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La cadena era de oro, y los adornos eran de cristal.
Eran de cristal.
Las palabras de Bayard me aturdieron como la luz de cien estrellas en la oscuridad. Recordé el pantano, el claro, las cabras, las hogueras desperdigadas...
—Y oscilando el péndulo delante de sus ojos, Benedict concibió sus envenenados pensamientos, soñó sus sueños de accidentes. Mirando a través del cristal, una araña que estaba en el rincón de su habitación adquirió un tamaño fenomenal, tomó una forma fantástica...
Como las cabras que cambiaron súbitamente, anormalmente, transformándose en sátiros.
—Y se hubiera descolgado de su tela por propia iniciativa y con toda seguridad lo habría envenenado... si no hubiera mirado de nuevo y hubiera visto la misma criatura de siempre: la simple araña que había visto en el rincón de su habitación hacía dos días.
Bayard hizo una pausa y miró a Agion.
—Esta historia de la araña explica el Maleficio de los di Caela; o al menos es la fuente de donde parten las historias que nosotros conocemos.
Estaba muy sorprendido. No podía ser verdad. Seguro que aquella historia de los tiempos de Maricastaña sacada del
Libro de Vinas Solamnus
no tenía relación alguna con lo que había visto hacía dos noches en un claro en un pantano. Seguro que los libros no tienen...
Pero Bayard proseguía de nuevo con su historia.
—Benedict sabía, entonces, después de esta visión accidental, que el péndulo era algo con poder. Pero ¿de dónde venía? Los historiadores no se ponen de acuerdo en esta materia.
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Algunos afirman que se le cayó a un chiquillo, que lo había encontrado los dioses sabrán dónde, pues lo mismo que había chiquillos antes también los hay hoy. Otros apoyan la teoría según la cual el péndulo se había descolgado, accidentalmente o por una intención perversa, de la piedra angular del castillo, donde había estado oculto durante años, esperando que naciera alguien tan envidioso, tan tortuoso como para utilizarlo para lo que fue fabricado. Pero, no es de extrañar, al lado de Krynn existen muchas leyendas como ésta.
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¿Tiene esto mucha importancia? Pues los resultados fueron los mismos, sea que Benedict actuara siguiendo la maldad que nació en su pecho debido a su propio descontento y envidia, por sus tempranos estudios oscuros, sea que actuara como instrumento de algo más maligno que estuviera poniendo su mano en el entramado del mundo.
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Maldad más pequeña o más grande, consta con toda seguridad que las ratas de la bodega adoptaron formas nuevas y monstruosas al hacer oscilar Benedict el péndulo de oro y cristal delante de sus propios ojos. La leyenda afirma que éstas buscaron la habitación de Duncan como Benedict les había ordenado y que cuando Gabriel oyó los gritos de su hermano mayor y se apresuró hacia los aposentos de aquél con intención de rescatar al muchacho, abrió la puerta y se encontró con un indescriptible espectáculo, que ni siquiera los cronistas se atrevieron a describir, pues tanto fue el horror de aquella escena.
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Aunque los mismos historiadores afirman que el cuerpo de Duncan no había sido maltratado ni había sufrido herida alguna, que yacía sereno, tan intocado por la muerte que los embalsamadores se paraban mientras realizaban su grotesco y triste oficio, pues temían que estuviera en coma o catatónico o durmiendo el sueño de los místicos. Pero estaba muerto, y los clérigos de Mishakal no encontraron heridas en su cuerpo, ni tampoco veneno en su sangre.
Igual que la historia que contó Agion sobre los centauros.
—Gabriel el Joven, sin embargo, no estaba muy convencido, como os podréis figurar. —Bayard sonrió y levantó su enguantada mano—. Había estado cazando al pie de las Montañas Garnet, la noche en que Benedict descubrió el péndulo: la misma noche que desde entonces hasta nuestros días se conoce en Solanthas y en los alrededores de Solamnia como la Noche de las Ratas.
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Aunque los clérigos no encontraron nada en los aposentos de Duncan que pudiera inducir a pensar que éste hubiera sido víctima de algún acto infame, Gabriel envió un mensaje a su padre rogándole que los clérigos de Mishakal hicieran hablar a Duncan desde el más allá.
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En un principio, Gabriel el Viejo no estaba animado a hacerlo, como cualquier padre lo hubiera podido sentir, ya que ello supondría algo así como un acto violento, algo brutal y contrario a la naturaleza aunque fuera llevado a cabo por clérigos de hábito blanco con las más santas de las intenciones. Pero su hijo menor se lo requirió con mucha urgencia, diciéndole: "Va mucho más contra la naturaleza que un hermano mío se llegue hasta aquí y asesine a mi otro hermano por la codicia de su herencia y de sus pertenencias". Por lo que Gabriel el Viejo aceptó el requerimiento y ordenó a los clérigos que dispusieran todo para hacer hablar a Duncan aquella misma noche en el sepulcro.
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Mientras aquello sucedía, Gabriel el Joven se escondió en las montañas.
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El hermano que seguía vivo estaba allí, en el Castillo di Caela, esperando a que se celebraran los funerales en la noche del equinoccio, cuando los clérigos se congregaron. Si era culpable de asesinato, o de alguna cosa más sutil a la que ninguno podía hallar calificativo, ninguno lo pudo decir. Y tampoco lo sabremos nunca, tenedlo por seguro.
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Cualquiera que fuese el caso, el fuego que se declaró en el sepulcro la víspera de la investigación fue pavoroso, y no fue casual sino intencionado. Las ropas encontradas en los aposentos de Benedict estaban quemadas en sus extremos, y olían sospechosamente a aceite de lámpara, a fósforo y a cenizas.
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No es necesario decir que su cuerpo también eran cenizas, y era imposible hacer nada con ellas. Gabriel el Viejo había abierto los ojos ante la evidencia y estaba seguro de que su hijo mediano había cometido aquel ultraje. Así que en la noche del equinoccio, en la capilla del Castillo di Caela, en presencia de sesenta Caballeros Solámnicos y de veinte clérigos de Mishakal, se elevaron los cantos fúnebres en honor de Duncan di Caela. Pero los cantos también se elevaron por Benedict di Caela.
—No entiendo eso —interrumpió Agion—. ¿Había muerto Benedict? —Y el centauro se rascó la cabeza desconcertado.
—Desde aquella noche, el padre de Benedict lo declaró muerto, debiendo oír protestas muy fuertes por parte de los Caballeros y de los clérigos, y nombró a Gabriel el Joven único heredero superviviente del Castillo di Caela. Todo ello sin la más mínima prueba sobre la culpabilidad de Benedict di Caela, quien, verdad es decirlo, no se comportó como si fuera inocente en los días que siguieron a tal pronunciamiento. Benedict huyó del castillo y reunió un ejército en las tierras al norte de Solanthas: un ejército de ladrones, de duendes, y de mercenarios enviados a la caza de cabezas de duendes enviados por el Rey y Sumo Sacerdote de Istar. Era una banda de lo más abyecto, sin lugar a dudas, y que enseguida comenzó a exigir impuestos, a extorsionar, y a hacer todo lo ordenado por Benedict en las provincias del suroeste de Solamnia.
—¿Hubo alguien que apoyara a Benedict cuando levantó aquel ejército? —preguntó Agion, quien ya tenía un poco oscurecida la cabeza por la caída de la luz al comienzo de la noche—. Quiero decir, alguno de los Caballeros o de los clérigos.
—La mayoría de los sacerdotes, no todos, como puedes suponer, pero sí la mayoría, comprendieron enseguida que las ratas y las arañas que se les aparecían eran figuraciones, obra de Benedict; que era Benedict quien daba forma a aquellas figuraciones. Pero hubo muchos Caballeros que al ver el poder que tenía sobre aquellas legiones pensaron que podrían obtener beneficio para ellos mismos o, lo que fue peor, temían los peligros a los que no se atrevían a enfrentarse.
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Por lo que, y me avergüenza decirlo, algunos de ellos se le unieron. Algunos Caballeros Solámnicos fueron a la cabeza de sus columnas desafiando sus más profundos juramentos.
Bayard se calló por un momento, interrumpiendo su narración, se levantó sobre sus estribos y miró a su alrededor para acabar tirando un poco de las riendas de
Valorous
cuando comenzamos a ascender hacia una región cuya hierba, que en otro tiempo solía ser abundante, crecía débil y desperdigada.
—Por lo tanto la familia con que intentáis ligaros es la descendiente de... —comenzó a decir Agion, tras un breve silencio.
—De Gabriel di Caela el Joven, claro está. Depuso al hermano que lo había depuesto a él. Destruyó al usurpador, aunque no completamente. Pues Benedict se llegó al norte y al oeste, hacia el Barranco de Throtyl y hacia más allá, hacia Estwilde, hasta el corazón de Estwilde, de donde proceden esos estúpidos dados tuyos, escudero.
Asentí con la cabeza, no queriendo hablar sobre aquella vieja disputa que teníamos, puesto que quería oír el final de la historia de Bayard.
—Fue allí donde lo alcanzaron los Gabrieles, Gabriel di Caela el Joven a la cabeza de treinta Caballeros y doscientos soldados de infantería, y su padre, capitaneando un ejército que doblaba en número al mencionado. Al unirse los dos no cabía esperanza alguna para Benedict.
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En inferioridad de tropas, desorientado, Benedict no dejaba de presentar figuraciones, algunas de las cuales tuvieron graves consecuencias, como la que le costó la vida a treinta infantes que cruzaban un puente sobre el Barranco de Throtyl y resultó que nunca había existido ningún puente en aquel lugar. Otros treinta fueron envenenados después de haber sido aguijoneados por escorpiones mientras dormían.
Me incorporé un poco sobre Agion, respiré profunda y rápidamente hasta que el gran centauro se volvió y me miró consternado.
—¿Qué os aqueja, Maese Galen? —me preguntó Agion al tiempo que su grande y estúpida cara se alargaba en un ridículo gesto de preocupación.
—La altitud, Agion. No me siento bien en las alturas. Pero estamos interrumpiendo a Bayard. Continuad, Sir.
Bayard me miró con recelo y continuó:
—Pero todas aquellas figuraciones no tuvieron parangón cuando se entabló el combate: cuando Gabriel di Caela el Joven atravesó una barrera de Caballeros renegados, de duendes, de cazadores de duendes, de ladrones y de mercenarios hasta que se encontró frente a frente con su hermano. En aquel momento ninguno de los dos tenía la menor duda de que, lo que fuera a ocurrir entonces, iba a influir profundamente en cientos de años venideros.
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A pesar de todo, no cabía alternativa, como ha ocurrido siempre en los momentos más culminantes de las guerras. Gabriel el Joven levantó la espada y tiró un tajo a su hermano con rapidez y maestría adquiridas en el adiestramiento recibido en la Orden. Los que estaban presentes dijeron que el mundo pareció quedarse en silencio cuando la cabeza de Benedict di Caela, separada de los hombros, se tambaleó un momento, su rostro perdió todo color y se cerraron sus párpados. ¿Y quién podrá saber lo que la cabeza estaba pensando cuando fue cercenada del cuerpo y fue a caer en el suelo y en el olvido?
—Pero me imagino que aquél no fue el final de Benedict di Caela —dije cuando el silencio entre nosotros había llegado a convertirse en algo incómodo, casi opresivo.
—Cuando fue declarado muerto —musitó Bayard—, se produjo algo que empezó a deshacer el entramado de las cosas. Cuando Gabriel el Joven derribó a su hermano Benedict, pareció como si aquello fuese el punto final de la disputa, como si los di Caela pudieran gozar sin contrariedades de sus riquezas y posesiones desde ese momento por los tiempos venideros. Pero al alcanzar la ancianidad Gabriel el Joven, se declaró, como primer anuncio de la maldición de la familia di Caela y del castillo en el que vivían, una plaga de ratas y de enfermedades. Dos de los hijos de Gabriel el Joven perecieron: el mayor a causa de enfermedades y el mediano por la locura.
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Fue el menor quien sobrevivió esta vez, quien tuvo que verse forzado a emplear los métodos más radicales para liberarse de la maldición. El joven Rowland ordenó la inmediata evacuación del Castillo di Caela, llevando en sus brazos al anciano Gabriel el Joven cuando cruzaron las puertas de hierro. El anciano no dejó de proferir gritos y protestas a cada paso. Fue entonces cuando prendió fuego al castillo y las llamas destruyeron los parapetos de piedra, las almenas y los aposentos de las torres más altas. Fue cuando se dijo que se podía oír a las ratas chillando, y por encima de aquellos agudos y desesperados chillidos también se pudo oír un grito que se perdió como el humo en medio de los ruidos producidos por las viejas y resecas vigas que se desplomaban. Todo lo que quedó fue el esqueleto de las murallas de piedra, y Rowland di Caela reconstruyó el castillo, y gobernó acertada y pacíficamente durante treinta años, hasta que reapareció el maleficio.
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A partir de ese momento la historia se oscurece, ya que el Castillo di Caela ha sido visitado por el maleficio al menos durante veinte generaciones, y cada vez ha tomado una forma diferente. Así, la inundación fracasó al haber implantado Simeón di Caela un sistema de esclusas en el foso del castillo, y Antonio di Caela evitó el incendio de las planicies abriendo las esclusas apropiadas en el momento preciso. Cyprian di Caela rechazó la invasión de los ogros, y Theodore di Caela hizo huir en desbandada a los ejércitos de bandidos mandados por un misterioso capitán vestido de negro.
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Incluso el Cataclismo contribuyó al fracaso de Benedict cuando al final de la cuarta generación la maldición vino en forma de duendes mineros y zapadores que hicieron túneles que alcanzaron los cien metros dentro del Castillo di Caela, espantando a los moradores presas de pánico ya que el enemigo, al estar debajo de ellos en alguna parte, era invisible. Cuando se produjo el Cataclismo, hizo temblar los mismos cimientos de Krynn, los túneles se derrumbaron sobre los que los hicieron y sobre el mismo Benedict.
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Así pues, ha vuelto a cada generación, incansable, sin ceder un ápice. A cada generación ha vuelto y se ha presentado, a veces, al hijo mayor de los di Caela y otras al más joven o al mediano. Con frecuencia al único heredero superviviente, ya que los asaltos de Benedict, aunque no consiguieron su fatal propósito, siempre se han cobrado sus victimas.
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Sobre la generación presente ha caído un silencio, después de que Robert di Caela repelió el último ataque hace unos cuarenta años, cuando era un muchacho de dieciséis años. Desde aquel entonces, la Casa de los di Caela ha vivido en paz, y las gentes de los territorios que rodean el dominio han llegado, en su mayoría, a la conclusión de que todo continuará en calma, ya que la única heredera superviviente es Lady Enid di Caela, y los hijos de aquel que la despose tomarán el nombre del padre y las tierras pasarán de la familia di Caela a la otra por los siglos de los siglos.