Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía para mirarlo de arriba abajo.
—¿Y quién sois vos, paladín de Francia?
—¡Salomón de Bretaña, sire! —respondía aquél en alta voz, alzando la celada y descubriendo el rostro acalorado; y añadía alguna información práctica, como—: Cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos servicios, cinco años de campaña.
—¡Cierra con los bretones, paladín! —decía Carlos, y tac—tac, tac—tac, se acercaba a otro jefe de escuadrón.
—¿Y quién sois vos, paladín de Francia? —reiteraba.
—¡Oliverio de Viena, sire! —pronunciaban los labios en cuanto se había levantado la rejilla del yelmo. Y—: Tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, ¡por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos!
—Bien hecho, bravo por el vienés —decía Carlomagno, y a los oficiales del séquito—: Flacuchos esos caballos, aumentadles la cebada. —Y seguía adelante—: ¿Y quién sois vos, paladín de Francia? —repetía, siempre con la misma cadencia.
—¡Bernardo de Mompolier, sire! Vencedor de Brunamente y Galiferno.
—¡Bonita ciudad, Mompolier! ¡Ciudad de bellas mujeres! —y al séquito—: A ver si lo ascendemos de grado. —Cosas que dichas por el rey son de agrado, pero eran siempre las mismas monsergas, desde hacía muchos años.
—¿Y quien sois vos, con ese blasón que conozco?
Conocía a todos por las armas que llevaban en el escudo, sin necesidad de que dijeran nada, pero así era la costumbre: que fueran ellos quienes le descubrieran el nombre y el rostro. Quizá porque de lo contrario, alguno, con algo mejor que hacer que tomar parte en la revista, habría podido mandar allí su armadura con otro dentro.
—Alardo de Dordoña, del duque Amón…
—Estupendo Alardo, ¿qué dice papá? —y así sucesivamente.. «Tata—tatatá, tata—tata—ta—tatá.»
—¡Gualfredo de Monjoie! ¡Ocho mil caballeros excepto los muertos! Ondeaban las cimeras.
—¡Ugier Danés! ¡Ñamo de Baviera! ¡Palmerín de Inglaterra!
Anochecía. Los rostros, entre el ventalle y la babera, ya no se distinguían tan bien. Cada palabra, cada gesto era ya previsible, como todo en aquella guerra que tanto duraba, cada encuentro, cada duelo, conducido siempre según aquellas reglas, de modo que se sabía ya antes de que ocurriera quién tenía que vencer, o perder, quién tenía que ser el héroe, quién el cobarde, a quién le tocaba quedar despanzurrado y a quién salir bien librado con una caída y una culada en el suelo. En las corazas, por la noche, a la luz de las antorchas, los herreros martilleaban siempre las mismas abolladuras.
—¿Y vos?
El rey había llegado ante un caballero de armadura toda blanca; sólo una pequeña línea negra corría alrededor, por los bordes; aparte de eso era reluciente, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las junturas, adornado el yelmo con un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos bordes de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos bordes de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón con manto todavía más pequeño. Con un dibujo cada vez más sutil se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro del otro, y en medio debía haber quién sabe qué, pero no se conseguía descubrirlo, tan pequeño se volvía el dibujo.
—Y vos ahí, con ese aspecto tan pulcro… —dijo Carlomagno que, cuanto más duraba la guerra, menos respeto por la limpieza conseguía ver en los paladines.
—¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez!
—Aaah… —dijo Carlomagno, y del labio inferior, que sobresalía, le salió incluso un pequeño trompeteo, como diciendo: «¡Si tuviera que acordarme del nombre de todos, estaría fresco!» Pero en seguida frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún ademán; su diestra enguantada con una férrea y bien articulada manopla se agarró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido como por un escalofrío.
—¡Os hablo a vos, eh, paladín! —insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió clara de la babera.
—Porque yo no existo, sire.
—¿Qué es eso? —exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nosotros incluso un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar todavía un momento, luego, con mano firme, pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
—¡Pero…! ¡Lo que hay que ver! —dijo Carlomagno—. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?
—¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo—, y fe en nuestra santa causa!
—Muy bien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, ¡sois avispado!
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había ya pasado revista a todos; dio vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y procuraba alejar de su mente los asuntos complicados.
La trompa tocó el «rompan filas». Hubo la desbandada de caballos de costumbre, y el gran bosque de lanzas se plegó, se movió ondulante como un campo de trigo cuando pasa el viento. Los caballeros bajaban de la silla, movían las piernas para desentumecerse, los escuderos se llevaban los caballos de la brida. Después, de la confusión y la polvareda se destacaron los paladines, agrupados en corrillos en los que se agitaban las cimeras coloreadas, para desahogarse de la forzada inmovilidad de aquellas horas con bromas y bravatas, con chismes de mujeres y honores.
Agilulfo dio unos pasos para mezclarse con uno de estos corrillos, luego sin ningún motivo pasó a otro, pero no se abrió paso y nadie se fijó en él. Permaneció un poco indeciso detrás de éste o aquél, sin participar en sus diálogos, y luego se apartó. Oscurecía; sobre la cimera las plumas irisadas parecían todas ahora de un único e indistinto color; pero la armadura blanca resaltaba aislada sobre el prado. Agilulfo, como si de repente se hubiese sentido desnudo, hizo ademán de cruzar los brazos y encogerse los hombros.
Después se recobró y, a grandes pasos, se dirigió hacia las caballerizas. Cuando llegó, encontró que el cuidado de los caballos no se llevaba a cabo según las reglas, reprendió a los palafreneros, impuso castigos a los mozos, inspeccionó todos los turnos de faenas, redistribuyó las tareas explicando minuciosamente a cada uno cómo había que ejecutarlas y haciéndose repetir lo que había dicho para ver si habían entendido bien. Y como a cada momento sacaba a relucir las negligencias en el servicio de los colegas oficiales paladines, los llamaba uno a uno, sustrayéndolos a las dulces conversaciones ociosas de la noche, y debatía con discreción, pero con firme exactitud sus faltas, y los obligaba a ir de piquete a uno, de guardia a otro, de patrulla al de más allá, y así sucesivamente. Tenía siempre razón, y los paladines no podían sustraerse, pero no escondían su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez, era ciertamente un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.
La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como el cielo estrellado: los turnos de guardia, el oficial que los manda, las patrullas. Todo lo demás, la perpetua confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno del que lo imprevisto puede surgir como el encabritarse de un caballo, ahora calla, pues el sueño ha vencido a todos los guerreros y cuadrúpedos de la Cristiandad, éstos en fila y de pie, a ratos restregando un casco en el suelo o soltando un breve relincho o rebuzno, aquéllos liberados finalmente de yelmos y corazas, y, satisfechos de sentirse de nuevo personas humanas distintas e inconfundibles, todos ya están roncando.
Al otro lado, en el campamento de los Infieles, todo es igual: el mismo ir y venir de los centinelas, el jefe de la guardia que ve deslizarse el último grano de arena por el reloj y va a despertar a los hombres del relevo, el oficial que aprovecha la noche de vigilia para escribir a la esposa. Y las patrullas cristiana e infiel se adentran ambas media milla, llegan casi hasta el bosque, pero luego dan la vuelta, una por aquí y otra por allí sin encontrarse nunca, regresan al campamento para referir que todo está en calma, y se van a la cama. Las estrellas y la luna corren silenciosas sobre los dos campos adversos. En ningún sitio se duerme tan bien como en el ejército.
Sólo a Agilulfo le estaba negado este alivio. En la armadura blanca, completamente emperejilada, bajo su tienda, una de las más ordenadas y confortables del campamento cristiano, intentaba mantenerse boca arriba, y continuaba pensando: no los pensamientos ociosos e imprecisos de quien está a punto de entregarse al sueño, sino siempre razonamientos determinados y exactos. Al poco rato se alzaba sobre un codo: sentía la necesidad de dedicarse a cualquier ocupación manual, como lustrar la espada, que ya estaba reluciente, o untar de grasa las juntas de la armadura. No aguantaba mucho: de nuevo se levantaba, y salía de la tienda, embrazando lanza y escudo, y su sombra blanquecina se deslizaba por el campamento. De las tiendas cónicas se elevaba el concierto de las pesadas respiraciones de los dormidos. Aquel poder cerrar los ojos, perder la conciencia de sí, hundirse en el vacío de las propias horas, y luego al despertar volverse a encontrar igual que antes, para reanudar los hilos de la propia vida, era algo que Agilulfo no podía saber, y su envidia por la facultad de dormir propia de las personas existentes era una envidia vaga, como de una cosa que no puede ni siquiera concebirse. Lo hería e inquietaba aún más la vista de los pies desnudos que asomaban aquí y allí por el borde de las tiendas, con los pulgares hacia arriba: el campamento durante el sueño era el reino de los cuerpos, una extensión de vieja carne de Adán, exaltada por el vino bebido y el sudor de la jornada guerrera, mientras en el umbral de los pabellones yacían desarmadas las vacías armaduras, que los escuderos y servidores por la mañana pulirían y pondrían a punto. Agilulfo pasaba, atento, nervioso, altivo: el cuerpo de la gente que tenía un cuerpo le producía, sin duda, un malestar semejante a la envidia, pero también un ansia que era de orgullo, de superioridad desdeñosa. Los colegas tan nombrados, los gloriosos paladines, ¿qué eran ahora? La armadura, testimonio de su grado y nombre, de las hazañas llevadas a cabo, de la fuerza y el valor, hela aquí reducida a una envoltura, a chatarra vacía; y las personas roncando, con la cara aplastada en la almohada y un hilo de baba que caía de los labios abiertos. A él no, no era posible descomponerlo en piezas, desmembrarlo: era y seguía siendo en cada momento del día y de la noche Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, armado caballero de Selimpia Citerior y de Fez el día tal, habiendo realizado para gloria de las armas cristianas las acciones tal y tal, y encargado en el ejército del emperador Carlomagno del mando de las tropas tal y cual. Y poseedor de la más bella y reluciente armadura de todo el campamento, inseparable de él. Y mejor oficial que muchos que se jactan de insignes; es más, el mejor de todos los oficiales. Y sin embargo, paseaba infeliz en la noche.
Oyó una voz:
—Señor oficial, discúlpeme, pero ¿cuándo va a llegar el relevo? ¡Me han dejado plantado aquí hace más de tres horas! —Era un centinela que se apoyaba en la lanza como si tuviera retortijones.
Agilulfo ni siquiera se volvió, dijo:
—Te equivocas, yo no soy el oficial de guardia —y siguió adelante.
—Perdonadme, señor oficial. Al veros dar vueltas por aquí, creía…
A la más pequeña falta en el servicio a Agilulfo le cogía la manía de revisarlo todo, de hallar otros errores y negligencias en el proceder ajeno, el sufrimiento agudo por lo que está mal hecho, fuera de lugar… Pero al no ser de su incumbencia efectuar una inspección como ésa a aquellas horas, también su conducta podría considerársela fuera de lugar, incluso indisciplinada. Agilulfo trataba de contenerse, de limitar su interés a cuestiones particulares de las que de cualquier modo al día siguiente tendría que ocuparse, como la disposición de ciertas perchas donde se guardaban las lanzas, o los artificios para mantener seco el heno… Pero su blanca sombra siempre topaba con el jefe de guardia, el oficial de servicio, la patrulla que revolvía en la cantina buscando una pequeña damajuana de vino que había sobrado la noche anterior… Cada vez, Agilulfo tenía un momento de incertidumbre, de si debía comportarse como quien sabe imponer con su sola presencia el respeto a la autoridad o como quien, encontrándose donde no tiene que encontrarse, da un paso atrás, discreto, y finge no estar allí. Con esta incertidumbre, se detenía, pensativo: y no conseguía tomar ni una postura ni otra; sólo sentía que fastidiaba a todos, y habría querido hacer algo para entrar en una relación cualquiera con el prójimo, por ejemplo ponerse a gritar órdenes, improperios de cabo, o estallar en carcajadas y soltar palabrotas como entre compañeros de posada. En cambio murmuraba algunas palabras de saludo ininteligibles, con una timidez disfrazada de soberbia, o una soberbia corregida por la timidez, y seguía adelante; pero todavía le parecía que aquéllos le habían dirigido la palabra, y se volvía apenas, diciendo:
«¿Eh?», pero luego en seguida se convencía de que no era a él a quien hablaban y se alejaba como si escapara.
Avanzaba hasta los límites del campamento, a lugares solitarios, subiendo por una altura desnuda. La noche en calma estaba recorrida solamente por el suave vuelo de pequeñas sombras informes de alas silenciosas, que se movían alrededor sin una dirección ni siquiera momentánea: los murciélagos. Incluso ese mísero cuerpo incierto entre ratón y ave era sin embargo algo tangible y cierto, algo con lo que podía chocar uno en el aire, con su boca abierta tragando mosquitos, mientras que Agilulfo, con toda su coraza, era atravesado en cada fisura por las ráfagas del viento, por el vuelo de los mosquitos, y los rayos de la luna. Una rabia indeterminada, que le había crecido dentro, estalló de pronto: desenvainó la espada, la agarró con las dos manos, arremetió con todas sus fuerzas contra cada murciélago que bajaba. Nada: continuaban su vuelo sin principio ni fin, apenas agitados por el desplazamiento de aire. Agilulfo daba golpes y más golpes; ya ni siquiera trataba de golpear a los murciélagos; sus sablazos seguían trayectorias más regulares, se ordenaban según los modelos de la esgrima con el espadón; y Agilulfo había empezado a hacer ejercicios como si se estuviera adiestrando para el próximo combate, y exhibía la teoría de los molinetes, de los quites, de las fintas.