El Caballero Templario (45 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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El padre Louis traía consigo una bula papal con sello que ahora sacó y colocó ante ellos, sobre la mesa de madera vacía. Ahí estaba todo lo que él acababa de exponerles de forma oral. Así que, para terminar, ¿qué respuesta debía llevarle de vuelta al Santo Padre?

—Que en la orden de los templarios nos adaptaremos desde este momento a la orden contenida en la palabra del Santo Padre —contestó Amoldo de Torroja con suavidad—. Esto es válido a partir de este momento puesto que yo, Gran Maestre, he declarado nuestra sumisión. Nos apresuraremos en comunicar esta nueva orden. Puede tardar tiempo, pero no pretendemos ir más lentos de lo necesario. Nuestra decisión ya es válida, pues ya lo he pronunciado, pero no creo que mi amigo y hermano Arn de Gothia tenga otra idea diferente de la mía en este asunto, ¿no es así, Arn?

—No, en absoluto —respondió Arn con el mismo tono tranquilo—. Nosotros los templarios hacemos negocios de todo tipo y los negocios son importantes para financiar una guerra constante y costosa. Me gustaría explicaros más cosas acerca de eso mañana, padre Louis. Pero hacer negocios con asuntos eclesiásticos va en contra de nuestras normas y a eso se le llama simonía. Personalmente considero que los negocios de los que estás hablando, padre, son simonía. Por eso comprendo perfectamente las quejas del arzobispo William y la decisión del Santo Padre.

—Pero entonces no entiendo… —dijo el padre Louis tan aliviado por la sencilla rapidez de la decisión como sorprendido por la misma—, ¿Por qué ha existido este pecado si ambos os distanciáis de él de forma tan natural?

—Nuestro Gran Maestre anterior Odo de Saint Amand, en paz descanse en el paraíso, tenía otra opinión acerca de estas cuestiones —respondió Amoldo de Torroja.

—Pero si vosotros dos, siendo hermanos de alto rango, estabais en contra de esta vergüenza, ¿no podríais entonces haber criticado a vuestro Gran Maestre? —preguntó el padre Louis, sorprendido.

Recibió sonrisas de complicidad por parte los dos templarios, pero ninguna respuesta.

Arn llamó a un caballero y le dio instrucciones para que condujese al padre Louis y al hermano Pietro, que no se había pronunciado ni una sola vez a lo largo de la conversación, a sus aposentos. Se disculpó por tener que marcharse pero el rey quería ver al Gran Maestre y al Maestre de Jerusalén sin demora, y prometió ser mejor anfitrión al día siguiente. Con eso, el Gran Maestre se levantó y bendijo a sus dos huéspedes espirituales para sorpresa y enojo del padre Louis.

Los dos cistercienses fueron llevados a sus habitaciones aunque no sin cierta confusión, pues primero fueron a parar a habitaciones destinadas a invitados mundanales, con mosaicos sarracenos y fuentes de agua antes de ser llevados al sitio correcto, cada uno a una habitación encalada en blanco como en las que vivían habitualmente.

Amoldo de Torroja y Arn se apresuraron hacia los aposentos del rey. No pudieron hablar demasiado acerca de la bula papal, aunque de todos modos estaban de acuerdo en esa cuestión. Habría una reducción en los ingresos, pero sería un alivio deshacerse de esos negocios que ambos consideraban de lo más discutibles. Tanto mejor era tener, entonces, una instrucción directa del mismo Santo Padre para planteársela a todos aquellos que sin duda se molestarían.

Las habitaciones privadas del rey eran pequeñas y oscuras, pues él mismo no podía moverse ni tampoco ver demasiado. Los esperaba en su trono con cortinas, donde permanecía sentado tras una tela de muselina azul, de modo que desde fuera sólo se lo veía como una sombra. Se rumoreaba que ya había perdido las dos manos.

En la habitación había un único cuidador, un nubio forzudo que era sordomudo y estaba sentado sobre unas almohadas junto a una de las paredes de la habitación, con la mirada fija en su señor medio oculto para poder actuar a la mínima señal que sólo él y su amo comprendían.

Amoldo de Torroja y Arn entraron el uno al lado del otro, se inclinaron ante el rey sin decir nada y luego se sentaron ante el insólito trono sobre dos cojines de piel egipcios. El rey les habló con una voz clara, sólo tenía poco más de veinte años.

—Me alegra ver que los dos principales de la orden de los templarios han respondido a mi llamada —empezó, interrumpiéndose luego con un acceso de tos y unas señales que sus invitados no pudieron comprender. El esclavo nubio se apresuró a acercarse y estuvo haciendo algo detrás de la tela azul que tampoco lograron comprender. Esperaron en silencio.

—Aunque esté más lejos de mi muerte de lo que algunos piensan y desean —prosiguió el rey—, desde luego no estoy falto de molestias. Vosotros, templarios, sois la columna vertebral de la defensa de Tierra Santa y quiero discutir con vosotros un par de asuntos sin la presencia de otros oídos. Por eso os hablaré en un lenguaje que en otras ocasiones habría disimulado mejor. ¿Os resulta conveniente?

—Completamente, Sire —contestó Amoldo de Torroja.

—Bien —dijo el rey, que de inmediato se vio interrumpido por un breve ataque de tos, no hizo ninguna señal a su cuidador y pronto pudo proseguir—. La primera cuestión se refiere a un nuevo patriarca de Jerusalén. La segunda cuestión tiene que ver con la situación militar. Prefiero tratar primero la cuestión del patriarca. Pronto se designará un nuevo patriarca tras Amalrik de Nesle, que está agonizando. Se supone que es asunto de la Iglesia pero si he comprendido bien a mi madre, Agnes, es más bien asunto suyo, o en cualquier caso mío. Tenemos dos candidatos: Heraclius, arzobispo de Cesárea, y William, arzobispo de Tiro; contemplemos los pros y los contras. Por lo que tengo entendido, William es enemigo de los templarios pero un hombre de iglesia de cuyo honor nadie duda. Heraclius es, si he de seros del todo sincero ahora que nadie nos escucha, un granuja como otros muchos que tenemos aquí en nuestra tierra, un monaguillo prófugo o algo por el estilo, conocido por su vida pecaminosa. Además, es amante de mi madre, claro que uno entre tantos otros. Sin embargo, no parece ser. vuestro enemigo, más bien lo contrario. Como podéis ver, hay muchas pesas no tan nobles sobre los platillos de nuestra balanza. ¿Cuál es vuestra opinión en este asunto?

Estaba claro que sería Amoldo de Torroja quien respondería e igual de claro estaba que le costaba dar una respuesta directa. Mientras él se lanzaba a una gran elucubración sobre la vida, sobre la inescrutable voluntad de Dios y de otras cosas que sólo significaban que hablaba mientras pensaba lo que en realidad iba a decir, Arn se admiraba de cómo el desgraciado rey que a pesar de padecer una enfermedad que pronto lo llevaría a la muerte y que lo obligaba a ocultarse ante la persona con la que hablaba, y a pesar de su débil tono de voz, podía irradiar tal sorprendente fuerza y determinación.

—Así que, para resumir —concluyó Amoldo de Torroja cuando había terminado de pensar mientras hablaba y pudo decir algo razonable—, sería bueno para los templarios tener un patriarca que fuese nuestro amigo y cosa mala tener uno que fuera nuestro enemigo. A la vez sería bueno para el reino de Jerusalén tener a un hombre de honor y de fe como el máximo guardián de la Santa Cruz y del Santo Sepulcro. Y sería una blasfemia tener a un pecador ocupando el mismo cargo de responsabilidad. No parece muy difícil suponer lo que Dios debe de opinar en este asunto.

—Puede ser. Pero ahora nos encontramos ante un poder superior al de Dios, es decir, ante mi madre Agnes —respondió el rey, tajante—. Ya sé que en realidad es el concilio de todos los arzobispos de Tierra Santa el que debe decidir y votar en este asunto. Pero resulta que muchos de estos hombres de Dios son fáciles de comprar. Así que, de hecho, lo decido yo, o vosotros y yo, o mi madre. Lo que quiero saber es si vosotros, los templarios, estáis por completo en contra de alguno de los candidatos.

—Un pecador a nuestro favor o un honrado hombre de Dios en nuestra contra, no es una decisión nada fácil, Sire —respondió Amoldo de Torroja, dócil. Si hubiera podido ver el futuro, habría dicho algo muy diferente.

—Bien —dijo el rey con un suspiro—. Entonces tendremos a un hombre poco habitual como patriarca, pues dejas la decisión en manos de mi madre. Si Dios es tan bueno como vosotros los templarios decís, ya enviará Sus rayos hacia este hombre cada vez que se acerque a un muchacho esclavo o a una mujer casada, o incluso a un asno. ¡Bueno! El segundo asunto del que quería hablar era el estado de la guerra. Como podéis comprender, todo el mundo me miente en eso, a veces puedo tardar hasta un año en enterarme de qué ha sucedido y qué no ha sucedido. Por ejemplo, lo que realmente pasó en la única victoria en las propias guerras que yo mismo he dirigido. Primero fui yo el gran vencedor en Mont Gisard, había testigos creíbles que habían visto a san Jorge cabalgar encima de mí en el cielo y no sé qué más. Ahora sé que fuiste tú el vencedor, Arn de Gothia. ¿Tengo razón en eso?

—La verdad es… —empezó a decir Arn, vacilante, pues ahora había recibido una pregunta directa del rey y Amoldo de Torroja no podía contestar en su lugar—… que en aquella batalla los templarios vencieron a tres o cuatro mil de las mejores tropas de Saladino. Y verdad es también que el ejército mundanal de Jerusalén derrotó a quinientos.

—¿Es ésa tu respuesta, Arn de Gothia?

—Sí, Sire.

—¿Y quién dirigió a los templarios en aquella batalla?

—Fui yo, con la ayuda de Dios, Sire.

—Bien. Entonces era tal y como pensaba. La ventaja de hablar con algunos templarios, y tú pareces ser uno de ellos, Arn de Gothia, es que recibes respuestas verdaderas. Así me gustaría vivir mis últimos años, pero dudo que me sea permitido. ¡Bueno! Explicadme ahora con brevedad la situación militar.

—Es una situación complicada, Sire… —empezó Amoldo de Torroja, pero fue interrumpido de inmediato por el rey.

—Perdóname, querido Gran Maestre, ¿pero no es ahora el Maestre de Jerusalén el mando militar más alto de vuestra orden?

—Sí, Sire, así es —contestó Amoldo de Torroja.

—¡Bien! —suspiró el rey con estruendo—. Dios, si yo pudiera relacionarme con hombres como vosotros, que decís la verdad. Entonces, querido Gran Maestre, ¿sería apropiado que le haga la pregunta a Arn de Gothia, sin ofender vuestras normas, vuestra honra y vuestro honor?

—Sería completamente apropiado, Sire —respondió Amoldo de Torroja, algo forzado.

—¡Bien! —dijo entonces el rey de forma intimidatoria.

—La situación se puede describir como sigue, Sire —empezó Arn, inseguro—. Nos enfrentamos al peor enemigo que la cristiandad ha tenido jamás, peor que Zenki, peor que Nur al—Din. Saladino ha unido a casi todos los sarracenos en nuestra contra y es un dirigente militar hábil. Ha perdido una vez, aquella en que su majestad venció en Mont Gisard. Aparte de esa vez, ha vencido en todas las batallas de importancia. Debemos fortalecer el bando cristiano en todo Outremer, si no estamos perdidos, o encerrados en fortalezas y ciudades y así no podremos estar para siempre. Ésa es la situación.

—¿Compartes tú esa idea, Gran Maestre? —preguntó el rey con dureza.

—Sí, Sire. La situación es tal y como la ha descrito el Maestre de Jerusalén. Necesitamos refuerzos de todos nuestros países de origen. Saladino es muy diferente de todos los hombres a los que nos hemos enfrentado hasta el momento.

—¡Bueno! Así se hará. Enviaremos una embajada a nuestros países de origen, al emperador de Alemania, al rey de Inglaterra y al rey de Francia. ¿Tendrías, Gran Maestre, la bondad de formar parte de esa embajada?

—Sí, Sire.

—¿Aunque de ella forme parte el Gran Maestre Roger des Moulins, de los sanjuanistas?

—Sí, Sire. Roger des Moulins es un hombre extraordinario.

—¿Y con el nuevo patriarca de Jerusalén, aunque sea uno de esos con los que deba ir con cuidado de noche?

—Sí, Sire.

—Bueno, pues excelente. Así será. Una pregunta más, ¿quién es el mejor caudillo entre todos los caballeros mundanales de Outremer?

—El conde Raimundo de Trípoli y luego Balduino d'Ibelin, Sire —respondió Amoldo de Torroja con premura.

—¿Y quién es el peor? —preguntó el rey igual de prisa—. ¿Podría ser el querido marido de mi hermana, Guy de Lusignan?

—Comparar a Guy de Lusignan con alguno de los dos anteriores sería como comparar a David con Goliat, Sire —respondió Amoldo de Torroja con una ligera e irónica reverencia. Eso hizo pensar al rey y permaneció un breve rato en silencio.

—Así que dices, Gran Maestre, ¿que Guy de Lusignan podría vencer al conde Raymundo? —preguntó, divertido, al terminar de pensar.

—No he dicho eso, Sire. Como dice la Escritura, Goliat fue el mayor de los guerreros y David era sólo un muchacho inexperto. Sin la intromisión de Dios, Goliat vencería a David en mil de mil batallas. Naturalmente, si Dios apoya a Guy de Lusignan tanto como apoyó a David, Guy de Lusignan será invencible.

—¿Pero y si Dios le da la espalda en ese preciso momento? —preguntó el rey con una risa carraspeante.

—Entonces la batalla terminaría en menos de lo que vos tardáis en abrir y cerrar un ojo, Sire —respondió Amoldo de Torroja con una amable inclinación.

—Gran Maestre y Maestre de Jerusalén —dijo el rey tosiendo de nuevo y una señal que hizo que su esclavo nubio se acercara, apresurado—, con hombres como vosotros me gustaría hablar largamente. Mi salud me lo impide, os deseo a ambos la paz de Dios y una buena noche.

Se levantaron de sus blandos cojines de piel, se inclinaron y se miraron de reojo el uno al otro con preocupación con los estertores y gorjeos que se oían tras la tela de muselina que ocultaba al rey. Dieron media vuelta y salieron sigilosamente y con discreción de la habitación.

Para el padre Louis fue una gran sorpresa ser despertado bastante tiempo antes de laudes por Arn de Gothia, que había ido personalmente a buscarlo a él y al hermano Pietro para el canto matutino en el templo de Salomón. Los dos cistercienses fueron conducidos por su compañero caballero por un sistema laberíntico de pasillos y salas hasta que de repente, después de subir por una oscura escalera, aparecieron en el centro de la gran iglesia con cúpula de plata. Ya estaba llena de templarios y sargentos que, en silencio, se estaban colocando a lo largo de las paredes de la sala redonda. Nadie llegaba tarde. Al llegar la hora había unos cien caballeros y más del doble de sargentos vestidos de negro.

El padre Louis halló un gran placer en el canto matutino y quedó muy impresionado por la seriedad con la que cantaban aquellos luchadores; era una sorpresa que cantasen tan bien.

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