El caballero de Solamnia (49 page)

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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

BOOK: El caballero de Solamnia
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Lancé un grito de alegría y empecé a bajar por la cortina, con precaución, comprobando su resistencia y que no hubiera bichos entre los pliegues.

Pareció por un momento como si el Escorpión pudiera escapar. Bayard derribó a otro nerakan, evitó el tajo de la cimitarra y decapitó a un tercero con un rápido y deslumbrante movimiento de espada.

Después de parar una lenta estocada de otro guerrero, Sir Robert le cortó la mano que sostenía la cimitarra. El atacante cayó de rodillas y Alfric, que había estado escondiéndose detrás de Enid desde que se reanudó la batalla, corrió hasta el medio caído nerakan y lo apuñaló por la espalda.

Pero más ágil que todos los Caballeros que se movían en aquel escenario, el Escorpión inició una rápida carrera hacia la puerta y hacia la libertad. Iba envuelto en una capa y se movía con la silenciosa gracia de una enorme ave nocturna. Sólo le faltaba hacer un par de metros para llegar a la puerta cuando, como conjurados por un movimiento de su misterioso cristal, Ramiro y Brithelm hicieron su aparición en aquel mismo lugar.

Los dos venían en un estado lastimoso, empapados y con la ropa hecha jirones después de la lucha mantenida en el desfiladero. Pero ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder ante lo que habían venido a cazar desde tan lejos.

Ramiro, con la espada desnuda, entró por la puerta y se acercó al anciano Benedict por un flanco, y Bayard le cortó inmediatamente el paso hacia el otro.

El Escorpión alzó su péndulo y cientos de pequeñas criaturas, con las colas en alto preparadas para dar el aguijonazo fatal, se precipitaron hacia Sir Ramiro.

Una luz roja brotó de las manos de Brithelm y un fuego desconocido, que abrasaba a aquellos seres repugnantes con sólo tocarlos, barrió el suelo de la habitación. Los escorpiones que había entre mi hermano y el comandante de negra capucha se retorcieron, se encogieron y comenzaron a restallar.

Los que quedaron vivos comenzaron a atacarse entre sí.

Poco a poco el fuego rojo se fue disipando y en el suelo sólo quedaron restos chamuscados de escorpiones.

Fue entonces cuando oí decir a mi hermano, con voz tranquila y lúgubre:

—Lo siento. Incluso por vosotros siento pena.

El Escorpión se retiró más lejos. Aunque, hay que reconocerlo, seguía impertérrito. Se fue hacia un rincón mirando a todas las partes del salón con ojos enrojecidos. De nuevo levantó las manos y el suelo volvió a temblar y a dejar ver sus entrañas.

—Esto no es el final, estúpidos solámnicos. Estamos aquí todos bajo este techo de roca, de nube, de leyenda, para que se cumpla una profecía. ¡Nada de Dannelle di Caela! El maleficio de la familia se decidirá aquí. Porque, recordad lo que dicen los versos «De la hierba generaciones se levantarán y acabarán con el maleficio». Mas sólo habéis visto la primera generación. ¡Sufrid ahora con la segunda!

Más hombres armados surgieron del suelo que giraba. Lo hacían lentamente, dejando tras de sí tierra revuelta, musgo y tela amarilla destrozada. El primer brazo que apareció llevaba el escudo de la Casa de Stormhold.

No me moví de donde estaba y seguí colgado de la cortina.

—¡Sí, Bayard Brightblade! —gritó Benedict con estridente voz al mismo tiempo que los Caballeros Solámnicos, muertos hacía mucho tiempo atrás, se ponían en pie, buscando, entre los remolinos de nubes y de tierra, sus armas—. Los hombres de Neraka se unen a estos de vuestra antigua Orden. La muerte iguala a todo el mundo. Toda facción, toda raza, todo país se olvida, y también se olvidan sus diferencias gracias a ese odio hacia los vivos, un odio largo y duradero.

Los solámnicos muertos se aprestaron para la lucha y se podían contar más de cien entre ellos. Torpe y fríamente colocaron las espadas en la posición del saludo solámnico que tanta honra les había aportado en tiempos pasados. Un saludo reconocible pero que ahora, al hacerlo aquellas corruptas manos grises, parecía ser una burda imitación.

Bayard bajó la espada consternado. El resto, incluso Sir Ramiro y Sir Robert, se sintió empequeñecer ante aquellos Caballeros cubiertos de tierra, vendajes y de olor pestilente.

* * *

Bien puede ser que la muerte iguale a todo el mundo, pero ¿qué dijo Brithelm?
¿Algunas cosas son más fuertes que la misma muerte?

Con un grito lanzado casi al unísono, como un aullido seco y débil que hizo temblar todo lo que se encontraba en el salón del Escorpión, los solámnicos muertos levantaron las espadas y se lanzaron a la lucha.

Atacaron sin ningún tipo de vacilación a los hombres de Neraka.

Habían pasado décadas desde su olvidada muerte pero habían vuelto para defenderse del asalto de los nerakans. Resultó ser cierto que algunas cosas eran más fuertes que la misma muerte y entre ellas se encontraba el antiguo juramento,
Est Sularus oth Mithas,
Mi Honor es Mi Vida, el mismo que cada Caballero resucitado recitaba con voz ronca cada vez que hacía el gesto de respirar.

Era como si el tiempo también hubiese contenido la respiración durante una generación y de improviso ésta comenzara a funcionar de nuevo con una terrible aspiración.

—¡No! —gritó el Escorpión al mismo tiempo que las antiguas huestes, desobedeciendo sus órdenes, empezaron a batirse en armas—. Estáis condenados...

Pero no había tiempo para hablar. Esquivando docenas de ataques que se producían en el salón, Bayard se había lanzado contra él. El Escorpión sacó una espada de debajo de su túnica negra. Su acero, negro azulado, refulgió como el ónice con la amarillenta luz del salón. Pero tan pronto como la levantó, la de Bayard cargó sobre ella, haciendo que Benedict cayera de rodillas.

Mantuvieron las espadas entrechocadas. Bayard cargaba con toda la fuerza de sus músculos y con todo su peso y el Escorpión empujaba hacia arriba con la encarnizada fuerza de una docena de hombres. El péndulo se balanceaba sin control en su mano izquierda al ayudarse con ésta en su intento de hacer que el envite irresistible de Bayard cesara.

Estaban en un rincón alejado, guardando un violento equilibrio y por un momento la espada brillante impelió a la negra hacia atrás y el destello plateado de la centenaria espada de Bayard se acercó milímetro a milímetro a la cara del enemigo.

El Escorpión profirió un grito y con un inesperado movimiento logró repeler a Bayard, quien retrocedió tambaleándose hacia el trono seguido por el malvado hombre de negro.

Sus ojos refulgieron con la luz blanca, y pudimos ver que el péndulo seguía dando destellos en la mano izquierda. Levantó la afilada y negra espada con la mano derecha en señal de triunfo.

Entonces, desde los oscuros rincones del aposento, nos llegó el desagradable ruido producido por sus pequeños monstruos, que se apresuraban en llegar hasta su lado. Como por encantamiento, habían aparecido muchos más.

Yo continuaba angustiado y tenía la sensación de ser un juguete en una cuerda. Me encaramé un poco más en la cortina y grité a Bayard:

—¡El péndulo!

No pareció haberme oído pues seguía forcejeando con su pesada armadura para ponerse en pie. Pero sí que me había oído.

Esquivó el golpe del Escorpión y levantó su espada, que, tras brillar en el aire, sajó la mano izquierda del Escorpión.

Ésta rodó por el suelo, retorciéndose como un escorpión o como una araña, llevando el péndulo enredado entre sus dedos. El Escorpión profirió un grito estremecedor y después levantó el muñón en el aire para caer seguidamente de espalda encima de los cientos de repugnantes criaturas a las que antes había llamado para que acudieran desde la oscuridad.

Una vez perdido el péndulo, se lanzaron contra él ciega y rabiosamente. Benedict gritó, se lo vio dar una sacudida y desapareció cubierto por los escorpiones, sofocado por cientos y cientos de aguijones venenosos.

Inesperadamente, la luz entró a raudales por las paredes de la habitación, como si los remolinos grises se hubieran disipado en el aire con el sol.

La Guarida del Escorpión sólo era una ruina. Lo poco que quedó en pie fue el esqueleto de los antiguos cimientos, una o dos paredes y algunos tramos de escalera que no llevaban a ninguna parte; todo comenzaba a tambalearse y a derrumbarse en poco tiempo.

Una pared se vino abajo cerca de donde se encontraban Enid y Sir Robert, quienes se salvaron de ser aplastados gracias a que Sir Robert levantó su escudo solámnico para protegerse. La piedra y la argamasa golpearon el antiguo metal...

Pero el metal resistió.

A nuestro alrededor y bajo nuestros pies la tierra se levantaba como si estuviésemos en el centro de un terremoto tan violento, de tal magnitud, que teníamos la impresión de que se estuviera produciendo el Cataclismo de nuevo y, de esa manera, estuviera transformándose el dominio de Krynn en una ruina total.

Bayard se subió a la plataforma donde había estado el trono del Escorpión, hecho de hueso blanco, tan elevado como desafiante, pero ahora totalmente destrozado.

Desde allí, Bayard silbó y
Valorous,
haciendo honor a su antiguo nombre, llegó al galope desde un montón de rocas cercanas, seguido por otros caballos. El hermoso corcel estaba tranquilo y obedecía a todo. Pero los otros que lo siguieron se encontraban al borde del pánico, echando espuma por la boca, bufando y con ojos inquietos.

Cuando la tierra había comenzado a temblar y las rocas a caer, se guiaron por el instinto y siguieron al jefe de la manada, quien, afortunadamente, no perdió la compostura.

Únicamente un caballo y las mulas, testarudas hasta el final, fueron víctimas del terremoto.

La tierra seguía abierta, pero lentamente los muertos fueron entrando en ella. Regresaron al reino de la paz, aquella que cada uno de ellos, nerakans o solámnicos, se había ganado habiendo pagado tan cuantioso precio en la generación anterior.

No tardó mucho la tierra en cerrarse sobre ellos y así continuó mientras mis compañeros hacían todo lo que estaba en su mano para calmar a los caballos. Después, montaron y emprendieron el regreso.

* * *

—¡Bayard! —grité al ver que ayudaba a Enid a montar sobre
Valorous.
Una vez que la dama estuvo a salvo junto a él, dispuso todo lo concerniente a la seguridad de los demás.

Era obvio que yo no podría ir sobre
Valorous.

Mis dos hermanos montaron en el caballo de Brithelm, pues la mula de Alfric había desaparecido. Bayard dio un golpe con su guante en la grupa de aquel caballo y envió al galope hacia el oeste a los dos Pathwarden, hacia lugares más seguros donde ni las rocas ni las piedras se movían.

Los siguió Sir Ramiro, suficiente carga para mi pequeña yegua, que aparecía doblada bajo aquel peso.

—¡Salta, muchacho! —me dijo Sir Robert, a la vez que se ponía de pie en los estribos de la nerviosa
Estrella.
El balcón del que yo pendía, como el cristal de un péndulo, había comenzado a moverse, a inclinarse y vencerse peligrosamente.

—¡No os acerquéis demasiado, Sir Robert! —gritó Bayard—. ¡No le falta mucho para venirse a tierra! ¡Galen! ¡Date impulso con la cortina! ¡Salta hacia donde está Sir Robert!

El fornido y anciano Caballero abrió los brazos y me indicaba con la cabeza que me tirase sin demora. Comencé a darme impulso con la cortina separándome cada vez más del balcón que empezaba a inclinarse.

Adelante y atrás, adelante y atrás, hasta que al oír que caía algo me solté y me vi en el aire, como una comadreja voladora en ruta hacia Sir Robert di Caela, confiando en que éste me cogería y me sacaría de aquel caos y me llevaría a las tierras seguras del valle.

No había contado con que
Estrella
se atemorizara con otro temblor que sintió bajo sus patas y que por ello brincara nerviosa hacia adelante en el peor momento. Sir Robert consiguió hacerla dar media vuelta inmediatamente, pero la yegua no se movió lo necesario.

Así que me acogió el suelo rocoso y también la oscuridad.

Las heridas en la cabeza son una cosa extraña,
me había dicho Bayard, que al haber vivido en las Montañas Vingaard entendía de ello. Mis recuerdos sobre lo que sucedió después de la caída en la Guarida del Escorpión no son muy completos. Para cuando recuperé la memoria estábamos de regreso en el Castillo di Caela, donde se estaban haciendo los preparativos para el banquete de bodas.

Esto fue lo que ocurrió, y lo contaré lo mejor que pueda ayudado por lo que me dijeron Bayard y Alfric, aunque este último lo hiciera de mala gana, y por lo que de fiar pudiera tener un relato de Brithelm. A todo ello añadiré mis recuerdos dispersos.

Cuando el Escorpión cayó a tierra en el salón y fue cubierto por sus desobedientes y venenosas criaturas y el castillo empezó a derrumbarse, nos apresuramos a hacer lo que nos habíamos propuesto en el Castillo di Caela: escapar de la destrucción del Escorpión y rescatar a la doncella de quien dependía toda la profecía.

Las rocas de Chaktamir cayeron en el desfiladero, cubriendo a Escorpión y a escorpiones, a la guarida y a todos los muertos, nerakans y solámnicos, quienes ya habían encontrado la paz de nuevo.

Allí fue donde descansamos, y Sir Robert, que me había colocado bajo su brazo como si fuera una alfombra enrollada, me dejó en brazos de Brithelm y Enid.

Enid. Me habría sonrojado desconcertado por tal deleite si hubiera estado consciente para poder hacerlo. Pero Enid me dejó caer de improviso, con un pequeño grito de consternación que fue lo primero que oí cuando me desperté por la caída. Sir Ramiro estaba golpeando seriamente a Alfric y poco le faltaba para dejarlo sin vida al pie de las estribaciones de Estwilde. Ambos estaban de acuerdo sobre el heroísmo que Bayard había demostrado en el ataque a la Guarida del Escorpión, pero su discusión sobre quién merecería recibir los laureles en segundo lugar había pasado de ser rencorosa a totalmente agresiva.

Tanto el uno como el otro estaban resollando de cansancio y de rabia y se ruborizaron de vergüenza cuando Enid tuvo que separarlos.

Después de las discusiones siguieron las reconciliaciones. Y pronto Alfric y Sir Robert se recuperaron. Al menos eso fue lo que me contaron pues seguía tambaleándome y cayendo por el suelo, balbuciendo historias sobre centauros y sus costumbres de ahogar a la gente. Y también pedía mis dados.

Habíamos salido de las montañas antes de que pudiera recordar que dejé los rojos profetas en alguna parte agreste del país que me rodeaba. Sin duda aún continúan enterrados allí entre las rocas, en alguna parte de las estribaciones de Estwilde.

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