Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
¿Qué tenía que hacer Rambaldo? ¿Negarse, reclamar para sí la gloria o nada? Así, tal vez se arriesgaba a arruinar su carrera por una tontería. Fue allí.
Volvió fastidiado, sin ideas claras.
—Bueno, sí, parece que la cosa marcha —dijo a Agilulfo—, desde luego es un lío enorme. Además, estos pobres que vienen a por la sopa, ¿son todos hermanos?
—¿Hermanos? ¿Por qué?
—Bueno, se parecen… Mejor dicho, son tan iguales que se confunden unos con otros. Cada regimiento tiene el suyo, clavado a los demás. Al principio creía que era el mismo hombre, que iba de una cocina a otra. Pero he mirado en las listas y todos los nombres son distintos: Boamoluz, Carotun, Balingacho, Bertela… Entonces he preguntado a los sargentos, lo he comprobado: sí, corresponde siempre. Claro que este parecido…
—Iré a verlo yo mismo.
Se dirigieron ambos al campo lorenés.
—Fijaos en aquel hombre de allí —y Rambaldo señaló hacia un lugar como si hubiese alguien. Y en efecto lo había; pero a una primera ojeada, entre que iba vestido con harapos verdes y amarillos desteñidos y pringosos, entre que tenía la cara sembrada de pecas e hirsuta de barba desigual, la mirada pasaba por encima de él confundiéndolo con el color de la tierra y de las hojas.
—¡Pero ése es Gurdulú!
—¿Gurdulú? ¡Otro nombre más! ¿Lo conocéis?
—Es un hombre sin nombre y con todos los nombres posibles. Te lo agradezco, bachiller; no sólo has descubierto una irregularidad en nuestros servicios, sino que me has dado ocasión de encontrar a mi escudero, asignado por orden del emperador y al que perdí de inmediato.
Los cocineros loreneses, una vez terminado de distribuir el rancho a la tropa, habían abandonado la marmita a Gurdulú.
—Ten, ¡toda esta sopa es para ti!
—¡Toda esta sopa! —exclamó Gurdulú, se inclinó dentro de la marmita como asomándose por un antepecho, y con la cuchara rascaba para arrancar el contenido más precioso de toda marmita, o sea la costra que queda pegada a las paredes.
—¡Toda esta sopa! —resonaba su voz dentro del recipiente, que con su desatinado forcejeo se le volcó encima.
Ahora Gurdulú era prisionero de la marmita invertida. Se le oyó golpear la cuchara como en una sorda campana, y su voz que mugía: «¡Toda esta sopa!» Después la marmita se movió como una tortuga, volvió a dar la vuelta, y reapareció Gurdulú.
Estaba pringado de sopa de coles de pies a cabeza, manchado, grasiento, y por si fuera poco pintarrajeado de hollín. Con aquel calducho que le caía por los ojos, parecía ciego, y caminaba gritando: «¡Todo es sopa!», con los brazos hacia adelante como si nadase, y no veía más que la sopa que le recubría los ojos y el rostro —«¡Todo es sopa!»—, y en una mano blandía la cuchara como queriendo atraer hacia sí cucharadas de todo cuanto había alrededor: «¡Todo es sopa!»
A Rambaldo aquella visión lo alteró hasta el extremo de que la cabeza le daba vueltas: pero no era tanto de repugnancia como de duda: ¿y si ese hombre que daba vueltas allí delante, cegado, tuviese razón y el mundo no fuese sino un inmenso potaje sin forma en el que todo se deshacía y teñía de sí a todo lo demás? «No quiero convertirme en potaje; ¡socorro!», estaba a punto de gritar, pero vio cerca a Agilulfo que estaba impasible, con los brazos cruzados, como lejos de allí y ni siquiera alterado por la vulgaridad de aquella escena; y sintió que él nunca habría entendido su aprensión. El encontrado recelo que la vista del guerrero de la blanca coraza siempre le comunicaba, ahora se compensaba con el nuevo recelo proporcionado por Gurdulú: y de este modo consiguió salvar su equilibrio y recobrar la calma.
—¿Por qué no le hacéis entender que no todo es sopa y acabáis de una vez con este jaleo? —dijo a Agilulfo, logrando dar un timbre no alterado a su voz.
—El único modo de entenderlo es proponerse un deber muy concreto —dijo Agilulfo; y a Gurdulú—: Tú eres mi escudero, por orden de Carlos, rey de los francos y sacro emperador. Ahora tendrás que obedecerme en todo. Y como tengo el encargo de la Superintendencia de Inhumaciones y Deberes Piadosos de dar sepultura a los muertos de la batalla de ayer, te proveerás de pala y azadón e iremos al campo a enterrar la carne bautizada de nuestros hermanos, que Dios tenga en su gloria.
Invitó también a Rambaldo a que lo siguiera, para que se diera cuenta de esta otra delicada incumbencia de los paladines.
Caminaban hacia el campo los tres: Agilulfo con aquel paso suyo que quería ser resuelto y que en cambio era como si caminase sobre alfileres; Rambaldo con los ojos muy abiertos, impacientes por reconocer los lugares recorridos ayer bajo una lluvia de dardos y sablazos; Gurdulú que, con el azadón y la pala al hombro, no conmovido en absoluto por la solemnidad de su tarea, silba y canta.
Desde la loma por la que ahora pasan, se descubre la llanura donde tuvo lugar la lucha más cruenta. El suelo está recubierto de cadáveres. Los buitres inmóviles, con las garras aferradas en los hombros o las caras de los muertos, inclinan el pico para hurgar en los vientres desgarrados.
Este de los buitres no es un trabajo que de inmediato resulte fácil. Se dejan caer cuando la batalla se acerca a su fin: pero el campo está sembrado de muertos todos cubiertos con las armaduras de acero, contra las que los picos de las rapaces golpean y golpean sin arañarlas siquiera. En cuanto es de noche, silenciosos, de los campamentos opuestos, caminando a gatas, llegan los expoliadores de cadáveres. Los buitres vuelven a remontarse al cielo, esperando que hayan terminado. Las primeras luces iluminan un campo que blanquea con todos los cuerpos desnudos. Los buitres descienden y comienzan la gran comilona. Pero tienen que darse prisa, porque no tardarán en llegar los sepultureros, que niegan a los pájaros aquello que conceden a los gusanos.
A golpes de espada Agilulfo y Rambaldo, y de pala Gurdulú echan a los negros visitantes y los hacen volar. Luego emprenden la triste faena: cada uno de los tres elige un muerto, lo coge por los pies y lo arrastra colina arriba hasta un sitio apropiado para cavarle la fosa.
Agilulfo arrastra un muerto y piensa: «Oh, muerto, tú tienes lo que yo jamás tuve ni tendré: este cuerpo. Es decir, no lo tienes: tú eres este cuerpo, o sea eso que a veces, en los momentos de melancolía, me sorprendo envidiando a los hombres existentes. ¡Bonita cosa! Bien puedo llamarme privilegiado, yo que puedo pasarme sin él y hacer de todo. Todo aquello —se entiende— que me parece más importante; y muchas cosas consigo hacerlas mejor que quien existe, y sin los acostumbrados defectos de grosería, aproximación, incoherencia, mal olor. Es cierto que quien existe pone siempre en ello un algo, una marca particular, que yo no conseguiré nunca dar. Pero si su secreto está ahí, en este puñado de tripas, pues gracias, prescindo de él. Este valle de cuerpos desnudos que se desintegran no me da más asco que la fosa común del género humano viviente.»
Gurdulú arrastra un muerto y piensa: «Te tiras unos pedos que apestan más que los míos, cadáver. No sé por qué todos te compadecen. ¿Qué te falta? Antes te movías, ahora tu movimiento pasa a los gusanos que alimentas. Crecían en ti uñas y cabellos: ahora verterás un alpechín que hará crecer más altas al sol las hierbas del prado. Te convertirás en hierba, luego en leche de las vacas que comerán la hierba, en sangre del niño que beberá la leche, y así sucesivamente. ¿Ves como estás más capacitado para vivir tú que yo, oh, cadáver?»
Rambaldo arrastra un muerto y piensa: «Oh, muerto, yo corro y corro para llegar hasta aquí como tú y que me tiren de los talones. ¿Qué es esta furia que me empuja, este afán de batallas y de amores, vista desde el punto de donde miran tus ojos tan abiertos, tu cabeza que, boca arriba, golpea en las piedras? Pienso en ello, oh, muerto, me lo haces pensar; pero ¿qué cambia? Nada. No hay más días que estos días de antes de la tumba, para nosotros los vivos y también para vosotros los muertos. Que se me conceda no desperdiciarlos, no desperdiciar nada de lo que soy y de lo que podría ser. Llevar a cabo hazañas egregias para el ejército franco. Abrazar, abrazado, a la fiera Bradamante. Espero que no hayas gastado tus días peor, oh, muerto. En cualquier caso, para ti los dados ya han sido echados. Para mí todavía bailan en el cubilete. Y yo amo, oh, muerto, mi ansia, no tu paz.»
Gurdulú, cantando, se dispone a cavar la fosa al muerto. Lo extiende en el suelo para tomar las medidas, señala con el azadón los límites, lo aparta, se pone a cavar con ahínco.
—Muerto, esperando así quizá te aburres. —Lo vuelve de un lado, hacia la fosa, de modo que lo tenga a la vista, a él que cava—. Muerto, algún golpe también podrías darlo tú. —Lo endereza, trata de meterle en la mano un azadón. Aquél se desploma—. Basta. No eres capaz. Quiere decir que cavar cavaré yo, luego tú llenarás la fosa.
La fosa ya está cavada: pero por la manera desordenada de cavar de Gurdulú ha salido de forma irregular, con el fondo de concha. Ahora Gurdulú quiere probarla. Baja y se tiende.
—¡Oh, qué bien se está, cómo se descansa aquí abajo! ¡Y qué tierra más blanda! ¡Qué bueno darse vueltas! ¡Muerto, ven aquí a probar la hermosa fosa que te he cavado! —Luego se lo piensa mejor—. Bueno, si hemos acordado que tú debes llenar la fosa, mejor será que me quede abajo, ¡y tú me echas la tierra encima con la pala! —Y espera un poco—. ¡Vamos! ¡Date prisa! ¿Qué te pasa? ¡Así! —Tendido allá en el fondo, empieza, alzando su azada, a hacer caer tierra. Se le desmorona encima todo el montón.
Agilulfo y Rambaldo oyeron un grito apagado, no sabían si de terror o de satisfacción al verse tan bien sepultado. Apenas llegaron a tiempo de sacar a Gurdulú todo cubierto de tierra, antes de que muriese ahogado.
El caballero halló el trabajo de Gurdulú mal hecho y el de Rambaldo insuficiente. Él en cambio había trazado todo un pequeño cementerio señalando los contornos de fosas rectangulares, paralelas a los dos lados de una avenida.
De regreso, por la noche, pasaron por un claro del bosque, donde los carpinteros del ejército franco se aprovisionaban de troncos para las máquinas de guerra y de leña para el fuego.
—Ahora, Gurdulú, debes hacer leña.
Pero Gurdulú con el hacha daba golpes al azar y juntaba haces de ramitas para quemar con leña verde y vástagos de culantrillos y matas de madroño y trozos de corteza recubiertos de musgo.
El caballero inspeccionaba los trabajos de los carpinteros, las herramientas, los montones de leña, y explicaba a Rambaldo cuáles eran las obligaciones de un paladín en el aprovisionamiento de madera. Rambaldo no lo escuchaba; una pregunta lo consumía durante todo aquel tiempo, y ahora el paseo con Agilulfo estaba a punto de terminar y no se la había hecho.
—¡Caballero Agilulfo! —lo interrumpió.
—¿Qué quieres? —preguntó Agilulfo manejando unas azuelas.
El joven no sabía por dónde empezar, no sabía fingir pretextos para llegar al único asunto que le interesaba. De modo que, ruborizándose, dijo:
—¿Conocéis a Bradamante?
Ante aquel nombre, Gurdulú, que estaba acercándose apretando contra el pecho uno de sus descompuestos haces, dio un salto. Por el aire se desparramó un vuelo de maderitas, de ramas floridas de madreselva, de bayas de enebro, de hojas de alheña.
Agilulfo tenía en la mano una afiladísima hacha de dos filos. La blandió, tomó carrerilla, la clavó contra un tronco de encina. El hacha traspasó el árbol de parte a parte cortándolo de una vez, pero el tronco no se movió de su base, tan exacto había sido el golpe.
—¿Qué pasa, caballero Agilulfo? —exclamó Rambaldo en un sobresalto de espanto—. ¿Qué os ha dado?
Agilulfo, ahora, con los brazos cruzados, examinaba el tronco en todo su contorno.
—¿Ves? —dijo al joven—. Un golpe limpio, sin la más pequeña oscilación. Observa qué recto es el corte.
Esta historia que he empezado a escribir es aún más difícil de lo que yo pensaba. Ahora me toca representar la mayor locura de los mortales, la pasión amorosa, de la que el voto, el claustro y el pudor natural me han librado hasta aquí. No digo que no haya oído hablar de ella: es más, en el monasterio, para ponernos en guardia contra las tentaciones, a veces discurrimos sobre eso, del modo como podemos hacerlo nosotras con la idea vaga que de ello tenemos, y esto sucede sobre todo cada vez que una de nosotras, pobrecita, por inexperiencia queda encinta, o bien, raptada por algún poderoso sin temor de Dios, regresa y nos cuenta todo aquello que le han hecho. Así pues, también del amor, como de la guerra, diré por las buenas lo que consigo imaginarme: el arte de escribir historias está en saber extraer de lo poco que se ha comprendido de la vida todo el resto; pero terminada la página se reanuda la vida y nos damos cuenta de que lo que sabíamos es desde luego bien poco.
Bradamante, ¿sabía algo más? Después de toda su vida de amazona guerrera, una profunda insatisfacción se había abierto camino en su ánimo. Había emprendido la vida caballeresca por el amor que sentía hacia todo lo que era severo, exacto, riguroso, conforme a una regla moral, y —en el manejo de las armas y de los caballos— a una extrema precisión de movimientos. Y en cambio, ¿qué tenía a su alrededor? Hombrachos sudados, que se dedicaban a hacer la guerra con aproximación y negligencia, y en cuanto estaban fuera del horario de servicio, siempre empinaban el codo o haraganeaban con torpeza detrás suyo para ver a cuál de ellos decidiría llevarse a la tienda esa noche. Porque ya se sabe que la caballería es una gran cosa, pero los caballeros son todos unos bobalicones, acostumbrados a llevar a cabo acciones magnánimas, pero al por mayor, tal como vienen, consiguiendo mantenerse más o menos bien dentro de las sacrosantas reglas que habían jurado seguir, y que, en todo caso, al estar tan bien fijadas, les excusaban del trabajo de pensar. La guerra, ciertamente, en parte es carnicería, en parte rutina, y no hay que fijarse demasiado en menudencias.
Bradamante no era distinta de ellos, en el fondo; quizá estos deseos suyos de severidad y rigor se le habían metido en la cabeza para contrastar con su verdadera naturaleza. Por ejemplo, si había un perdulario en todo el ejército de Francia, era ella. Su tienda, pongamos por caso, era la más desordenada de todo el campamento. Mientras que los hombres, pobrecitos, se las arreglaban, incluso en los trabajos que se consideran de mujeres, como lavar la ropa, remendarla, barrer el suelo, quitar de en medio lo que no sirve, ella, educada como una princesa, no tocaba nada, y si no hubiese sido por aquellas viejas lavanderas y fregonas que siempre daban vueltas alrededor de los regimientos —todas rufianas, de la primera a la última— su pabellón habría sido peor que una pocilga. Desde luego, ella nunca estaba allí; su jornada empezaba cuando se ponía la armadura y montaba en silla; y en efecto, en cuanto tenía sus armas encima era otra, toda reluciente desde la punta del yelmo a las grebas, haciendo alarde de las piezas de la armadura más perfectas y nuevas, y con la coraza adornada con cintas azules, ninguna de ellas fuera de su sitio. Con esta voluntad suya de ser la más resplandeciente en el campo de batalla, más que una vanidad femenina expresaba un continuo desafío a los paladines, una superioridad sobre ellos, una altivez. A los guerreros amigos o enemigos les exigía una perfección en el uniforme y en el manejo de las armas que indicara la misma perfección de ánimo. Y si le acontecía encontrar un campeón que le parecía responder en cierta medida a sus pretensiones, entonces se despertaba en ella la mujer de fuertes apetitos amorosos. En esto también se decía que desmentía del todo sus rígidos ideales: era una amante a la vez tierna y furiosa. Pero si el hombre la seguía por ese camino y se abandonaba y perdía el control de sí mismo, ella en seguida se desenamoraba y volvía a ponerse a la busca de temples más duros. Pero ¿a quién encontrar ya? Ninguno de los campeones cristianos o enemigos tenía ya ascendiente sobre ella: de todos conocía las debilidades y sandeces.