El Caballero Templario (57 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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De camino hacia el castillo, cuando Styrbjørn cortésmente la acompañó por delante de todos los demás, Cecilia le pidió disculpas con suaves palabras por haberse preocupado sobremanera por el viaje.

Styrbjørn sonrió con amabilidad ante su innecesaria disculpa y le aseguró que en absoluto era la primera mujer godooccidental que no tenía un verdadero conocimiento del mar y los barcos. Una vez, le explicó, hubo una joven mujer que preguntó si no se perderían por el camino. Y después de decir esto rompió a reír, mientras Cecilia Rosa sonreía con timidez sin saber qué era lo que resultaba tan divertido de la preocupación de aquella señora.

Cuando Cecilia Blanka, algo más tarde, recibió a su más estimada amiga, estaba muy animada y de muy buen humor. Se apresuró a llamar a sus sirvientes para que recogieran los sacos de piel de Cecilia Rosa con las plantas espinosas, las pieles y los utensilios de costura y tomó a su amiga del brazo y se la llevó corriendo a través de varias salas oscuras junto a una gran chimenea, donde sirvió vino caliente. Opinaba que era lo más apropiado después de una travesía con tanto frío.

Cecilia Rosa sentía el calor del cariño y el ánimo de complacerla en todo de su amiga pero a la vez sentía el sordo dolor en su interior de todo lo malo que pronto tendría que explicarle. No iba a resultarle nada fácil. El rey y el canciller estaban al norte en Aros Oriental para arreglar algún asunto relacionado con un obispo nuevo, pues unos saqueadores del otro lado del mar Báltico habían matado al anterior. Además los estonios habían quemado toda Sigtuna, de modo que los hombres tenían mucho que resolver, había que poner en marcha nuevas cruzadas y construir nuevos barcos. La ventaja era que ahora tenían Näs para ellas solas, pues a falta de rey y de canciller mandaba la reina. ¡Así que hablarían durante toda la noche y beberían mucho vino caliente!

Durante un rato, Cecilia Rosa se dejó arrastrar por la irresistible emoción y la alegría de su más querida amiga; debían celebrar el momento en el que al fin las tres amigas eran libres.

Después de decir esto, había pensado pasar con rapidez a lo que tenía que decir. Pero en lugar de eso animó de nuevo a Cecilia Blanka, que le explicó con ojos brillantes y muchas risas cómo le había ido a la pequeña Ulvhilde, que ya no era tan pequeña, pues esperaba su primer hijo.

Tal y como había imaginado Cecilia Blanka, el hijo mayor de Ulfshem, Folke, no había sido en absoluto del agrado de Ulvhilde, a pesar de ser el primero en intentar impresionarla. Como era de esperar, su audacia se había interpuesto en su camino y pronto Ulvhilde había sentido mayor curiosidad por el hijo menor, Jon. Y dado que Jon no podía asombrar a Ulvhilde agitando espadas y arcos, sino que hablaba más de cómo había que construir un país con la ley y de cosas que había aprendido y sobre las que había reflexionado mucho, y puesto que sabía cantar de forma muy bella, no fue difícil imaginar cómo acabaría el asunto. Pronto se iba a celebrar su cerveza de matrimonio, y cuanto antes mejor, pues ya esperaba su primer hijo.

Al oír eso Cecilia Rosa sintió más horror que alegría, pues estaba claro que esperar un hijo antes de haber tomado la cerveza de matrimonio podía salirles muy caro a los jóvenes. Ella misma sabía más que la mayoría de lo duro que podía llegar a ser.

Pero Cecilia Blanka se apresuró en desechar su preocupación. Los tiempos eran diferentes ahora. Nadie que ahora tuviese la posibilidad de ser obispo intentaría como primer recurso excomulgar a alguien que gozaba de la protección tanto del rey como del canciller. Así que el pequeño pecado de Ulvhilde sería pronto bendecido por Dios y con eso se acabó el asunto. La pequeña parecía muy feliz y realmente había recibido una gran y calurosa bienvenida a la libertad.

Ahora, aliviada al saber que Ulvhilde no corría el peligro que con horror había imaginado, Cecilia Rosa reunió finalmente las fuerzas necesarias para alzar sus manos y detener la alegre charla de su amiga. Traía malas noticias desde Gudhem.

Pero aun así empezó mal la explicación. Cuando Cecilia Rosa respiró hondo y empezó a contarle con seriedad que la madre Rikissa estaba muerta y enterrada, su amiga dio una palmada con las manos y soltó una carcajada, tras la cual se apresuró a santiguarse y, mirando hacia arriba, pidió perdón por alegrarse por la muerte del prójimo. Pero pronto recuperó el ánimo y dijo que eso no era una mala noticia.

Cecilia Rosa tuvo que empezar de nuevo. No tuvo que avanzar mucho en su historia de la falsa confesión y el testamento que había que enviar a Roma para que Cecilia Blanka se pusiese seria.

Cuando Cecilia Rosa terminó de hablar, en un primer momento ambas permanecieron en silencio sin poder decir nada. ¿Pues qué podía decirse de la mentira en sí? Que cualquier doncella desgraciada obligada a entrar bajo el flagelo de Rikissa en Gudhem se le ocurriese la absurda idea de pronunciar sus votos precisamente en Gudhem era una idea ridicula. Que Cecilia Blanka, que siempre había anhelado salir para estar con su prometido y con la corona de reina, fuese a desdecirse de todo eso para convertirse en la esclava de Rikissa era como decir que los pájaros volaban en el agua y los peces nadaban en el cielo.

Se interrumpieron cuando Cecilia Blanka llevó a su amiga a saludar a los niños antes de continuar juntas la noche, que ahora sabían que iba a ser una noche muy larga.

El hijo mayor, Erik, estaba con su padre en Aros Oriental, pues tenía mucho que aprender acerca de los asuntos de los que debía encargarse un rey. Los otros dos niños y la niña Brígida se estaban peleando como salvajes por un caballo de madera, de modo que a la doncella le fue imposible detenerlos cuando entraron las dos Cecilias. Los niños se tranquilizaron de repente, aunque miraron la curiosa ropa de Cecilia Rosa con un gesto burlón. Pero después de la oración de la noche las dos Cecilias maravillaron a los niños cuando juntas entonaron el cántico más hermoso que jamás se había cantado en Näs. Estaba claro que no esperaban eso que su madre supiera cantar de ese modo, y se acostaron obedientes y trinando de júbilo.

De vuelta a la chimenea donde las esperaba más vino caliente, Cecilia Blanka le explicó, algo incómoda, que no había cantado demasiado en su libertad, pues había pensado que ya había tenido suficiente canto en Gudhem. Pero si cantaban juntas era diferente, como si entonces recordara más su apreciada amistad que todas las frías madrugadas en las que, dormidas, tenían que salir tambaleándose sobre el frío suelo para el maldito laudes.

Cuando volvieron a sentarse junto al cálido fuego, solas, en ausencia de oídos enemigos y con una copa de vino entre las manos, había llegado el momento de comprender.

La intención de Rikissa era hacer que el Santo Padre de Roma declarase que el rey Knut de Götaland Occidental, Götaland Oriental, de Svealand y del arzobispado de Aros Oriental vivía en pecado, empezó a decir Cecilia Blanka. Eso significaría que el pequeño príncipe había sido engendrado en pecado, por lo que no podría heredar la corona, y tampoco ninguno de los otros hijos.

No era de extrañar que Rikissa quisiera mandar este mensaje directamente al Santo Padre de Roma, ni tampoco que el mensaje fuera a viajar vía Dinamarca, donde los Sverker tenían a todos sus parientes exiliados y donde muchos de ellos habían logrado casarse con los amigos del rey danés. Por tanto, el fuego y la guerra con la que Rikissa los había amenazado en su lecho de muerte era la guerra que se estallaría cuando regresaran los Sverker para recuperar la corona real. Así era como Rikissa lo había planeado.

Pero todo su plan estaba basado sobre una mentira, objetó Cecilia Rosa. Lo que estaba escrito en su testamento no era cierto. Leer algo así en Roma era una cosa, pero ante un arzobispo sueco, fuese quien fuese esta vez, el asunto se vería desde otro ángulo.

Se encontraron ahora ante el dilema de si sería posible que la mentira venciese. Era más fácil comprender que Rikissa sacrificara su alma para lograr la venganza, que una persona pudiese ser tan malvada que se condenase al fuego eterno sólo por venganza.

Seguramente debió de verlo como un sacrificio, pensó Cecilia Rosa, sacrificó su alma para bendecir a sus parientes. De la misma manera que una madre sacrificaría su vida por un hijo, o tal y como un padre sacrificaría la vida por su hijo, Rikissa sacrificó su alma por todos sus parientes. La idea provocaba escalofríos pero también era comprensible, al menos si eras uno de los que habían tenido que sufrir bajo la madre Rikissa en la vida terrenal.

Fue como si de pronto tuvieran frío a pesar del calor que desprendían los leños. Cecilia Blanka se levantó, se acercó a su amiga, la besó y arregló las pieles que la rodeaban; luego se fue a pedir más vino.

Al regresar intentaron librarse del mal espíritu de Rikissa en la habitación. Se consolaron diciendo que al menos habían recibido la información a tiempo y que seguro que Birger Brosa sabría hacer buen uso de ese conocimiento, y luego intentaron hablar de otra cosa.

Cecilia Rosa se preguntaba sobre su querida amiga Ulvhilde. Apenas había sacado un pie de Gudhem y ya estaba de camino a un lecho nupcial. Sí, incluso había tenido ocasión de probar de ese lecho. ¿Era realmente eso algo tan bueno? ¿No estaba expuesta como un cordero con toda su inocencia? En toda su vida en libertad había conocido sólo a dos jóvenes y ahora iba a compartir cama y asiento con uno de ellos durante el resto de su vida. ¿Sería eso bueno?

Cecilia Blanka opinaba que sí. Ella conocía a Jon y había estado bastante segura de que pasaría lo que pasó, pues ella conocía también a Ulvhilde. Era una buena unión entre los Sverker y Folkung que a nadie podría parecerle mal. Pero eso era una cosa y otra muy distinta que había personas que estaban hechas las unas para las otras. Seguramente Cecilia Rosa y Arn estaban hechos el uno para el otro. Pero ese podía muy bien ser también el caso de Ulvhilde y Jon Folkesson. Pronto podría verlo la propia Cecilia Rosa, porque en Navidades se reunirían todos para celebrar una gran cerveza de Navidad en Näs, así se había decidido.

Esas últimas palabras hicieron que Cecilia Rosa se quedara pensativa, ensimismada durante un rato. Como algo obvio y sencillo, su amiga la reina la había invitado a una cerveza de Navidad. Y la novedad en su vida era que realmente era obvio y sencillo. Cecilia Rosa era libre, incluso podía rechazar la invitación si quería, algo que, sin embargo, no tenía ninguna intención de hacer. Pero la simple posibilidad de poder decir que no, pensaba ahora, cada vez más dormida, era un aspecto de lo más curioso de su nueva libertad.

Se quedó dormida copa en mano, pues estaba poco acostumbrada a beber cuanto vino caliente quisiera.

Cecilia Blanka fue a buscar a algunas doncellas que acompañaron a su querida amiga a la cama.

Al día siguiente Cecilia Rosa fue transformada. Las doncellas de la reina la bañaron y la frotaron bien, pero sobre todo se dedicaron a su pelo, que desenredaron y cepillaron, peinaron y cortaron donde estaba cortado de forma burda e irregular; los cortes de pelo en el convento se hacían para mantener el pelo corto, no para mantenerlo hermoso, pues de todos modos no podía mostrarse nunca.

Cecilia Blanka había pensado mucho acerca qué ropas nuevas regalarle a su amiga. Le había sido fácil comprender que no podía tratarse de las ropas más hermosas, pues el paso de la ropa de convento, marrón e incolora estilo saco, a la vestimenta de una dama de la corte podía ser demasiado brusco. Además, había comprendido, sin siquiera tener que preguntar, que Cecilia Rosa no quería ir a vivir a Näs como la simple amiga de la reina, era demasiado obstinada para eso. Cecilia Blanka comprendía muy bien que el mayor deseo de su querida amiga fuera que Arn Magnusson regresara a casa. No sabía muy bien cuántas esperanzas se podían albergar de que eso sucediese después de todos esos años, pero no podían ser demasiadas. Por eso tampoco era un buen tema de conversación. Tiempo al tiempo y con él llegarían las respuestas.

La reina había pensado que Cecilia Rosa seguiría viajando desde Näs con un manto que, a pesar de ser marrón como el de las conversae, estaría hecho de una lana mucho más suave, de cordero. Un manto con el color del linaje habría sido un asunto demasiado delicado, pues Cecilia Rosa pertenecía al linaje de Pål, por lo que tendría un manto verde. Pero ella siempre se había visto como la novia de Arn Magnusson y por eso siempre con el manto azul de los Folkung, eso había estado claro como el agua incluso aquellos años en que habían sido dos en llevar un fino hilo de lana azul en el brazo mientras que las otras familiares lo llevaban rojo. Sin embargo, la verdad era que el compromiso entre Cecilia Rosa y Arn Magnusson, por mucho que significase para ella, no era válido ante la Iglesia. De modo que, desgraciadamente, no habría sido correcto que llevase un manto azul. Por consiguiente, un manto marrón sería lo mejor por ahora.

Sin embargo, seguro que una yconoma que era una jornalera seglar en un monasterio tendría derecho a llevar las ropas mundanales que quisiera. Por eso Cecilia Blanka había hecho coser un traje verde pues pensaba que el verde quedaría especialmente bien con el cabello rojo de Cecilia. Y como para añadir un aire Folkung a su atuendo, había cambiado la toca negra para el cabello de Cecilia Rosa por una azul, ese azul que ella conocía tan bien y que incluso podía preparar con sus propias manos.

Le costó convencer a Cecilia Rosa para que se vistiera con sus nuevas ropas y además, como decía Cecilia Blanka, para practicar para el futuro, pasar un día entero con el pelo al aire, sin cubrirse la cabeza.

Tal vez un solo día de ejercicio fuese poco, comprendió Cecilia Blanka, aunque demasiado tarde. Porque al acercarse la noche llevó de nuevo a Cecilia Rosa a la habitación de las doncellas y la vistió con otro vestido verde mucho más hermoso y le colocó una cinta de plata a la cintura y un pasador de plata en el pelo, pues como le explicó esperaban a gente para celebrar un banquete aquella noche.

Luego llevó a su amiga a sus aposentos, donde había un gran espejo pulido en el que uno podía contemplarse de cuerpo entero. Estaba ansiosa por lo que iba a suceder.

Cuando Cecilia Rosa pudo verse a sí misma se quedó primero muda y era imposible leer en su cara lo que estaba pensando. Pero de repente rompió a llorar y fue a sentarse y tuvo que ser consolada durante un buen rato por Cecilia Blanka antes de que fuese posible sonsacarle qué le había ocasionado esa repentina tristeza.

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