El Caballero Templario (31 page)

Read El Caballero Templario Online

Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
12.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como podía esperarse, Arn tenía una interpretación completamente diferente. Él opinaba que la victoria en Mont Gisard demostraba que Dios había protegido a quienes más cercanos le eran, pues de tal modo había beneficiado a los cristianos que era imposible explicarlo de otra manera. Gaza había sido perdonada porque Saladino quería un premio mayor. La fuerza de asedio en Ascalón había sido demasiado pequeña. En lugar de ir directamente hacia Jerusalén, Saladino había permitido que su entonces invencible ejército se dispersase por la zona para saquear. La niebla había hecho que quien menos fuerza tenía saliese beneficiado en Mont Gisard. Y como si eso no fuese suficiente, Arn y sus hermanos habían tenido la improbable suerte de dirigirse a ciegas justo al lugar por donde venía la caballería mameluca. Y por si esto fuera poco, el ataque de los templarios se había producido justo en donde el enemigo lo tenía más difícil tanto para protegerse como para reagruparse tras el ataque.

Todo esto junto era demasiado como para que se pudiese explicar únicamente con suerte o habilidad, al contrario, era una prueba de que la fe en Jesucristo era la verdadera y de que Mahoma, en paz descanse, era un profeta inspirado por Dios pero no el mensajero de la verdad única. Porque, ¿cómo, si no, podía explicarse el milagro de Mont Gisard?

El emir Moussa quiso intentar explicarlo de todos modos. Cuando Dios vio que los fieles estaban a punto de aplastar a los cristianos, que a pesar de todo eran quienes más cercanos estaban a los fieles, y que al fin y al cabo eran personas como los demás, Dios les dio la espalda a todos. A partir de entonces fueron errores humanos y no la voluntad de Dios los que dirigieron los acontecimientos.

Porque evidentemente los fieles habían cometido una larga serie de errores, tal como los había enumerado Al Ghouti. Esos errores se debían sobre todo a la soberbia, a que se pensase que la victoria estaba asegurada mucho antes de la primera verdadera batalla. Ese tipo de soberbia siempre acababa por ser castigada en todas las guerras, tanto grandes como pequeñas. Quien tuviese la guerra como profesión y fuese lo bastante viejo debía de haber visto miles de decisiones estúpidas y otras miles de decisiones afortunadas que, sea como fuere, habían significado la diferencia entre la vida y la muerte. Eso siempre pasaba. ¿Y acaso no era vanagloriarse el creer que Dios siempre participaba en cada una de las pequeñas batallas en las que Sus hijos se empeñaban? Sí, porque si no Dios no podría dedicarse a mucho más que a ir corriendo de guerra en guerra, de batalla en batalla. Así que por lo que se refería a Mont Gisard, la sencilla explicación sería la mezcla de soberbia humana con la simple suerte de la guerra.

Ni Arn ni Fahkr estaban dispuestos a admitir esa explicación. Fahkr pensaba que era irreverente el pensar que Dios pudiese dar la espalda a Sus guerreros en la
yihad
. Y Arn opinaba que si la guerra se refería al Santo Sepulcro, sencillamente no podía estar ocupado en otra parte.

Y con eso volvieron de nuevo a la cuestión de la verdadera fe. En eso no podía rendirse ninguno de ellos y Fahkr, que era un negociador hábil, condujo entonces el debate hacia el único punto en el que podrían lograr el consenso. No podían saber si Dios había castigado a quienes en su nombre se dirigían en
yihad
hacia Jerusalén, o si había protegido a quienes en su nombre defendían Jerusalén. Y si no se sabía si Dios había castigado o mostrado misericordia, tampoco podía decirse que el mensaje del Profeta, en paz descanse, era el falso ni que el mensaje que vino de Jesucristo, en paz descanse él también, era el verdadero.

El hermano comendador de Arn, Siegfried de Turenne, que en su propio idioma se escribía Thüringen, era uno de los templarios que fueron heridos en Mont Gisard. Arn lo había convencido para que se dejase cuidar en Gaza pero sin explicarle claramente por qué pensaba que tendría mejores cuidados en Gaza que en Castel Arnald, el castillo del propio Siegfried en la región de Ramla.

Lo que Arn le había ocultado a su hermano era que los médicos en el castillo de Gaza eran sarracenos. Había quienes entre los templarios consideraban que era ultrajante contratar a médicos sarracenos. Sobre todo los hermanos nuevos tenían esas ideas y lo mismo pensaban los francos seglares de Outremer. Los recién llegados solían pensar que todos los sarracenos deberían haber sido exterminados sin más en cuanto fueron descubiertos; el propio Arn había tenido ideas así de necias durante su primer año de servicio con el manto blanco. Pero de eso hacía ya tiempo y a esas alturas Arn había aprendido, al igual que la mayoría de los hermanos que llevaban tiempo sirviendo en Tierra Santa, que los médicos sarracenos lograban hacer sobrevivir al doble de heridos que los médicos francos. Los hermanos con más experiencia solían decir en broma que si un buen día uno acababa herido, lo más seguro sería acabar en manos de un médico de Damasco, lo segundo más seguro en las de ningún médico, y lo más letal, en las de un médico franco.

Es cierto que había una diferencia entre lo que se refería a este mundo y lo que era pura fe. Algunos señores de castillo y hermanos de alto rango podían fácilmente admitir que los médicos sarracenos eran más hábiles, tal como demostraba la experiencia, pero uno no debía fiarse del todo de los infieles, pues eso sería pecado.

Arn solía bromear acerca de ese tipo de comentarios diciendo que era bien curioso que uno pudiese vivir gracias al pecado y morir por la pureza de la fe. Ir al paraíso por haber muerto en el campo de batalla era una cosa, pero ir por ser negligente en la cama de la enfermería era otra muy diferente.

Tal como había intuido Arn, el hermano Siegfried pertenecía a aquellos que, debido a su fe, querían únicamente confiarse a médicos ignorantes. Pero Siegfried llegó a Gaza en camilla y en ese momento no estaba en condiciones de oponer resistencia. Una flecha le había atravesado el hombro y el omóplato y una lanza había penetrado en su muslo izquierdo; un médico franco se habría apresurado a dejarlo manco y cojo.

Al principio Siegfried se había quejado acusando a Arn de entregarlo descaradamente a manos impuras. Pero los dos médicos, Utman ibn Khattab y Abd al-Malik, habían empezado por conseguir retirar la flecha a pesar de que ésta había penetrado hasta el omóplato. Luego habían logrado bajarle la fiebre con rapidez, merced a brebajes de hierbas, y habían limpiado las heridas con cuidado con aguardiente que ardía como fuego al alcanzar las heridas, pero que también las limpiaba de todo mal. Siegfried empezó a notar sólo diez días más tarde cómo la parte externa de sus heridas empezaba a sanar y pronto pudo comenzar a mover el brazo, aunque los médicos estaban siempre encima de él, chapurreando franco e intentando que permaneciese quieto.

A medida que Siegfried fue mejorando de forma notable, también empezó a interesarse más por las grandes diferencias entre Gaza y su propio castillo y los otros que conocía en lo que se refería al cuidado de los heridos. Lo primero de lo que se percató fue que aquí en Gaza los heridos yacían en lo alto del castillo, en un ambiente seco y frío, y todas las camas estaban tan separadas que los heridos apenas podían hablar entre sí. Sin embargo, el aire frío no era ningún problema, pues cada uno de ellos estaba bien envuelto en vendas y pieles. Además, las vendas eran cambiadas constantemente y enviadas a los lavaderos de la ciudad. Que precisamente eso fuese a ser relevante de cara a la cura de las heridas era poco probable, pero era agradable yacer siempre entre sábanas limpias.

Todas las saeteras estaban cubiertas con tablas de madera para mantener el viento y la lluvia fuera, lo cual era un esfuerzo innecesario, pues se podía hacer como en otras partes y alojar a los heridos abajo en algún granero. Pero los médicos sarracenos parecían insistir en querer que entrase mucho aire fresco y en mantener la temperatura baja en el
infirmatorium
. No era la primera vez que Siegfried yacía herido y, por tanto, tenía bastante experiencia.

Además de temperatura y ventilación estaba la gran diferencia en la ausencia de oraciones con relación al tratamiento y también que el tratamiento fuese tan parco para la mayoría de los hermanos. Una vez los sarracenos habían limpiado y vendado las heridas solían dejar que el tiempo hiciese lo suyo, no iban corriendo siempre con nuevas cataplasmas, estiércol de vaca para aportar calor y otras curas diversas que uno solía tener que soportar como herido. En alguna ocasión aplicaban hierros candentes a las heridas, cuando el mal no se había retirado con el aguardiente. Cuando algo así iba a suceder solía subir el mismo Arn de Gothia con algunos sargentos para sujetar al desgraciado mientras éste era tratado con el hierro incandescente.

Pero Arn solía visitar a los heridos todos los días, rezaba unas breves oraciones con ellos y luego iba de cama en cama con alguno de los médicos traduciendo sus consejos y opiniones. Todo esto era muy extraño y al principio Siegfried de Turenne había contemplado el arte medicinal de Gaza con gran desconfianza. Pero la razón también jugaba su papel y no era fácil resistirse. De todos los que habían llegado heridos a Gaza tras Mont Gisard sólo había muerto uno que había sufrido unas profundas heridas en el vientre y era bien sabido que contra ésas no había cura. Lo que no se podía negar era que el
infirmatorium
poco a poco se fue vaciando y que la mayoría de los heridos, incluso dos que habían sido quemados con hierro candente, podían retomar su servicio. Según la experiencia de Siegfried, la mitad de los hermanos que eran llevados al lecho tras ser heridos en combate terminaban muriendo. Y de la mitad que sobrevivían, muchos quedaban lisiados. Aquí en Gaza los médicos infieles habían tenido como resultado un único muerto, que además ha— bfa sido un caso perdido. Era algo innegable, por tanto sería de necios no intentar contratar cuanto antes médicos sarracenos también en Castel Arnald. Fue una difícil conclusión para el hermano Siegfried, pero si hubiese negado su convencimiento habría pecado contra los hermanos heridos y eso habría sido mucho peor.

El médico Abd al-Malik era uno de los amigos más antiguos de Arn en Outremer. Se habían conocido cuando Arn era un joven tímido e infantil de dieciocho años, de servicio en el castillo templario de Tortosa, arriba en la costa. Fue Abd al-Malik quien, tras las insistentes demandas de Arn, le dio las primeras clases de árabe que duraron dos años, hasta que Arn recibió un nuevo destino y se separaron.

Naturalmente el noble Corán era con diferencia el mejor texto para este fin, pues estaba escrito en un lenguaje perfecto, hecho que Abd al-Malik siempre explicaba diciendo que era el puro lenguaje de Dios enviado a los humanos con sólo un Mensajero, en paz descanse, como intermediario. Algo que, sin embargo, Arn explicaba con que el Corán se había convertido en la regla para todo el árabe y por tanto su perfección venía de otra parte, porque todos debían balbucear la misma melodía.

Podían entretenerse a discutir estos asuntos sin importancia, pues para ninguno de ellos suponía un problema que el otro no tuviera la misma fe. Y Abd al-Malik era un hombre que no se dejaba molestar por la fe de otra persona. Había trabajado para turcos seléucidas, cristianos bizantinos, para los califas chiítas de El Cairo y el califato sunní de Bagdad, trabajaba donde mejor le pagasen. Cuando Arn y él volvieron a encontrarse en Jerusalén, poco antes de que Arn fuese a ocupar su nuevo mando en Gaza, se pusieron de acuerdo rápidamente, aunque no sólo debido a su vieja amistad. Arn no había dudado en prometer un sueldo principesco por los servicios de Abd al-Malik, pues sabía cuántas vidas templarías salvaría un sueldo así. Y el gasto no era tan grande si se estudiaba la cuestión desde ese punto de vista. Curar a un templario experimentado y lograr que volviese a montar a caballo era infinitamente más barato que formar a un cachorro recién llegado.

En aquellos tiempos no había ninguna orden con mayor riqueza en todo el mundo y había quienes decían que los templarios tenían más oro en sus arcas que el rey del reino franco o el rey de Inglaterra juntos. Probablemente fuese verdad.

Por consiguiente, Gaza no era sólo una ciudad fortificada, un último puesto de guardia ante las amenazas de invasión egipcias desde el sur. Gaza era también una ciudad de comercio, uno de los ocho puertos que los templarios tenían a lo largo de la costa hasta Turquía. Una ventaja especial, por ejemplo, del puerto de Gaza era que, a diferencia del puerto de Acre, era dominada únicamente por los templarios. Por eso se podía, entre otras cosas, mantener siempre el comercio con Alejandría, hubiese guerra o no, pues los barcos que navegaban entre Gaza y Alejandría nunca eran vistos por extraños.

Pero Gaza tenía también comercio propio con Venecia y Génova y a veces también con Pisa. Y los templarios tenían su propia marina mercante con centenares de naves que se hallaban siempre dentro del Mediterráneo. Puesto que Gaza tenía además a dos tribus de beduinos a su disposición, de ese modo podían conectar Venecia con Tiberíades con la misma facilidad que Pisa con La Meca.

De todos los bienes que los templarios fabricaban para vender a francos, germanos, británicos, portugueses y castellanos, el azúcar era el producto más importante. Las cañas de azúcar eran cultivadas, cosechadas y refinadas en Tiberíades y luego se transportaba el azúcar con caravanas de camellos desde allí hasta el puerto más cercano, o incluso hasta Gaza, desde donde las salidas de barcos eran más rápidas, de modo que se ahorraba el tiempo que se perdía en un transporte terrestre más largo. El azúcar era un bien valorado en muchas mesas de los príncipes en los países de donde procedían los cruzados y su peso era pagado en plata.

La inmensa riqueza que pasaba por las manos del maestro pañero de Gaza y todos sus escribanos podría haber hecho que hombres normales se sintiesen tentados a enriquecerse.

Lo mismo sucedía cuando llegaba un barco de Alejandría con cincuenta mil besantes de oro, que necesitaba de ocho pesados cofres para ser llevados a tierra. ¿Qué habría sido más sencillo para un hombre en la posición de Arn de Gothia que contabilizar treinta mil besantes y quedarse para sí una fortuna lo suficientemente grande como para viajar a casa y comprar todo el país de donde procedía? Pocos de los seglares que hubiesen tomado la cruz y viajado a Tierra Santa habrían dudado.

Sin embargo, un crimen así nunca había sido descubierto durante el largo tiempo que Arn había estado al servicio de los Templarios. Sólo recordaba un caso en que uno de ellos había perdido su manto blanco porque le hallaron encima una moneda de oro que el desgraciado explicó que era un amuleto que traía suerte, lo cual evidentemente no era cierto, pues acabó llevando a su ilegítimo propietario a la desgracia.

Other books

When Everything Changed by Wolfe, Edward M
Wax by Gina Damico
Towards Another Summer by Janet Frame
Giovanni's Room by James Baldwin
Book of Iron by Elizabeth Bear
Dark Lies the Island by Kevin Barry