Read El caballero inexistente Online
Authors: Italo Calvino
Rambaldo sale de la batalla victorioso e incólume; pero la armadura, la cándida, intacta, impecable armadura de Agilulfo está toda incrustada de tierra, salpicada de sangre enemiga, constelada de abolladuras, rasguños, hendiduras, la cimera medio desplumada, el yelmo torcido, el escudo desconchado justamente en medio del misterioso blasón. Sin embargo, el joven siente la armadura como suya, de él, Rambaldo de Rosellón; la primera incomodidad experimentada al ponérsela ya está lejos; ahora se le ajusta como un guante.
Galopa, solo, por la cresta de una colina. Una voz resuena aguda desde el fondo del valle.
—¡Eh, ahí, arriba, Agilulfo!
Un caballero está corriendo hacia él. Sobre la armadura lleva una túnica de un color azul intenso. Es Bradamante que lo está persiguiendo.
—¡Finalmente he dado contigo, blanco caballero!
«Bradamante, no soy Agilulfo: soy Rambaldo», quisiera gritarle él en seguida, pero piensa que es mejor decírselo de cerca, y vuelve grupas para llegar hasta ella.
—¡Por fin eres tú quien corre a mi encuentro, inasible guerrero! —exclama Bradamente— ¡Oh, si me fuese dado verte correr detrás de mí, a ti también, el único hombre cuyos actos no son llevados a cabo al buen tuntún, improvisados, facilones, como los de la habitual jauría que me sigue! —Y al hablar así, gira el caballo e intenta huirle, pero siempre volviendo la cabeza para ver si él sigue el juego y la persigue.
Rambaldo está impaciente por decirle: «¿No te das cuenta de que también yo soy uno que se mueve con torpeza, que cada gesto mío traiciona el deseo, la insatisfacción, la inquietud? ¡Pero también yo lo que quiero es sólo ser alguien que sabe lo que quiere!», y para decírselo galopa siguiéndola, a ella que ríe y dice:
—¡Éste es el día que siempre había soñado!
La ha perdido de vista. Hay un valle herboso y solitario. El caballo de ella está atado a una morera. Todo se asemeja a aquella primera vez que la perseguía y aún no sospechaba que fuera una mujer. Rambaldo baja del caballo. Hela aquí: la ve, tumbada en una pendiente de musgo. Se ha quitado la armadura, viste una corta túnica de color topacio. Tendida, le abre los brazos. Rambaldo avanza en su armadura blanca. Es éste el momento de decirle: «No soy Agilulfo, la armadura blanca de la que te enamoraste mira ahora cómo se resiente de la pesadez de un cuerpo, aunque joven y ágil como el mío. ¿No ves que esta coraza ha perdido su inhumano candor y se ha convertido en un vestido dentro del cual se hace la guerra, expuesto a todos los golpes, en un paciente y útil arnés?» Todo eso quisiera decirle, y en cambio está allí con las manos temblorosas, da pasos vacilantes hacia ella. Quizá lo mejor sería descubrirse, quitarse la armadura, darse a conocer como Rambaldo, ahora por ejemplo que ella tiene cerrados los ojos, con una sonrisa como de espera. El joven se arranca de encima la armadura, ansioso: ahora Bradamante al abrir los ojos lo reconocerá… No: ha posado una mano en el rostro como si no quisiera turbar con la mirada el invisible aproximarse del caballero inexistente. Y Rambaldo se arroja sobre ella.
—¡Oh, sí, estaba segura! —exclama Bradamante, con los ojos cerrados—. ¡Siempre estuve segura de que sería posible! —y se aprieta contra él, y en una fiebre que es la misma por parte de los dos, se unen—. ¡Oh, sí, oh, sí, estaba segura!
Ahora que también esto se ha realizado, es el momento de mirarse a los ojos.
«Me verá —piensa rápidamente, con una chispa de orgullo y de esperanza, Rambaldo—, lo comprenderá todo, comprenderá que ha sido justo y hermoso así y me amará para toda la vida.»
Bradamante abre los ojos.
—¡Ah, tú!
Se aparta de la yacija, rechaza a Rambaldo.
—¡Tú! ¡Tú! —grita con la boca llena de rabia, los ojos que vierten lágrimas—. ¡Tú! ¡Impostor!
Está de pie, blande la espada, la alza contra Rambaldo, le da, pero de plano, en la cabeza, lo aturde, y todo lo que él ha conseguido decirle alzando las manos desarmadas, quizá para defenderse, quizá para abrazarla, ha sido:
—Pero dime, pero dime, ¿acaso no era hermoso? —Luego pierde los sentidos, y sólo le llega, confuso, el ruido de los cascos del caballo de ella que se aleja.
Si es infeliz el enamorado que invoca besos cuyo sabor desconoce, mil veces más infeliz es quien probó apenas ese sabor y después le fue negado. Rambaldo continúa su vida de impávido soldado. Donde más apretada es la refriega, allí se abre camino su lanza. Si entre el torbellino de las espadas ve un resplandor de color azul, acude, «¡Bradamante!», grita, pero siempre en vano.
El único al que querría confesar sus penas, ha desaparecido. A veces vagando por los vivacs, el modo en que una coraza está erguida sobre el faldar o el levantarse repentino de un codal, lo hacen estremecerse, porque le recuerdan a Agilulfo. ¿Y si el caballero no se hubiese disuelto, y si hubiese encontrado otra armadura? Rambaldo se acerca y dice:
—No os deis por ofendido, colega, pero quisiera que alzarais la celada de vuestro yelmo.
Cada vez espera encontrarse frente a una cavidad vacía: en cambio siempre hay una nariz sobre unos bigotes rizados.
—Perdonadme —murmura, y se va.
También alguien más va buscando a Agilulfo: es Gurdulú, que cada vez que ve una olla vacía, o una chimenea, o una tinaja se detiene y exclama:
—¡Seor amo! ¡Mande, seor amo!
Sentado en un prado al borde de un camino, estaba dando una larga charla por el cuello de una botella, cuando una voz lo interpela:
—¿A quién buscas ahí dentro, Gurdulú?
Era Torrismundo que, una vez celebradas solemnemente las bodas con Sofronia en presencia de Carlomagno, cabalgaba con su esposa y un rico séquito hacia Curvaldia, de la que había sido nombrado conde por el emperador.
—A mi amo busco —dice Gurdulú.
—¿Dentro de esa botella?
—Mi amo es uno que no es; así pues, tanto puede estar en una botella como en una armadura.
—¡Pero tu amo se ha disuelto en el aire!
—Entonces, ¡yo soy el escudero del aire!
—Serás mi escudero, si me sigues.
Llegaron a Curvaldia. El país estaba irreconocible. En lugar de las aldeas habían surgido ciudades con palacios de piedras, y molinos, y canales.
—He regresado, buena gente, para quedarme con vosotros…
—¡Viva! ¡Bien! ¡Viva él! ¡Viva la novia!
—Esperad para desfogar vuestra felicidad la noticia que voy a daros: el emperador Carlomagno, ante cuyo sagrado nombre os inclinaréis de ahora en adelante, me ha investido del título de conde de Curvaldia.
—Ah… Pero… ¿Carlomagno? En realidad…
—¿No lo entendéis? ¡Ahora tenéis un conde! ¡Os seguiré defendiendo de las vejaciones de los Caballeros del Grial!
—Oh, a ésos hace mucho que los expulsamos de toda la Curvaldia. Ya veis, durante mucho tiempo obedecimos siempre… Pero ahora hemos visto que se puede vivir bien sin deber nada ni a Caballeros ni a condes… Cultivamos las tierras, hemos abierto talleres de artesanos, molinos, tratamos entre nosotros de hacer respetar nuestras leyes, de defender nuestras fronteras, en fin, salimos adelante, no nos podemos quejar. Vos sois un joven generoso y no olvidamos lo que habéis hecho por nosotros… Querríamos que os quedarais aquí…, pero como iguales…
—¿Como iguales? ¿No me queréis como conde? Pero ¡es una orden del emperador!, ¿no lo entendéis? ¡Es imposible que os neguéis!
—Sí, siempre se dice lo mismo: imposible… También quitarse de encima a los del Grial parecía que fuera imposible… Y entonces teníamos sólo navajas y horquillas… Nosotros no queremos mal a nadie, señorito, y a vos, menos… Sois un joven que vale, tenéis experiencia de muchas cosas que no sabemos… Si os quedáis aquí como uno más y no cometéis desafueros, quizá os convertiréis igualmente en el primero de nosotros…
—Torrismundo, yo estoy cansada de tantas peripecias —dijo Sofronia alzando el velo—. Esta gente parece razonable y amable y la ciudad es más hermosa y mejor provista que muchas… ¿Por qué no tratamos de llegar a un acuerdo?
—¿Y nuestro séquito?
—Se convertirán todos en ciudadanos de Curvaldia —respondieron los habitantes—, y tendrán según lo que valgan.
—¿Tendré que considerar igual a mí a este escudero, que ni siquiera sabe si existe o no existe?
—Aprenderá también él… Tampoco nosotros sabíamos que estábamos en el mundo… También a ser se aprende…
Libro, ahora has llegado al final. Últimamente me he puesto a escribir de prisa y corriendo. De una línea a otra saltaba entre las naciones y los mares y los continentes. ¿Qué es esta furia que me ha asaltado, esta impaciencia? Se diría que estoy a la espera de algo. Pero ¿qué pueden esperar las monjas, retiradas aquí precisamente para estar lejos de las siempre cambiantes ocasiones del mundo? ¿Qué espero salvo nuevas páginas que escribir y los habituales toques de la campana del convento?
¿Y eso? Es un caballo que se oye venir por el escarpado camino. Sí, se para justo aquí, a la puerta del monasterio. El caballero llama. Desde mi ventana no consigo verlo, pero siento su voz.
—¡Eh, buenas hermanas, eh, oídme!
Pero ¿no es ésta la voz, o me equivoco? ¡Sí, es ella! ¡Es la voz de Rambaldo que he hecho resonar tanto tiempo por estas páginas! ¿Qué quiere aquí, Rambaldo?
—Eh, buenas hermanas, ¿podríais decirme por favor, si ha encontrado refugio en este convento una guerrera, la famosa Bradamante?
Claro, buscando a Bradamante por el mundo, Rambaldo tenía que llegar incluso hasta aquí.
Oigo la voz de la hermana guardiana que responde:
—No, soldado, aquí no hay guerreras, sino sólo pobres y piadosas mujeres que rezan para expiar tus pecados.
Ahora soy yo la que corro a la ventana y grito:
—¡Sí, Rambaldo, estoy aquí, espérame, sabía que vendrías, ahora bajo, partiré contigo!
Y rápidamente me arranco la cofia, las vendas claustrales, el refajo, saco del arcón mi túnica color topacio, la coraza, las canilleras, el yelmo, las espuelas, la sobreveste azul.
—¡Espérame, Ramblado, estoy aquí, yo, Bradamante!
Sí, libro. La sor Teodora que narraba esta historia y la guerrera Bradamante somos la misma mujer. A veces galopo por los campos de batalla entre duelos y amores, a veces me encierro en los conventos, meditando y escribiendo las historias que me han ocurrido, para tratar de comprenderlas. Cuando vine a encerrarme aquí estaba desesperada de amor por Agilulfo, ahora ardo por el joven y apasionado Rambaldo.
Por eso mi pluma en cierto momento se ha puesto a correr. A su encuentro, corría; sabía que no tardaría en llegar. La página tiene utilidad sólo cuando le das la vuelta y está detrás la vida que empuja y desordena todas las hojas del libro. La pluma corre impulsada por el mismo placer que te hace correr los caminos. El capítulo que acometes y no sabes aún qué historia contará es como la esquina que doblarás al salir del convento, y que no sabes si te pondrá frente a un dragón, una tropa berberisca, una isla encantada, un nuevo amor.
Corro, Rambaldo. No saludo ni a la abadesa. Ya me conocen y saben que tras peleas, abrazos y engaños regreso siempre a este claustro. Pero ahora será distinto… Será…
Del contar en pasado, y del presente que me cogía la mano en los trozos inflamados, ahora, oh, futuro, he subido a la silla de tu caballo. ¿Qué nuevos estandartes alzas a mi encuentro en los pendones de las torres de ciudades todavía no fundadas? ¿Qué humos de devastación en los castillos y los jardines que amaba? Qué imprevistas edades de oro preparas, tú, indomable, tú, anunciador de tesoros pagados a muy alto precio, tú, mi reino por conquistar, futuro…