh? ¿De ahí salen las magulladuras que tienes en los nudillos?
Logan sonrió de repente. Era tan alto como su padre y, si todavía no tenía la corpulencia de Regnus de Gyre, el maestro de sus guardias Ren Vorden decía que solo era cuestión de tiempo. Cuando Logan peleaba con otros chicos, no perdía.
—Hijo, no te equivoques. Ponerme al mando de la guarnición de Aullavientos es un desaire, pero es mejor que el exilio o la muerte. Si me quedo, el rey acabará por sentenciarme a una cosa o la otra. Todos los veranos vendrás a entrenarte con mis hombres, pero también te necesito aquí. Durante medio año, serás mis ojos y mis oídos en Cenaria. Tu madre... —Dejó la frase en el aire y miró hacia detrás de Logan.
—Cree que tu padre es un necio —concluyó Catrinna de Gyre, que se había acercado hasta ellos. Había nacido en otra familia ducal, los Graesin, a quienes debía sus ojos verdes, sus rasgos menudos y su genio. A pesar de lo temprano de la hora, lucía un bello vestido de seda verde ribeteado de armiño y llevaba el pelo cepillado hasta relucir—. Regnus, si te subes a ese caballo, no quiero verte regresar jamás.
—Catrinna, no vamos a tener otra vez esa discusión.
—Ese chacal quiere echarte contra mi familia, lo sabes. Destruirte a ti, destruirlos a ellos... Él gana pase lo que pase.
—Tu familia es esta, Catrinna. Y ya he tomado mi decisión. —La voz del duque de Gyre sonó con un restallido de mando, un énfasis que dio ganas a Logan de encogerse para no llamar la atención.
—¿Cuál de tus rameras te llevas?
—No me llevo a ninguna de las doncellas, Catrinna, aunque algunas serán difíciles de sustituir. Las dejo aquí por respeto a tu...
—¿Me tomas por tonta? Encontrarás otras zorras allí y punto.
—Catrinna. Adentro. ¡Ya!
La duquesa obedeció y Regnus de Gyre se la quedó mirando mientras se alejaba. Habló sin volverse hacia Logan.
—Tu madre... Hay cosas que te explicaré cuando seas más mayor. De momento, espero que la honres, pero tú serás el señor de Gyre mientras yo no esté.
Logan abrió los ojos como platos.
Su padre le dio una palmada en el hombro.
—Eso no significa que puedas saltarte tus lecciones. Wendel te enseñará todo lo que necesitas saber. Te juro que ese hombre sabe más de administrar nuestras tierras que yo. Solo estoy a cuatro días a caballo de distancia. Tienes la cabeza bien amueblada, hijo, y por eso debes quedarte. Esta ciudad es un nido de víboras. Hay quienes quieren destruirnos. Tu madre lo ha visto venir y por eso se pone así, en parte. Corro un riesgo contigo, Logan. Ojalá no tuviera que hacerlo, pero eres la única ficha que me queda por jugar.
Sorpréndelos. Sé más listo, mejor, más valiente y más rápido de lo que nadie se espera. No es una carga justa la que te echo a las espaldas, pero debo hacerlo. Cuento contigo. La Casa de Gyre cuenta contigo. Todos tus vasallos y sirvientes cuentan contigo, y a lo mejor hasta el reino entero.
El duque de Gyre se subió a su enorme corcel blanco.
—Te quiero, hijo. Pero no me decepciones.
Reinaba una oscuridad cerrada y fría como el abrazo de los muertos. Azoth, agachado contra la pared del callejón, confiaba en que el viento nocturno ocultase el latido desbocado de su corazón. El quinto mayor en unírsele había robado una tosca navaja del escondrijo de armas de Rata, y Azoth aferraba el fino metal con tanta fuerza que le dolía la mano.
No se apreciaba todavía ningún movimiento en el callejón. Clavó la navaja en el suelo de tierra y se metió las manos bajo las axilas para calentarlas. Quizá no sucediera nada en horas. Daba igual. Se estaba quedando sin oportunidades. Ya había perdido demasiado tiempo.
Rata no era idiota. Era cruel, pero había hecho planes. Azoth, no. Llevaba tres meses dando tumbos presa del miedo. Dando tumbos cuando podría haber estado trazando su propio plan. El puño había declarado sus intenciones. Eso facilitaba las cosas. Azoth sabía parte de lo que planeaba; lo único que tenía que hacer era figurarse el cómo. Se puso a pensar y notó que le era demasiado fácil meterse en el pellejo de Rata, hacer suyos los pensamientos del puño de su hermandad.
«Una purga no basta. Una purga solo me daría seguridad durante un par de años. No sería el primer cabecilla de una hermandad que mata para conservar su poder. Matar no me hará diferente.» Azoth dio vueltas a esa idea. Rata no tenía ambiciones modestas. Se había tragado su odio durante tres meses. ¿Qué lo había llevado a aguantar todo ese tiempo sin pegar siquiera a Azoth?
Destrucción. En eso terminaba todo. Rata lo destruiría de algún modo espectacular. Saciaría su crueldad y afianzaría su poder. Haría algo tan atroz que la historia de Azoth se repetiría una y otra vez entre las hermandades. Quizá ni siquiera lo matase; lo mutilaría de un modo horrendo para que quien lo viese temiera más a Rata.
Se oyó un ruido sordo en el callejón y Azoth tensó los músculos. Despacio, muy despacio, levantó la navaja. Era un callejón estrecho, con las paredes de las casas tan abombadas que un adulto podía tocar ambos muros al mismo tiempo. Azoth lo había escogido por ese motivo. No pensaba dejar que su presa se escabullese ante sus narices. Sin embargo, de repente le pareció que las paredes eran malévolas, que estiraban sus dedos hambrientos una hacia la otra, ocultando las estrellas y decididas a apresarlo. El murmullo del viento por encima de los tejados contaba historias de asesinatos.
Azoth oyó el ruido otra vez y se relajó. Una rata vieja y cubierta de cicatrices surgió de debajo de una pila de tablones mohosos y olisqueó. Azoth permaneció inmóvil mientras la rata avanzaba contoneándose. Olfateó los pies descalzos de Azoth, los tanteó con su hocico húmedo y, al no detectar ningún peligro, se dispuso a alimentarse.
En el preciso instante en que la rata se preparaba para morder, Azoth le hundió la navaja por detrás de la oreja hasta clavarla en el suelo. El animal se estremeció pero no chilló. Azoth retiró la delgada hoja de hierro, satisfecho con su sigilo. Echó otro vistazo al callejón. Nada todavía.
«Entonces, ¿qué me hace débil? ¿Qué haría yo para destruirme si fuese Rata?»
Algo le hizo cosquillas en el cuello y Azoth lo apartó de un manotazo. «Malditos bichos.»
«¿Bichos? Pero si aquí hace un frío que pela.» Al retirar la mano de su cuello la notó caliente y pegajosa.
Azoth dio media vuelta y asestó una cuchillada, pero el arma salió disparada de su mano cuando algo le golpeó la muñeca.
Durzo Blint estaba agachado a menos de medio metro. No habló. Se limitó a mirarlo, con ojos más fríos que la noche.
Hubo una larga pausa en la que ambos se miraron fijamente sin mediar palabra.
—Habéis visto a la rata —dijo Azoth.
Una ceja se elevó.
—Me habéis hecho un corte donde yo la he cortado a ella. Queríais demostrarme que me superáis tanto como yo a la rata.
Un atisbo de sonrisa.
—Eres un ratilla de hermandad muy raro. Tan listo y a la vez tan tonto.
Azoth observó la navaja, que había pasado por arte de magia a la mano de Durzo, y sintió vergüenza. Sí que era tonto. ¿Qué se había creído? ¿Que iba a amenazar a un ejecutor? Pese a todo, dijo:
—Voy a ser vuestro aprendiz.
Blint le dio un sopapo con la mano plana que lo estampó de lleno contra la pared. Se arañó la cara con la piedra y cayó al suelo como un fardo.
Cuando se puso boca arriba, Blint estaba plantado encima de él.
—Dame un buen motivo por el que no debería matarte —dijo.
«Muñeca.» No era solo la respuesta a la pregunta de Blint, era el punto débil de Azoth. Rata le golpearía por medio de ella. Sintió náuseas. Primero Jarl y ahora Muñeca.
—Deberíais —respondió.
Blint alzó una ceja de nuevo.
—Sois el mejor ejecutor de la ciudad, pero no el único. Si no me tomáis como aprendiz y tampoco me matáis, me adiestraré a las órdenes de Hu Patíbulo o Wrable Cicatrices. Me pasaré la vida entrenándome solo para el momento en que me llegue la oportunidad de mataros. Esperaré hasta que creáis que me he olvidado del día de hoy. Esperaré hasta que os convenzáis de que solo fue la amenaza de un rata de hermandad idiota. Cuando llegue a maestro, las sombras os asustarán durante una temporada pero, cuando os hayáis asustado una docena de veces sin que sea yo, dejaréis de saltar una sola vez, y entonces allí estaré. No me importa si me matáis al mismo tiempo. Cambiaré mi vida por la vuestra.
Los ojos de Durzo apenas tuvieron que cambiar para pasar de peligrosamente entretenidos a peligrosos sin más. Azoth ni siquiera los vio, cegado por las lágrimas que inundaban sus propios ojos. Solo veía la expresión perdida que se había adueñado de la mirada de Jarl y se la imaginaba en la de Muñeca. Imaginaba los gritos que daría la niña si Rata la tomaba todas las noches. Gritaría sin articular palabras durante las primeras semanas, tal vez lucharía —algunos mordiscos y arañazos—, y después dejaría de chillar, dejaría de pelear. Solo se oirían gruñidos, los sonidos de la carne y el placer de Rata. Igual que con Jarl.
—¿Tan vacía está tu vida, chico?
«Lo estará si me decís que no.»
—Quiero ser como vos.
—Nadie quiere ser como yo.
Blint desenvainó una enorme espada negra y llevó el filo hasta la garganta de Azoth. En ese momento, al chico le daba igual si la hoja se bebía la sangre de su vida. La muerte sería más dulce que ver desaparecer a Muñeca con sus propios ojos.
—¿Te gusta hacer daño a la gente? —preguntó Blint.
—No, señor.
—¿Has matado alguna vez a alguien?
—No.
—Entonces, ¿por qué me haces perder el tiempo?
¿Cuál era el problema? ¿Hablaba en serio el ejecutor? No podía ser.
—He oído que no os gusta. Que no hace falta que a uno le guste para ser bueno —dijo Azoth.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Mama K. Ella dijo que esa es la diferencia entre vos y algunos de los demás.
Blint frunció el entrecejo. Sacó un diente de ajo de una bolsita y se lo echó a la boca. Enfundó su espada mientras masticaba.
—Vale, chico. ¿Quieres hacerte rico? —Azoth asintió—. Eres rápido, pero ¿puedes adivinar lo que piensan tus presas y recordar cincuenta cosas a la vez? ¿Tienes buenas manos?
Asentimiento, asentimiento, asentimiento.
—Hazte jugador de cartas. —Durzo se rió.
Azoth no. Bajó la vista a sus pies.
—Quiero dejar de tener miedo.
—¿Ja'laliel te pega?
—Ja'laliel no es nadie.
—Entonces, ¿quién? —preguntó Blint.
—Nuestro puño, Rata. —¿Por qué era tan difícil pronunciar su nombre?
—¿Os da palizas?
—Si no hacemos... Si no hacemos cosas con él. —Sonaba débil, y Blint no dijo nada, de modo que Azoth añadió—: No dejaré que nadie me vuelva a pegar. Nunca más.
Blint siguió mirando más allá de Azoth, para darle tiempo a enjugar sus lágrimas. La luna llena bañaba la ciudad de una luz dorada.
—La vieja puta puede ser bella —comentó—. A pesar de todo.
Azoth siguió la mirada de Blint, pero no había nadie más a la vista. Una neblina plateada se elevaba desde el estiércol caliente de los corrales y se enroscaba en torno a los viejos acueductos rotos. En la oscuridad, Azoth no distinguía al Hombre Sangrante recién garabateado sobre el Dragón Negro de su propia hermandad, pero sabía que estaba allí. Su hermandad no había dejado de perder territorio desde que Ja'laliel enfermó.
—¿Señor? —dijo Azoth.
—Esta ciudad no tiene otra cultura que la callejera. Los edificios son de ladrillo en una calle, de adobe y cañas en la siguiente y de bambú en la de más allá. Los títulos son alitaeranos, la ropa caleana, la música un batiburrillo de arpas sethíes y liras lodricarias... y hasta los malditos arrozales están robados de Ceura. Pero mientras no la toques ni la mires demasiado de cerca, a veces es bella.
Azoth creía entenderlo. En las Madrigueras había que ir con cuidado con qué se tocaba y dónde se pisaba. Las calles estaban salpicadas de charcos de vómito y otros fluidos corporales, y las hogueras alimentadas con estiércol y el vapor aceitoso de las cubas de sebo que hervían a todas horas cubrían el mundo con una pátina grasienta y fuliginosa. Sin embargo, no tenía nada que responder. Ni siquiera estaba seguro de que Blint le hablase a él.
—Estás cerca, chico. Pero nunca tomo aprendices, y no te aceptaré a ti. —Blint dejó de hablar e hizo girar la navaja de un dedo a otro sin prestar atención—. No a menos que hagas algo de lo que eres incapaz.
La esperanza prendió en el pecho de Azoth por primera vez en meses.
—Haré lo que sea —aseveró.
—Tendrías que hacerlo solo. Nadie más podría saberlo. Tendrías que pensar cómo, cuándo y dónde. Tú solo.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Azoth. Sentía a los Ángeles de la Noche enroscando los dedos en torno a su estómago. ¿Cómo era que sabía lo que Blint iba a decir a continuación?
Blint recogió la rata muerta y se la lanzó.
—Esto mismo. Mata a tu Rata y tráeme una prueba. Tienes una semana.
Solon Tofusin llevaba de las riendas a su caballo por el paseo de Sidlin, entre las mansiones chabacanas y apiñadas de las grandes familias de Cenaria. Muchas de las casas tenían menos de una década. Otras eran más antiguas, pero presentaban reformas recientes. Los edificios de esa calle en concreto eran cualitativamente distintos del resto de la arquitectura cenariana. Los habían erigido personas que esperaban que su dinero pudiera pagar cultura. Todos eran ostentosos y rivalizaban con sus vecinos en lo exótico de sus diseños: aquí fantasías de arquitecto con agujas ladeshianas o cúpulas del placer friakíes, allá mansiones alitaeranas erigidas con mayor rigor funcional, más lejos imitaciones a perfecta escala de los famosos palacios veraniegos ceuríes. Había incluso lo que Solon creyó reconocer gracias a un cuadro como un bulboso templo ymmurí, al que no faltaban ni sus banderolas de oración. Dinero esclavista, pensó.