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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (53 page)

BOOK: El Caballero Templario
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Una caballería cristiana de unos ciento cuarenta jinetes pesados, de los que la mayoría eran templarios, y cerca de un centenar de soldados de infantería componían una fuerza bastante impresionante. Pero cuando, como era de esperar, se encontraron con el enemigo en los manantiales de Cresson y miraron hacia abajo por las laderas, les costó creer lo que veían sus ojos, pues poco tenía que ver lo que estaban viendo con una mera fuerza de reconocimiento. Abajo, en los manantiales de Cresson, vieron a unos siete mil lanceros mamelucos y arqueros montados sirios dando de beber a sus caballos.

Podía parecer que sólo fuera cuestión de pura matemática. Con unos ciento cuarenta jinetes, la mayoría templarios y sanjuanistas, se podía atacar en condiciones favorables a tal vez setecientos mamelucos y arqueros sirios. A setecientos, pero no a siete mil.

Por tanto, el Gran Maestre Roger des Moulins sugirió tranquilamente que se retiraran. Lo mismo opinaba el comandante militar de los templarios, James de Mailly.

Pero el Gran Maestre Gérard de Ridefort era de otra opinión. Se puso furioso y acusó a los otros de cobardía, insultó a James de Mailly diciendo que éste tenía en demasiada estima a su rubia cabeza como para arriesgarla ante Dios, que Roger des Moulins no era digno de ser Gran Maestre y otras cosas por el estilo.

Arn, que ahora ocupaba un cargo demasiado bajo como para ser consultado, permanecía sentado sobre su caballo franco Ardent un poco más allá pero lo bastante cerca como para poder oír sin problemas la escandalosa conversación. Para él estaba claro que Gérard de Ridefort debía de estar completamente loco. Un ataque a plena luz del día con la relación de fuerzas en la que ahora se encontraban, y cuando el enemigo ya había descubierto el peligro, había montado sus caballos y empezado a formar, sólo podía acabar con la muerte.

Pero Gérard de Ridefort se mostró implacable. Él iba a atacar. Por tanto, los sanjuanistas y los otros también se vieron obligados a acompañarlo en la ofensiva, pues el mantenimiento del honor los dejaba sin alternativa.

Al colocarse en formación de batalla, Gérard llamó a Arn y le pidió que cabalgara como confaloniero, ya que la misión requería un jinete particularmente hábil y atrevido. Por tanto, Arn cabalgaría junto al Gran Maestre con el estandarte de los templarios y a la vez haría de escudo de éste, dispuesto en todo momento a sacrificar su vida para proteger al hermano más alto de la orden. El Gran Maestre y el estandarte eran lo último que se debía perder en una batalla.

De todos los sentimientos que Arn sentía en su interior, el miedo no era el más poderoso cuando ahora junto con los otros hermanos formaban en línea recta de ataque. El sentimiento más fuerte era la decepción. Había estado tan cerca de la libertad… Y ahora moriría por el capricho de un demente, de la misma forma absurda que todos los demás que en Tierra Santa obedecían las órdenes de líderes dementes o inútiles. Por primera vez en su vida pasó por su cabeza la idea de huir, pero entonces recordó su juramento. Se trataba de dos meses más; su vida era finita, pero su juramento era eterno.

El Gran Maestre le dio la orden de ataque, él alzó y bajó el estandarte tres veces y los ciento cuarenta jinetes cabalgaron sin dudarlo, retumbando hacia la muerte.

Sin embargo, Gérard de Ridefort cabalgó un poco más lento que todos los demás y, dado que Arn debía permanecer a su lado, también él fue quedándose rezagado. Justo cuando los primeros jinetes chocaron contra el mar de jinetes mamelucos delante de ellos, Gérard de Ridefort giró bruscamente hacia la derecha y Arn lo siguió con su escudo alzado contra las flechas que empezaron a silbar a su alrededor. Arn sintió cómo era alcanzado por muchas flechas y cómo algunas de ellas atravesaban la cota de malla. Gérard de Ridefort completó la media vuelta y, cabalgando, se alejó con Arn y el estandarte de la ofensiva que él mismo había forzado.

Ni uno de los sanjuanistas y templarios sobrevivieron al ataque en los manantiales de Cresson. Entre los caídos se encontraban Roger des Moulins y James de Mailly.

Algunos de los caballeros seglares que habían logrado reunirse en Nazaret fueron hechos prisioneros para futuros pagos de rescate. Los habitantes de Nazaret que habían ido a pie, atraídos por la promesa de Gérard de Ridefort de un valioso saqueo, fueron ahora rápidamente acorralados, atados y arrastrados al mercado de esclavos más cercano.

Aquella tarde, justo antes del anochecer, el conde Raimundo veía desde sus muros de Tiberíades cómo las fuerzas de Al Afdal cruzaban el río Jordán, tal y como se había acordado, para abandonar Galilea antes de que el día llegara a su fin.

Al frente de la fuerza sarracena cabalgaban lanceros mamelucos; llevaban más de cien cabezas barbudas ensartadas en sus lanzas.

Esta visión fue un argumento mucho más fuerte de lo que ningún grupo de negociación podría haber usado con Raimundo. No podía convertirse en un traidor, tendría que resignar su acuerdo de paz con Saladino y, por mucho que le doliese, jurarle fidelidad al rey Guy. No le quedaba otra opción. Jamás se había visto obligado a tomar una decisión tan amarga como aquélla.

Cuando Saladino atacó en serio más avanzado el verano, llegó con el ejército más grande que jamás había logrado reunir, más de treinta mil jinetes. Estaba decidido a intentar alcanzar una solución definitiva.

A Arn le llegó la noticia en Gaza, adonde se había retirado para recibir cuidados sarracenos en las heridas de flecha que había sufrido en los manantiales de Cresson. El rey Guy había declarado el arriérre-ban, que significaba que todos los hombres aptos para las armas, sin excepción, eran llamados a filas bajo las banderas de Tierra Santa. Los sanjuanistas y los templarios vaciaron cada una de sus fortalezas de caballeros y dejaron sólo unos pocos mandos y sargentos para encargarse del mantenimiento y de la defensa de los muros.

Entre los que Arn dejó en Gaza se hallaba Harald Øysteinsson, pues decía que, teniendo tan débiles las defensas, un arquero como él hacía diez veces más servicio en los muros.

No había recibido ningún aviso acerca de lo que iba a suceder. Con el proclamado arriére-ban los sanjuanistas y los templarios podrían reunir ellos solos una fuerza de casi dos mil hombres. A eso tal vez se sumarían cuatro mil caballeros seglares y entre diez y veinte mil arqueros y soldados de infantería. Según la experiencia de Arn, no habría sarracenos, por muchos que fueran, que lograran vencer una fuerza así. Le preocupaba más que el gran ejército cayese en la trampa de ser atraídos por alguna de las maniobras de distracción de Saladino y que con eso se perdiese alguna de las ciudades que ahora se habían dejado con una defensa tan débil.

No podía imaginarse que el loco de Gérard de Ridefort pudiera repetir lo mismo que hizo en los manantiales de Cresson; además, los templarios solos no podrían mandar sobre todo el ejército cristiano.

Cuando Arn llegó a San Juan de Acre desde Gaza con sus sesenta y cuatro caballeros y apenas un centenar de sargentos, le quedaba menos de una semana al servicio de los templarios. No pensaba mucho en ello pues resultaría irrisorio finalizar su servicio en medio de una guerra. Pero pensaba que después de la guerra, hacia el otoño, cuando la lluvia obligara a Saladino a volver a cruzar el río Jordán, entonces iniciaría su viaje a casa. Götaland Occidental, decía en el idioma de su infancia, como si saborease aquellas extrañas palabras.

La enorme concentración que tuvo lugar en el calor veraniego de San Juan de Acre se convirtió en un campamento militar inabarcable. En el interior de la fortaleza se celebraba un consejo de guerra donde un rey Guy indeciso, como era habitual, pronto se encontró rodeado por hombres que se odiaban los unos a los otros.

El nuevo Gran Maestre de los sanjuanistas se oponía a todo lo que dijese Gérard de Ridefort. El conde Raimundo se oponía a todo lo que dijesen esos dos grandes Maestres. Y el patriarca Heraclius se oponía a todo lo que decía el resto del mundo.

La opinión del conde Raimundo halló al principio mayor predicamento entre los presentes. Estaban en la época más calurosa del año, señaló. Saladino había irrumpido en Galilea con una fuerza mayor que nunca y estaba causando estragos. Pero tenía que alimentar a todos esos caballos y jinetes con agua, forraje y caravanas de vituallas procedentes de diversos lugares. Si no encontraban oposición de inmediato, cosa que al parecer era su esperanza, su ejército sería desgastado por la impaciencia y por el calor, lo cual solía suceder con los sarracenos.

El bando cristiano podía tomárselo con calma y esperar tranquilamente, bien alimentado y dentro de las ciudades, a que llegara su momento, y atacar justo cuando los sarracenos se diesen por vencidos y estuvieran de camino a casa. Entonces se lograría una gran victoria. El precio era soportar el saqueo que tendría lugar durante todo ese tiempo, pero ese precio no sería alto si por una vez se lograba vencer a Saladino.

A nadie le sorprendió que Gérard de Ridefort disintiese en seguida, ni siquiera que empezase a acusar al conde Raimundo de traidor, de amigo de los sarracenos y aliado de Saladino. Ni siquiera el rey Guy se dejó impresionar por ese tipo de ataques insensatos.

Sin embargo, el patriarca Heraclius conquistó el oído del rey Guy al decir que habría que atacar de inmediato, pues lo que había dicho el conde Raimundo parecía lo más sensato. Por tanto, se sorprendería al enemigo haciendo lo que menos sensato parecía.

Además, Heraclius traía consigo la Santa Cruz. Y ¿cuándo —preguntó con afectación— habían perdido los cristianos una batalla llevando consigo la Santa Cruz? Nunca, respondió él mismo.

Por eso sería un pecado dudar de la victoria cuando la Santa Cruz estaba con ellos. Venciendo rápidamente podrían purificarse todos aquellos que habían cometido el pecado de dudar. Por tanto, sería lo mejor y además de mayor agrado a Dios vencer de inmediato.

Lamentablemente, prosiguió Heraclius, su salud no le permitiría llevar él mismo la Santa Cruz a la batalla, pero esa misión podía encargársela sin dudarlo al obispo de Cesárea, lo importante era que la reliquia más sagrada los acompañara y con ello garantizara la victoria.

Por consiguiente, en los últimos días de junio en el año de gracia de 1187, el ejército cristiano salió hacia Galilea para enfrentarse a Saladino en la época más calurosa del año. Viajaron durante dos días hasta alcanzar los manantiales de Sephoria, donde había mucha agua y pasto. Allí recibieron la noticia de que Saladino había tomado la ciudad de Tiberíades y que ahora asediaba la mismísima fortaleza.

Tiberíades era la ciudad del conde Raimundo. Allí estaba su esposa Escheva. En el ejército cristiano de Sephoria estaban los tres hijos de Escheva, que ahora imploraron ir rápidamente en auxilio de su madre. El rey parecía dispuesto a acceder.

Entonces el conde Raimundo pidió la palabra, y se hizo tal silencio que ni siquiera Gérard de Ridefort se atrevió a refunfuñar o molestar.

—Sire —empezó el conde Raimundo, tranquilo pero con voz alta para que pudiera oírlo todo el mundo—, Tiberíades es mi ciudad. En el castillo está mi esposa Escheva y mi arca del tesoro. Yo soy quien más tiene que perder si cae el castillo. Por eso debéis tomaros muy en serio mis palabras, Sire, cuando digo que no debemos atacar Tiberíades. Aquí en Sephoria podemos defendernos bien y tenemos agua. Aquí nuestros soldados de a pie y nuestros arqueros pueden producirles a los sarracenos gran daño en el ataque. Pero si ahora nos dirigimos hacia Tiberíades estamos perdidos. Conozco la zona, de camino no hay ni una gota de agua y nada de pasto, en esta época del año esa tierra es como un desierto. Aunque Saladino tome mi castillo y derrumbe los muros no podrá quedárselo. Y yo reconstruiré la muralla. Si captura a mi esposa, la rescataré. Eso es algo que podemos permitirnos perder.

Pero si nos dirigimos hacia Tiberíades ahora, en el calor del verano, perderemos Tierra Santa.

Las palabras del conde Raimundo causaron una gran impresión. Por el momento convencieron a todo el mundo y el rey Guy tomó la decisión de permanecer en Sephoria.

Pero por la noche Gérard de Ridefort fue a ver al rey a su tienda y le explicó que Raimundo era un traidor, que tenía un pacto secreto con Saladino y que, por tanto, nunca había que hacer caso de sus consejos. Todo lo contrario, el rey Guy tenía ahora la oportunidad de obtener una victoria decisiva contra el mismísimo Saladino pues Tierra Santa no se había enfrentado nunca a él con un ejército de tales dimensiones. Además, llevaban consigo la Santa Cruz, de modo que la victoria estaba prometida por Dios. El conde Raimundo sólo quería quitarle al rey Guy el honor de ser quien en el fondo hubiese vencido a Saladino. Además estaba celoso por haber perdido el poder de la regencia cuando Guy se convirtió en rey. Posiblemente aspirase a la corona a pesar de todo y por eso tenía que impedir que Guy venciese.

El rey Guy creyó a Gérard de Ridefort. Si al menos hubiera tenido la sensatez de poner el ejército en movimiento hacia Tiberíades durante la noche, la historia posiblemente habría sido diferente. Pero dijo que primero necesitaba dormir.

Al amanecer, el ejército cristiano inició su marcha hacia Tiberíades.

Primero avanzaban los sanjuanistas, en medio el ejército seglar y por último los templarios, allí donde la lucha sería mayor.

Gérard de Ridefort había prohibido los jinetes ligeros turcos entre los templarios, pues decía que eso sería una irreverencia. Por tanto, Arn montaba al igual que el resto de los hermanos como caballería pesada con unos pocos soldados de a pie a su alrededor para proteger a los caballos. Tuvieron que equiparse tanto ellos como los caballos con todo el armamento pesado y caluroso desde el principio.

Porque los sarracenos siempre se comportaban de la misma manera ante la aproximación de un ejército pesado. Enviaban cuadrillas de jinetes ligeros que se acercaban mucho a las columnas del enemigo, disparaban sus flechas, daban media vuelta sobre sus rápidos caballos y desaparecían. Y luego otra oleada. Así procedieron desde primeras horas de la mañana.

Los templarios habían recibido la orden de no romper la formación bajo ningún concepto. Tampoco podían devolver los disparos al no llevar jinetes rápidos a los flancos, pues el Gran Maestre había declarado impía esta acción. A las pocas horas todos los templarios habían sido alcanzados por flechas y tenían heridas que, por muy pequeñas que fueran, podían resultar bastante dolorosas con el sofocante calor.

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